Reflexiones sobre la palabra


THESAURI LINGUAE HISPANAE

LÉXICO  DE  ENSEÑANZA

A MODO DE INTRODUCCIÓN

4 REFLEXIONES SORE EL VALOR DE  

LA PALABRA 

QUIERO DECIR…

Cuando hablamos, queremos decir cosas, pero sólo decimos palabras. Nos hacemos la ilusión de que nos transmitimos cosas transportándolas con la voz; hablamos como si el nombre fuese una de las propiedades de las cosas: algo así como su código generador, su ADN.

Si digo «dame libro» o «he perdido libro», no estoy diciendo nada. Detrás de la palabra libro no hay ningún libro, ninguna cosa. Si digo: «he dicho libro», o «escribe libro», tampoco hay ningún libro en esta palabra; ni siquiera pretendo transmitir con ella el significado de libro, sino tan sólo la palabra, sin ningún significado tras ella, ni siquiera el significado abstracto de libro. En cuanto decimos este libro, mi libro, el libro, el tercer libro del segundo estante contando por la derecha… cuando le añadimos a la palabra libro un señalador medio gestual medio verbal, es cuando por fin hemos vinculado la palabra a la cosa. Sin el determinante, nunca llegaríamos a vincular el nombre a la realidad que con él pretendemos expresar. Para que la palabra tenga realmente significado, ha de estar anclada a alguna cosa, ha de haber algún tipo de vínculo que la ate a la realidad.

La función de la palabra es, pues, llevarnos a la cosa. Y la del hablante, hacer de mediador entre la cosa y el oyente. Si el hablante da con la palabra y con los vínculos e indicadores adecuados para fijar la atención del oyente en la cosa, estará realizando una óptima comunicación; de lo contrario puede ocurrir que las palabras lleven al oyente a cosas distintas de aquellas en las que queremos que ponga su atención, o que no le lleven a ninguna parte, que es lo que ocurre de ordinario con algo más de la mitad de la comunicación verbal.

Para conseguir decir realmente lo que queremos decir con una palabra, hemos de conocer por una parte la realidad que con ella señalamos (la función de las enciclopedias es describir esa realidad); y por otra la capacidad de la palabra para señalar, sin introducir equívocos, la cosa que pretende señalar: vamos, que no sea una flecha torcida (esa función intentan cumplir los diccionarios). Analizando los materiales con que está construida la palabra, y examinando los valores de uso que se le han ido asignando y los que por analogía o por contigüidad con otras palabras se le puedan asignar, se consigue una aproximación razonable al valor objetivo de la palabra.

Es el ejercicio al que me dedico cada día en EL ALMANAQUE DE LOS NOMBRES. Mi objetivo es analizar los nombres de las cosas. En el editorial examino la cosa, y en la sección NÓMINA RERUM exploro la palabra y sus modos de relación con la realidad que pretende denominar.

VIVIMOS EN LA PALABRA

Sigamos el análisis de la relación entre el nombre y el determinante: es cierto que mientras no dispongamos de un determinante que vincule el nombre a la realidad, el nombre no es propiamente un nombre, sino como dirían los latinos, un flatus vocis, un soplo de la voz. De lo cual se infiere que mientras el determinante sea eficaz, el nombre hasta podrá no ser válido. Si le digo a alguien: «tráeme el tercer libro del segundo estante contando por la derecha, y resulta que ese tercer libro del segundo estante no es un libro, sino una caja de minerales, o de puros, o un paquete; lo más probable es que ese alguien, si no tiene oportunidad de pedir más aclaraciones, me traiga eso que tan exactamente he señalado, pero que dejándome engañar por la apariencia he denominado incorrectamente libro. En este caso la señalización (la función del determinante) ha tenido más fuerza que el nombre.

