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FIESTAS DE SAN JUAN


SAN JUAN EN LA CONSTRUCCIÓN DEL ESPÍRITU DEL HOMBRE 

Los fuegos con que celebramos en el siglo XXI el solsticio de verano, empujan nuestra imaginación hacia los fuegos con que se celebraban los solsticios hace decenas de miles de años. Nuestros remotos antepasados tenían ante sí el reto del tiempo: si no conseguían capturarlo y encerrarlo en razones, no podían dar el gran salto a la racionalidad. 

El arduo estudio del tiempo fue pues la forja de la inteligencia humana. Los constructores de Sonehenge, el sobrecogedor templo del Sol que nos dejó la cultura megalítica, no lo hicieron agricultores ni ganaderos: todavía le faltaban al hombre milenios para empuñar el cayado y la azada, y sin embargo ya estaba adorando al Sol. 

Pero no se trataba de una adoración supersticiosa e ignorante: no adoraban a un dios desconocido, sino al centro y motor de toda la vida, cuyo conocimiento profundo pusieron de manifiesto en la construcción de los templos solares. Y lo más sorprendente es que estaban en esa observación minuciosa e incansable del cielo cuando los conocimientos que de él obtenían carecían del menor valor práctico. La única utilidad que obtuvieron de ese conocimiento fue la sabiduría (porque de sabiduría hemos de hablar) y los templos en que la plasmaron. Fue muchos miles de años después, cuando pudieron sacarle utilidades al dominio del tiempo iniciado por un conocimiento exhaustivo de los desplazamientos del Sol con respecto a la Tierra. 

Me asalta incluso la duda de si nuestros ancestros no estarían más admirados por su enorme capacidad de conocer aquellos insondables misterios del cielo y de la tierra, que por los mismos misterios que descubrían. Y a veces caigo en la tentación de creer que los monumentos megalíticos son en fin de cuentas monumentos a la inteligencia del hombre que fue capaz de levantarlos, y punto de referencia para medir el ritmo de progresión (o vaya a saber si de regresión) de la inteligencia humana. 

Porque hay una cosa más: en los templos al Sol hay plasmadas muchas y muy complejas razones: por eso al hombre que los construyó hay que suponerle un notable desarrollo del lenguaje, porque sólo en la palabra somos capaces de sostener las razones. Cuando celebramos al sol, celebramos al tiempo nuestra capacidad de conocerlo; y esto forma parte también de la celebración de San Juan, que es al fin y al cabo la celebración de la grandeza del hombre.  

Es una gran fortuna que persista en el corazón de nuestra cultura materialista un hecho religioso que nos viene de cuando la religión nacía de la naturaleza, y no de la voluntad de poder. La religión, no más ni menos que el hambre o el impulso generativo, fue un instrumento más del que se valieron los sucesivos señores del hombre para ganarse la voluntad del hombre. Los tres impulsos nacieron de la naturaleza, y por eso eran más fáciles de explotar. También la religión. Y del mismo modo que contemplamos cuánto contribuyeron a avivar nuestra inteligencia y nuestra voluntad las hambres artificialmente provocadas, debiéramos valorar también cuánto contribuyó a formar nuestra humanidad la religión mucho antes de que se convirtiera en presa de los dominadores. La fiesta de San Juan es una clara muestra de la primitiva inteligencia humana. 

ORIGEN DE LA PALABRA

SAN JUAN

Inter natos mulíerum non surrexit mayor Joanne Baptista
Entre los nacidos de mujer no surgió nadie mayor que Juan Bautista. Lucas, 7,28

San Juan es, además del nombre de un gran personaje, el de una gran fiesta. El gran personaje lo es en el cristianismo por haber sido el precursor de Jesús y porque éste lo puso por los aires. De él es la frase del encabezamiento, que repite la iglesia en el oficio litúrgico de San Juan Bautista. No es su biografía la que le valió el puesto que ocupa, sino su jerarquía entre las grandes figuras del cristianismo, igual que San José y la Virgen. 

