EL ALMANAQUE  - 12 Meses 12 Causas 

1� CAUSA - No Violencia y Paz

Donna Race - Radiance of Peace
Radiance of Peace
Donna Race
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Calendarios 2007. Agendas 2007 M�sica, Cine, Artes, fantasias,...   

 


12 meses, 12 causas 

Para las calendas se hicieron los calendarios. Ayer las calendas fueron las lecturas e incluso las representaciones religiosas en que se recordaban la vida y prodigios de los santos que sirvieron de patrones de conducta a nuestros antepasados. 

Hoy, sin rechazar �stas, que son un precioso legado de la tradici�n, conviene ofrecer alternativas acordes con las conciencia actual. 

En un almanaque moderno debe haber adem�s de las tradicionales, otras calendas, y han de referirse a tantas causas que tenemos pendientes. 

Por eso, igual que la iglesia instituy� el santoral, empezando por llenar unas pocas casillas de todo el a�o, y acabando por llenarlas todas; as� tambi�n la UNESCO, el organismo de las Naciones Unidas que ha asumido la responsabilidad de velar por la educaci�n, la ciencia y la cultura a nivel global, ha creado sus propias calendas, que son los d�as dedicados en todo el mundo a una causa determinada. 

EL ALMANAQUE quiere contribuir a consolidar esta meritoria l�nea cultural, dedicando cada uno de los 12 meses del a�o a una causa, y atendiendo a los d�as mundiales que se van sucediendo a lo largo de cada mes. 

Ser�n nuestras calendas especiales, expuestas en los respectivos calendarios que ofrecemos en esta secci�n. Ofreceremos en cada caso nuestros materiales, complementados con enlaces a lo mejor que hay en la red con respecto a cada tema. 

Confiamos en que quienes dedican alg�n tiempo a su propia formaci�n o a la de otros, encontrar�n en esta nueva formulaci�n de EL ALMANAQUE los materiales que les permitan abordar cada uno de los temas a los que se dedican meses y d�as, con amplitud y con profundidad.

 


ENERO - JANUARY 
LUNES MARTES MI�RCOLES JUEVES VIERNES S�BADO DOMINGO

 

 

 

 

 

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Dia Mundial de la Lepra

 

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D�a Escolar de la No Violencia y de la Paz

 

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Portada | Febrero

30 de enero D�a Escolar de la No Violencia y de la Paz

Este d�a se celebra cada a�o el 30 de enero, desde 1964,
en el aniversario de la muerte del Mahatma Gandhi.

Propugna una educaci�n permanente en y para la concordia, la tolerancia, la solidaridad,
el respeto a los derechos humanos, la no-violencia y la paz.

ENLACES DE INTER�S

Edualter Red de Recursos Educativos de Educaci�n para la Paz, el Desarrollo y la Interculturalidad
Paz y Cooperaci�n https://es.geocities.com/ahimsadenip/denip.spanish.html
Educa en la Red Recursos educativos de educaci�n para el desarrollo.
Sedupaz
Seminario de Educaci�n para la Paz de la Asociaci�n Pro-Derechos Humanos de Espa�a.
AI-Paz Asociaci�n Espa�ola de centros de investigaci�n por la paz
IEARN
Red educativa internacional: recursos, proyectos, debates, ...
EIP
Asociaci�n Mundial "Escuela instrumento de Paz".
IPRA
International Peace Research Association
People for Peace
People for Peace Project
Fellowship of Reconciliation MIR-IFOR. Movimiento internacional de la Reconciliaci�n.
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ PACEM IN TERRIS. Una tarea permanente.
Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II. 1 de enero de 2003

MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACI�N DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2004

UN COMPROMISO SIEMPRE ACTUAL: EDUCAR A LA PAZ  

Me dirijo a vosotros, Jefes de las Naciones, que ten�is el deber de promover la paz.

A vosotros, Juristas, dedicados a abrir caminos de entendimiento pac�fico, preparando convenciones y tratados que refuerzan la legalidad internacional.