Mediante las palabras tratamos de llevar al oyente a las cosas. Las cosas son el destino final de las palabras, de manera que si se llega a ellas por otros medios, por ejemplo sólo señalando, también hemos alcanzado el objetivo comunicador. Comunicación sí, pero lingüística no; por tanto no lenguaje. Es la forma que emplean para indicarnos lo que quieren el perro y el niño que aún no habla. Es evidente que con la palabra no sólo indicamos mejor la cosa, sino que además, al asignarle nombre revelamos cuál es nuestra valoración de la cosa. El abanico de posibilidades de asignación de nombre es muy estrecho en el hablante individual (se reduce casi únicamente a la sinonimia y la metáfora); en cambio es muy amplio y notorio en las culturas y los pueblos, que a menudo denominan las cosas con nombres que reflejan aspectos muy distintos de una misma realidad: a los italianos lo que más les atrajo a la hora de ponerle nombre al coche, fue el prodigio de la sustitución de los caballos por el motor. Para ellos es la máquina por excelencia, y ése es su nombre. Los españoles no nos paramos a pensar en el milagro, sino que seguimos viendo el que desde siempre se había llamado y había sido el coche, sin cambiarle el nombre únicamente porque anduviese solo (señorío ante todo y sobre todo). Los ingleses, menestrales ellos, que se llaman entre sí maestro (míster) y no señor, como los españoles, se quedaron en el carro (car); los franceses en el vehículo (voiture); los alemanes, audaces ellos, se lanzaron al wagen, toda una aventura… no es poca cosa lo que nos revela la elección de nombre por cada pueblo. Todas las lenguas compartieron el cultismo automóvil. En la nuestra, el auto compitió durante unos decenios con el coche, pero acabó ganando el coche. Y si examinamos la trayectoria de producción de coches de cada una de estas culturas, entenderemos por qué determinadas fórmulas tenían que salir de unos países y no de otros.

 

TODO FUE HECHO POR LA PALABRA

No nos hagamos ilusiones: en el minúsculo mundo de nuestros cerebros y de nuestras vidas cabe muy poco mundo. Tenemos que dejarlo casi todo fuera. El que alardeemos de la infinita capacidad de nuestro cerebro no lo hace inmenso. Sólo construir catálogos de cosas, sin hacer nada más con ellas, puede agotar nuestra capacidad. Lo hemos hecho con los elementos, con las rocas, con los vegetales, con los animales, con las lenguas, con los pueblos, con las religiones… y no mucho más. Sólo catálogos. Les hemos puesto nombres a las cosas como quien pone etiquetas. Con bastante precipitación. Y luego, cuando empezamos a conocerlas, hemos de ir reajustando listas y nombre

Una de las grandes ilusiones con que soñaba cuando me decidí a ser padre, fue enseñarles a mis hijos los nombres de las cosas que formaban su entorno: que fueran capaces de llamarlas por su nombre. Creí que ésta sería una buena forma de ir tomando posesión del mundo tal como lo fueran descubriendo. Me dije que de paso que les dotaba a ellos de un conocimiento comunicable de las cosas, llenaría las grandes lagunas que tenía mi léxico: me parecía una grave anomalía no ser capaz de llamar por su nombre a tantas y tantas cosas entre las que vivía. Empecé, pues, por la vegetación: andando por el campo con mis hijos veía en los caminos y en los márgenes multitud de hierbas muy atractivas a la vista, especialmente en primavera. Necesitaba saber sus nombres, porque difícilmente podían sin él sostener su existencia en el mundo que nos estábamos construyendo. Fue inútil preguntar a los campesinos, incluso a los más viejos. En todas partes me respondían lo mismo: hierbas. Ese era su nombre. Si no eran útiles para la alimentación, ni especialmente dañinas, ni medicinales, ni ornamentales ni nada, no tenían nombre. Incluso me tropecé con botánicos-lingüistas cámara en ristre, que trabajaban en la construcción del catálogo local de plantas y flores. La respuesta fue la misma: para un botánico tenian el nombre científico en latín (postizo, de catálogo, como una especie de etiqueta); para el resto de los mortales, hierbas. Es decir que sólo una ínfima parte de las hierbas que pisa uno todos los días, tienen nombre. Comprendí que era un iluso, que tenía que seguir viviendo entre infinidad de cosas sin nombre, impensables e incomunicables por tanto, condenadas a no existir en mi mente y en mi lenguaje; que tenía que olvidarme de ellas. Y acabé de entender aquello de que en el principio era la palabra, y la palabra hacía de Dios, que Dios era la palabra; que todo fue hecho por la palabra, y sin ella no se hizo absolutamente nada. Por lo que afecta al mundo de la razón, que para nosotros es el todo, así es. Dotar a una cosa de palabra, es lo mismo que dotarla de existencia. Es sacarla del caos en que todo está revuelto, y asignarle un lugar en el mundo de la razón.