El caso es que las dos grandes fiestas del año que el cristianismo se encontró, fueron a parar a Cristo y a San Juan. Y no en primera instancia, porque antes de incorporar a su calendario y renombrar las fiestas de los solsticios, intentó desarraigarlas de las costumbres de la población romana convertida, pero tuvo que rendirse ante la fuerza de las costumbres. Otro tanto le ocurrió con la fiesta de la conmemoración de los difuntos: el cristianismo no tuvo manera de acabar con aquellos ritos animistas, y optó por cristianizarlos. 

En el reparto se primó a Cristo, naturalmente: el solsticio de invierno cae en período de inactividad agrícola (el trabajo que ocupa a la mayor parte de la humanidad recién civilizada), y por tanto se pueden dedicar muchos días a esta celebración; por eso se dedicaron estas fiestas al nacimiento de Cristo. El solsticio de verano en cambio, cae en plena siega, el momento más decisivo del trabajo agrícola, por lo que sólo se puede dedicar un día a celebrarlo. Por eso le cayó en suerte al segundo en importancia, San Juan Bautista, que ocupó el lugar de Apolo. Nos quedaría la pregunta de por qué no se asignó esta fiesta a la Madre de Dios. La respuesta es que tardó mucho en aparecer esta figura en el cristianismo. La labor de los primeros siglos fue la de introducir al mismo Cristo, frente a la oposición del arrianismo, empeñado en negar su divinidad. 

Por la fuerza que conservan las fiestas del solsticio de verano en muchas culturas (en la nuestra, con el nombre de San Juan), podríamos pensar que la fiesta grande de verdad en la cultura animista era el solsticio de verano. Es en efecto la estación en que se vive más en contacto con la naturaleza; es la auténtica fiesta del fuego (el sol capturado y dominado), son las hogueras, son los ritos de fertilidad (de nuevo el fuego es el gran símbolo, y le siguen el agua y la verbena), es la plena simbiosis con la naturaleza: sol, fuego, agua, hierbas, para ser aceptado y premiado por la naturaleza. Estas formas de celebración tienen sus mayores posibilidades en verano. 

También en el solsticio de invierno la esencia de la Nochebuena es mantenerse despierto para acompañar al Sol en su primer día de camino cielo arriba. Pero en el de verano, en esta parte del Mediterráneo no es sólo pasarse la noche en vela celebrando la vida, sino bañarse en el sol que se levanta del mar. Ahí es donde el rito alcanza su plenitud. No es extraño que el nombre de Juan tenga una historia tan pletórica. No es el Bautista el que levantó tanto entusiasmo, sino sus fiestas llenas de misterio y seducción.

 

SAN JUAN

Uno de los fundamentos del valor de muchos nombres, no es el propio nombre, ni siquiera lo que éste representa, sino las fiestas que en torno a él se celebran. Y cuanto mayores son éstas, tanto mayor es el nombre; de manera que bien podemos decir que las fiestas son fuente principalísima de nombradía.

No fue san Juan el origen de su fiesta (grande entre las grandes, con vigilia y octava), sino que existiendo ya la fiesta, pagana e idólatra desde sus mismas raíces, y no siendo posible extirparla, porque a ella iban vinculados ritos irrenunciables, se optó por cambiarle el nombre, el titular.

Así, lo que fueron siempre las fiestas del Sol (su última personificación, Apolo), pasaron a convertirse en las fiestas de san Juan. De la natividad de san Juan. Porque siendo una fiesta de vida (así se han conceptuado siempre los dos solsticios), no podía conmemorarse en ella la muerte de un santo, como es norma. Así pues, san Juan es la Navidad del verano. No fue la relevancia del personaje histórico, análoga a la de tantos otros, e incluso por debajo de algunos, lo que disparó el prestigio de este santo y de su nombre, sino la fiesta que a él se aparejó.

Hay que hacer notar también que, teniendo el cristianismo su gran divinidad femenina (así resulta de la aplicación de la terminología común a todas las religiones), la Madre de Dios no fue la elegida para presidir el solsticio de verano (ocupado el de invierno por su hijo, el Hombre-Dios); porque el Sol es, en la cultura de la que provenimos, una divinidad masculina.
Es imposible adivinar a estas alturas cuáles fueron los motivos que indujeron a la cristiandad a asignar a Juan el Bautista la titularidad de una de las dos fiestas del año vividas por el pueblo como las más grandes. Fue quizá su carácter de símbolo de lo precristiano, de lo selvático, primitivo y anterior a la nueva fe pero en armonía con ella, porque se trató de renombrar una fiesta pagana. El caso es que fue el Bautista el nuevo titular de la gran fiesta solar, y con el esplendor de ésta, que se completó con el de la liturgia, creció el nombre de Juan hasta límites insospechados. Se convirtió en uno de los nombres más queridos en todos los estamentos.