A vosotros, Educadores de la juventud, que en cada continente trabaj�is incansablemente para formar las conciencias en el camino de la comprensi�n y del di�logo.

Y me dirijo tambi�n a vosotros, hombres y mujeres que sent�s la tentaci�n de recurrir al terrorismo como instrumento inaceptable, comprometiendo as�, desde la ra�z, la causa por la cual est�is combatiendo.

Escuchad todos el humilde llamamiento del sucesor de Pedro que grita: �A�n hoy, al inicio del nuevo a�o 2004, la paz es posible. Y, si es posible, la paz es tambi�n una necesidad apremiante.

Una iniciativa concreta

1. El primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, al inicio de enero de 1979, se centraba en el lema: �Para lograr la paz, educar a la paz�.

Con aquel Mensaje de A�o Nuevo se continuaba el plan trazado por Pablo VI, el cual hab�a querido para el 1 de enero de cada a�o la celebraci�n de una Jornada Mundial de oraci�n por la Paz. Recuerdo las palabras del mencionado Pont�fice en el A�o Nuevo de 1968: �Ser�a nuestro deseo que despu�s, cada a�o, esta celebraci�n se repitiese como presagio y como promesa, al principio del calendario que mide y describe el camino de la vida en el tiempo, de que sea la Paz con su justo y ben�fico equilibrio la que domine el desarrollo de la historia futura�.(1)

Haciendo m�o el deseo expresado por mi venerado Predecesor en la C�tedra de Pedro, cada a�o he mantenido esta noble tradici�n dedicando el primer d�a del a�o civil a la reflexi�n y la oraci�n por la paz en el mundo.

En los veinticinco a�os de Pontificado, que el Se�or me ha concedido hasta ahora, no he dejado de levantar mi voz, ante la Iglesia y ante el mundo, para invitar a los creyentes, as� como a todas las personas de buena voluntad, a hacer propia la causa de la paz, para contribuir a la realizaci�n de este bien primordial, asegurando as� al mundo una era mejor, en serena convivencia y respeto rec�proco.

Este a�o siento tambi�n el deber de invitar a los hombres y mujeres de cada continente a celebrar una nueva Jornada Mundial de la Paz. En efecto, la humanidad necesita m�s que nunca reencontrar la v�a de la concordia, al estar estremecida por ego�smos y odios, por af�n de poder y deseos de venganza.

La ciencia de la paz

2. Los once Mensajes dirigidos al mundo por el Papa Pablo VI han trazado progresivamente las coordenadas del camino a recorrer para alcanzar el ideal de la paz. Poco a poco el gran Pont�fice fue ilustrando los diversos cap�tulos de una verdadera y propia �ciencia de la paz�. Puede ser �til recordar los temas de los Mensajes dejados por el Papa Montini para dicha ocasi�n.(2)

Cada uno de ellos conserva a�n hoy una gran actualidad. Incluso frente al drama de las guerras que, al comienzo del Tercer Milenio, todav�a ensangrientan las regiones del mundo, sobre todo en Oriente Medio, estos escritos, en algunos de sus pasajes, tienen el valor de avisos prof�ticos.

Glosario de la paz

3. Por mi parte, a lo largo de estos veinticinco a�os de Pontificado, he procurado avanzar por el camino iniciado por mi venerado Predecesor. Al comienzo de cada nuevo a�o, he exhortado a las personas de buena voluntad a reflexionar, a la luz de la raz�n y de la fe, sobre los diversos aspectos de una convivencia ordenada.