MÁS ACÁ DE LA PALABRA

No sabemos qué puede haber más allá de la palabra, ni es lo más urgente de averiguar, cuando apenas hemos empezado a explorar lo que hay más acá, que es muchísimo. Por empezar, gramaticalmente tenemos más acá de la palabra los determinantes, es decir los señaladores de las cosas a las que quieren referirse las palabras; señaladores que nos ponen sobre la pista de todos los señaladores de cosas que en el mundo son y han sido, usados especialmente por los que no están seguros del valor del nombre y por los que no lo usan en absoluto. Recordemos a este propósito que en las lenguas románicas el artículo es hijo del adjetivo demostrativo auxiliado por el dedo índice, con el que aquellos que corrompían constantemente el latín por no ser su lengua materna, tenían que acabar de completar el valor de sus bárbaras latinaciones.

Más acá de la palabra está la exclamación, registrada también en la gramática; en ella viaja el alma con toda libertad, prescindiendo del valor de las palabras: no hay mensaje, sino tan sólo expresión, salida del alma al exterior. Y está la calificación, tanto de las cosas (adjetivos) como de los actos (adverbios); pero es que en esas formas gramaticales la calificación ha quedado ya fosilizada: donde realmente se da en toda su viveza y naturalidad la calificación de cosas y de acciones, es en la entonación y en la gesticulación mucho más que en los adjetivos y en los adverbios. Es alucinante observar los gestos y los tonos «calificativos» que emplea el niño que apenas empieza a hablar. Las pocas palabras con que cuenta le dan para todo: carga en ellas su alma en toda la variedad de estados anímicos. Es que realmente es ahí, en la subjetividad que les añadimos a las cosas que decimos, donde está la verdadera sustancia de la comunicación, porque ahí es donde estamos nosotros.

Y mucho más acá de la palabra está la variada gama de sonidos que salen de nuestra garganta, don directo con que la naturaleza nos dotó como a los demás animales: el chillido en una notable variación según los estados anímicos que lo producen; el llanto y el gemido, también con sus variantes; los distintos gritos de alegría, de euforia, de ánimo… las múltiples formas de parloteo, canturreo y ronroneo… de donde proceden tantos hablares en los que la secuencia de palabras no es más que el vehículo de la voz en que se modulan nuestras emociones.

Más acá de la palabra estamos nosotros mismos, con nuestro ser y nuestro sentir, que no caben en palabras; por eso los mejores niveles de comunicación humana circulan al margen de la palabra. Por eso calificamos de inefables e indecibles nuestros sentimientos tan pronto como toman alguna altura, porque las palabras no alcanzan a expresarlos. Ahí está lo mejor de lo mejor de nuestro mundo. Las palabras sólo sirven para las cosas, pero además señalándolas, por si acaso.

Ahora ya puedes conseguir tu ejemplar  por sólo 1000 ptas incluidos los gastos de envío. Rellena el formulario para recibir contrarembolso el libro en tu domicilio.De momento sólo para EspañaFormulario

Portada | Presentación | Reflexiones sobre la palabra| Plan de trabajo | Indice | Algunas palabras : AulaFracaso

Volver a la Portada del Almanaque