En la Iglesia abundó hasta el extremo de que alcanzó este nombre el más alto ordinal entre los papas (el XXIII; este último por partida doble); a la hora de nacer la leyenda de una papisa, se llama precisamente Juana. Y si nos remitimos al santoral, pasan de 100 los que llevando este nombre merecieron el honor de los altares, incluidas algunas Juanas (las más célebres, Juana de Arco, Juana de Orvieto, Juana de Portugal, Juana Francisca Frémyot de Chantal).
Y si vamos a los reyes y reinas y príncipes, su listado es interminable, tanto en oriente como en occidente. Y si atendemos al estado llano, basta recordar la expresión "Juan y Pedro", que era equivalente a "quien sea", "uno cualquiera", "no importa quién", para entender que estos dos nombres se llevaron la palma de la popularidad.
Y si miramos finalmente a la geografía, el nombre de San Juan aparece repetido centenares de veces en todo el mundo. Es el prestigio que arrastra un nombre ya infinito, que por si fuera poco lleva aparejada la mayor de las fiestas, con lo que queda vinculado el lugar a esas tradiciones en que se mezclan los ancestros, el santo y las historias y costumbres propias. He ahí, pues, un nombre que se ha hecho grande gracias a sus fiestas. Porque allí donde no se ha ahogado la tradición, San Juan es, antes que cualquier otra cosa, la gran fiesta que abre el verano.

EL ALMANAQUE se detiene hoy en la antiquísima verbena.

VERBENA

Es una palabra polisémica: todo hablante reconoce en ella las celebraciones en la noche que precede a las grandes festividades veraniegas (en La Verbena de la Paloma tenemos fijado este valor), y la hierba curativa y milagrera que en las noches mágicas tiene determinadas propiedades fecundantes y curativas. Este parece que fue el significado que dio origen a la celebración de las verbenas, fiestas vitalistas en que se despliegan toda clase de símbolos y ritos de vida y fecundidad.

La palabra nos viene directamente del latín, sin alteración alguna: verbena es su forma original. Parece evidente su condición de derivado de verber (varita, verga, mimbre), que dio lugar al verbo verberare (azotar, golpear, apalear, herir, sacudir), y a los sustantivos verberatio, que es la acción de azotar o vapulear, y verbero (ac. verberonem), que es como se llamaba al merecedor de azotes, al bribón. Volviendo a su origen, verber, parece obvio, por cuanto los romanos dieron el nombre de verbena a las frondas sagradas, es decir a las ramas de los árboles sagrados: el laurel, el olivo y el mirto (arrayán), y luego también y especialmente el romero; parece obvio que en todo caso se trataba de ramas, y no de hierbas. Siendo así, es inevitable asociar este nombre con el que tiene todos los visos de ser su forma verbal: verberare, y pasar de ahí a los ritos en que la verberatio jugaba un papel decisivo. 

Como referente clásico e inconcuso tenemos las Lupercales, esas fiestas romanas en que los sacerdotes lupercos, cubiertos con las pieles de los corderos y perros recién inmolados, corrían tras la multitud con correas hechas de esas mismas pieles, golpeando con éstas en especial a las mujeres para atraer la fecundidad sobre ellas. Con la abundancia de referentes de este género en todas las culturas, me cuesta creer que la verbena no tenga ninguna relación con el verberare, cuando sí tienen que ver las verbenas con rituales de fertilidad y con fiestas que en ella desembocan. 

En España se han cruzado la verbena romana con la celta (parece que en este caso se trata claramente de hierbas y pócimas), y por supuesto con otros sustratos culturales, por lo que es imposible fijar un valor único para la verbena; me limito por tanto a indicar la afinidad de ésta con el verbo que significa azotar, y el valor ritual y mágico de los azotes con objetos sagrados (en este caso, ramas sagradas, llamadas por los romanos verbenas).