Ha surgido as� una s�ntesis de doctrina sobre la paz, que es como un glosario sobre este argumento fundamental; un glosario f�cil de entender para quien tiene el �nimo bien dispuesto, pero al mismo tiempo extremamente exigente para toda persona sensible al porvenir de la humanidad.(3)

Los distintos aspectos de la paz ya han sido ilustrados abundantemente. Ahora no queda m�s que actuar para que el ideal de la convivencia pac�fica, con sus precisas exigencias, entre en la conciencia de los individuos y de los pueblos. Los cristianos sentimos, como caracter�stica propia de nuestra religi�n, el deber de formarnos a nosotros mismos y a los dem�s para la paz . En efecto, para el cristiano proclamar la paz es anunciar a Cristo que es � nuestra paz� (Ef 2,14) y anunciar su Evangelio que es �el Evangelio de la paz� (Ef 6,15), exhortando a todos a la bienaventuranza de ser �constructores de la paz� (cf. Mt 5,9).

Educar a la paz

4. En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1o de enero de 1979 dirig�a ya este llamamiento: �Para lograr la paz, educar a la paz�. Esto es hoy m�s urgente que nunca porque los hombres, ante las tragedias que siguen afligiendo a la humanidad, est�n tentados de abandonarse al fatalismo, como si la paz fuera un ideal inalcanzable.

La Iglesia, en cambio, ha ense�ado siempre y sigue ense�ando una evidencia muy sencilla: la paz es posible. M�s a�n, la Iglesia no se cansa de repetir: la paz es necesaria. �sta se ha de construir sobre las cuatro bases indicadas por el Beato Juan XXIII en la Enc�clica Pacem in terris: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Se impone, pues, un deber a todos los amantes de la paz: educar a las nuevas generaciones en estos ideales, para preparar una era mejor para toda la humanidad.

Educar a la legalidad

5. En este cometido de educar a la paz, se ve la urgente necesidad de ense�ar a los individuos y los pueblos a respetar el orden internacional y observar los compromisos asumidos por las Autoridades, que los representan leg�timamente. La paz y el derecho internacional est�n �ntimamente unidos entre s�: el derecho favorece la paz.

Desde los albores de la civilizaci�n, las agrupaciones humanas que se formaron establecieron acuerdos y pactos para evitar el uso arbitrario de la violencia y buscar una soluci�n pac�fica a las controversias que surg�an. Adem�s de los ordenamientos jur�dicos de cada pueblo, se form� progresivamente otro conjunto de normas que fue calificado como jus gentium (derecho de gentes). Con el paso del tiempo, �ste se fue difundiendo y precisando a la luz de las vicisitudes hist�ricas de los pueblos.

Este proceso tuvo notable auge con el nacimiento de los Estados modernos. A partir del siglo XVI juristas, fil�sofos y te�logos se dedicaron a elaborar los diversos cap�tulos del derecho internacional, bas�ndolo en postulados fundamentales del derecho natural. En este proceso tomaron forma, con mayor fuerza, unos principios universales que son anteriores y superiores al derecho interno de los Estados, y que tienen en cuenta la unidad y la com�n vocaci�n de la familia humana.

Entre todos estos principios destaca ciertamente aqu�l seg�n el cual pacta sunt servanda: los acuerdos firmados libremente deben ser cumplidos. �sta es la base y el presupuesto inderogable de toda relaci�n entre las partes contratantes responsables. Su violaci�n llevar�a a una situaci�n de ilegalidad y de consiguientes roces y contraposiciones, que tendr�an repercusiones negativas duraderas. Es oportuno recordar esta regla fundamental, sobre todo en los momentos en que se percibe la tentaci�n de apelar al derecho de la fuerza m�s que a la fuerza del derecho.

Uno de estos momentos fue sin duda el drama que experiment� la humanidad durante la segunda guerra mundial: una espiral de violencia, destrucci�n y muerte, como nunca se hab�a conocido hasta entonces.

