CELIBATO


      SAN VALENTIN    

CELIBATO 

Lo más importante de esta palabra son los elementos externos de su definición; el celibato no se define por lo que es, sino por lo que no es. El caso es que se trata de una palabra muy antigua: su forma latina es caelebs, caelibis. La usan los autores clásicos con el mismo valor que le damos ahora: célibe, no casado. Al usarse también para los animales, los diccionarios añaden el valor de «no emparejado»; pero creo que no es aplicable este valor al hombre. El sustantivo caelibatus lo usan ya Séneca y su coetáneo Suetonio, gramático. Se sospecha la relación entre caélibis y kolobhV (kólobes). En torno a esta raíz tenemos los significados de mutilado, cortado, truncado. Si fue kolobh (kólobe) = especie de túnica corta y sin mangas, la palabra a partir de la que se formó caelebs sería por ser el vestido propio de las célibes. Otra etimología que circula por los diccionarios, muy del estilo de las de san Isidoro, es la que interpreta la palabra caelibatus como resultado de la fusión de koith (kóite) y leipw (léipo), abandono del coito. La definición más depurada de celibato es la de «estado opuesto al del matrimonio»; no comprende por tanto la viudez. Celibato es soltería. Este es su mejor sinónimo. Es evidentemente un cultismo, que se usa en contexto más bien jurídico.

Si atendemos al uso de la palabra celibato, no es preciso fatigarnos para llegar a la conclusión de que su sustancia no es la abstención de relaciones sexuales, sino la ausencia de matrimonio, es decir de unión legítima, con los derechos que de ello se derivan, muy en especial el de descendencia. Ahí estamos. El hecho de que una sociedad defienda la soltería de una parte considerable de sus miembros, no puede interpretarse exclusivamente en clave religiosa; sólo con que hubiese sido necesaria la acción reproductora de todos los miembros de la sociedad, la opción del celibato hubiese sido inconcebible. La historia nos ofrece ejemplos abundantes de que ni siquiera el celibato eclesiástico consistió esencialmente en la renuncia a las relaciones sexuales (ahí tenemos a nuestro Arcipreste de Hita ocupado mucho más en el amor de las mujeres que en el amor de Dios). La prohibición importante era la de casarse, y sobre todo la de tener descendencia. Garantizado esto, la conducta de los clérigos, empezando por el mismo papa, tuvo épocas nada edificantes. Lo sustancial, que era frenar la reproducción, y preservar los bienes del colectivo de célibes para el sostén de ese mismo colectivo, quedó siempre a salvo. El aspecto doctrinal del celibato, el que se refiere a la abstinencia sexual, tiene su fundamento, muy débil ciertamente, en san Pablo. Digo débil porque siendo algo deseable, fue practicado por muy pocos miembros de la jerarquía apostólica, y tardó bastantes siglos en abrirse camino la idea de que debía extenderse a toda la iglesia. Como dice el mismo san Pablo en la carta a los Corintios, «más vale casarse que quemarse»; el mantenerse célibe renunciando además a toda actividad sexual para estar siempre ardiendo y alimentando el fuego, no es precisamente la solución en la que pensó san Pablo. Eso da pie a pensar que cuando por fin se extendió el celibato a todos los clérigos (en la iglesia de oriente, a partir de los obispos), y además se añadieron legiones de monjes y monjas, la principal motivación no fue la castidad (que no forma parte estricta del concepto de celibato), sino la soltería y la renuncia a reproducirse.