Redondeando la información sobre esta palabra, hay que decir que en ella se cifra la presencia de la vegetación (en su forma más noble, que es el árbol, representado por una parte del mismo, la fronda, es decir la rama) en los ritos romanos. Entre las ofrendas que se hacían a los dioses figuraban por tanto las ramas de los árboles más nobles: el laurel, el olivo y el mirto. Con ellas se adornaba el altar, los sacerdotes y las víctimas. Se llamaban también por ello ságmina (de la misma raíz que sacer, sacrum, sacramentum), que significa hierba o rama sagrada; y los feciales (sacerdotes) que las llevaban, recibían el nombre de verbenarius o verbenatus. Precisamente uno de los significados por los que pasó la verbena fue por el de romero: cuando tenían que salir de la patria, los feciales llevaban consigo una planta de romero con toda la tierra y piedras adheridas a las raíces,en señal de que no abandonaban la tierra patria.

ORIGEN DEL NOMBRE

JUAN

Procede del hebreo Yo-hasnam, con el significado de "Dios es misericordioso". Otra etimología muy cercana es la de Jo-hanan o Jo-hannes, que significa "Dios está a mi favor". Empezando por san Juan Bautista, la personalidad de los santos y otros hombres insignes que han llevado este nombre, es inconmensurable. Es uno de los nombres más grandes de la cristiandad y uno de los más frecuentes. En efecto, ciento veinte santos , decenas de reyes y príncipes y papas; de artistas, literatos, científicos... dan fe de que la grandeza de este nombre nunca ha conocido barreras.

San Juan Bautista es el príncipe del santoral cristiano:es el único santo del que se celebra el nacimiento y no la muerte, y su fiesta, el 24 de junio, es una fiesta solar, de luz y de fuego, decantación de los más antiguos ritos de la humanidad en la más grande de todas las fiestas. Mientras Jesús ocupa el solsticio de invierno (la Iglesia optó por cambiar su titular, al ver que era imposible suprimir estas fiestas), san Juan toma posesión del solsticio de verano porque fue imposible erradicar las ancestrales celebraciones solares. Y fue precisamente el hecho de la vinculación de su nombre a las fiestas más esplendorosas y más vitalistas, lo que elevó su prestigio hasta límites que sólo milenios de historia pueden explicar. Pero no es gratuita la coincidencia entre el ancestral culto solar y san Juan Bautista. El personaje es de una gran talla: es un Sol menor que abre camino al gran Sol que es Cristo, con una firmeza que hace temblar al mismo rey Herodes. Tenía el Bautista una misión, y nada le acobardó. Prearaba los caminos del Señor. Era La Voz que clamaba en el desierto. No se callaba cuando no se debe callar: cuando veía los abusos del poder, no giraba la cabeza, aunque no le afectasen directamente; por eso acabó su cabeza servida en la bandeja de Salomé. Una cabeza que el mismo Herodes valoró en la mitad de su reino. San Juan Bautista abrió de par en par las puertas del cielo a los Juanes, que tras él entraron en legión: san Juan Evangelista, el discípulo predilecto de Jesús; san Juan Crisóstomo, uno de los más grandes oradores de todos los tiempos; san Juan Bautista de la Salle, fundador de las Escuelas Cristianas; san Juan de la Cruz, el poeta que divinizó el amor humano y humanizó el amor divino; san Juan I papa, iniciador de la serie de grandes papas que llegó hasta el humanísimo Juan XXIII; san Juan de Dios, fundador de los Hermanos Hospitalarios, y así hasta ciento veinte santos. Y a su lado, engrandeciendo aún más tan gran nombre, infinidad de hombres de toda época y condición, que han amado y aman este nombre con todo lo que representa, orgullosos de compartir onomástica con todos ellos.

El nombre de Juan tiene un encanto y una virtud invencibles. Se impone con la fuerza positiva del mismo Sol, con la viveza del fuego, con la fecundidad de la verbena. "Entre los nacidos de mujer, nadie más grande que Juan el Bautista" . El gran número de Juanes inmensos que han poblado la historia y han calado hasta el fondo de nuestros corazones, garantiza para siempre la excelencia de un nombre que podrá extenderse más, pero no enaltecerse más. ¡Felicidades, Juan!

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