SEMANA SANTA
Todos los pueblos de
nuestro ámbito cultural han encontrado la manera de dar
suelta a sus sentimientos de alegría en ritos, celebraciones
y mitos entrañables cuya máxima expresión se concentra en
las fiestas navideñas. Pero no todos aciertan a dar
expresión ritual a los sentimientos de dolor. La salud
espiritual de las personas y los pueblos exige que se
cultiven los sentimientos con los que se configura el alma
individual y colectiva, y que éstos tengan cauces seguros
por los que discurrir.
Todos han acertado a
crear cauces para la alegría, pero son muchos menos los que
han dado con fórmulas recias para expresar la pasión y el
dolor, sentimientos que anegan a menudo nuestras almas y que
necesitan gárgolas por las que desaguar. La Iglesia creó los
ritos de Semana Santa, bellísimos, en los que se deslizan
con austera serenidad, junto con la memoria de la pasión y
muerte de Jesús, los sentimientos propios de quien vive
intensamente estos recuerdos.
Es la ocasión para
mezclar con la pasión de Cristo y de su madre (Stabat
mater dolorosa, iuxta crucem lacrimosa...), los propios
dolores, las pasiones que arden y nos consumen, las
frustraciones, las decepciones, abandonos, desengaños y
traiciones, las angustias, necesidades y estrecheces, las
enfermedades y la muerte de los seres queridos... Terapia
colectiva, en comunión con los propios dioses sufrientes,
que libera las almas y las limpia de las toxinas que las
envenenan.
Del mismo modo que la
tragedia griega fue volcando en las máscaras del drama los
posos de maldad que las costumbres decantaron, así la
Iglesia primero, y luego las cofradías de seglares crearon
sus dramas sacros para purificarse en ellos de cuanto
lastraba sus almas.
Es la dramaturgia del
dolor en sus más variadas expresiones. Cortejos de
encapuchados andando gravemente ante los pasos. Penitentes
de no se sabe qué pecados, arrepentidos que arrastran
dolorosamente sus cadenas, sus pies descalzos, sus rodillas
en el duro asfalto. Grave retumbar de tambores, una sentida
saeta que hiende el silencio. Costaleros que quieren
expulsar los pesares del alma con el peso abrumador de los
pasos.
Un minucioso ritual
que parece ir improvisándose en cada momento, que derrama su
gracia santificante y purificadora no sólo en los
celebrantes, sino también en los asistentes. Cada hermandad,
cada paso, cada procesión, cada pueblo son distintos, pero
todos tienen en común una extraña religiosidad, a veces
abundantemente regada, un no sé qué que sobrecoge. Autos
sacramentales en los que se cruzan ritos de todos los
tiempos. Hermandades de muchísimos en el dolor, hermanadas
con todas las demás hermandades. Culto de identidades
compatibles con todas las identidades.
Religiosidad
profundamente laica que hace descansar la religión en el
pueblo, que no atiende a dogmas ni ortodoxias, y que se
mantiene siglos y siglos, en una síntesis de cristianismo,
paganismo y animismo. Ahí estamos ante la Semana Santa
reverentes, emocionados, respetuosos y amantes de todas sus
formas. También en ella está nuestra alma.

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