La observancia del derecho

6. Aquella guerra, con los horrores y las terribles violaciones de la dignidad humana que caus�, llev� a una renovaci�n profunda del ordenamiento jur�dico internacional. La defensa y promoci�n de la paz fueron el centro de un sistema normativo e institucional actualizado ampliamente. Para proteger la paz y la seguridad global, y fomentar los esfuerzos de los Estados para mantener y garantizar estos bienes fundamentales de la humanidad, los Gobiernos crearon una organizaci�n espec�fica al respecto �la Organizaci�n de las Naciones Unidas� con un Consejo de Seguridad dotado de amplios poderes de acci�n. Como eje del sistema se puso la prohibici�n del recurso a la fuerza. Una prohibici�n que, seg�n el conocido Cap. VII de la Carta de las Naciones Unidas, prev� �nicamente dos excepciones. Una confirma el derecho natural a la leg�tima defensa, que se ha de ejercer seg�n las modalidades previstas en el �mbito de las Naciones Unidas; por consiguiente, dentro tambi�n de los tradicionales l�mites de la necesidad y de la proporcionalidad.

La otra excepci�n es el sistema de seguridad colectiva, que atribuye al Consejo de Seguridad la competencia y responsabilidad para el mantenimiento de la paz, con poder de decisi�n y amplia discrecionalidad.

El sistema elaborado con la Carta de las Naciones Unidas deb�a haber preservado a �las futuras generaciones del azote de la guerra, que dos veces, en el arco de tiempo de una vida humana, ha infligido indecibles sufrimientos a la humanidad�.(4) En los decenios sucesivos, sin embargo, la divisi�n de la comunidad internacional en bloques contrapuestos, la guerra fr�a en una parte del globo terrestre, as� como los violentos conflictos surgidos en otras regiones y el fen�meno del terrorismo, han producido un alejamiento creciente de las previsiones y expectativas de la inmediata posguerra.

Un nuevo ordenamiento internacional

7. Sin embargo, es preciso reconocer que la Organizaci�n de las Naciones Unidas, incluso con l�mites y retrasos debidos en gran parte al incumplimiento por parte de sus miembros, ha contribuido a promover notablemente el respeto de la dignidad humana, la libertad de los pueblos y la exigencia del desarrollo, preparando el terreno cultural e institucional sobre el cual construir la paz.

La acci�n de los Gobiernos nacionales recibir� un gran impulso al constatar que los ideales de las Naciones Unidas est�n muy extendidos, especialmente a trav�s de los gestos concretos de solidaridad y de paz de tantas personas que trabajan en las Organizaciones No Gubernativas y en los Movimientos en favor de los derechos humanos.

Se trata de un significativo est�mulo para una reforma que capacite a la Organizaci�n de las Naciones Unidas para funcionar eficazmente en la consecuci�n de sus propios objetivos estatutarios, todav�a v�lidos: �la humanidad, enfrentada a una etapa nueva y m�s dif�cil de su aut�ntico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional�(5) Los Estados deben considerar este objetivo como una precisa obligaci�n moral y pol�tica, que requiere prudencia y determinaci�n. Renuevo a este respecto el deseo formulado en 1995: �Es preciso que la Organizaci�n de las Naciones Unidas se eleve cada vez m�s de la fr�a condici�n de instituci�n de tipo administrativo a la de ser centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan en su casa, desarrollando la conciencia com�n de ser, por as� decir, una �familia de naciones��.(6)

La plaga funesta del terrorismo

8. Hoy el derecho internacional tiene dificultades para ofrecer soluciones a las situaciones conflictivas derivadas de los cambios en el panorama del mundo contempor�neo. En efecto, estas mismas situaciones cuentan frecuentemente entre sus protagonistas con agentes que no son Estados, sino entes derivados de la disgregaci�n de los Estados mismos, o vinculados a reivindicaciones independentistas, o bien relacionados con aguerridas organizaciones criminales. Un ordenamiento jur�dico constituido por normas elaboradas a lo largo de los siglos para regular las relaciones entre Estados soberanos encuentra dificultades para hacer frente a conflictos en los que intervienen tambi�n entes no asimilables a las caracter�sticas tradicionales de un Estado. Esto vale, concretamente, para el caso de los grupos terroristas.

La plaga del terrorismo se ha hecho m�s virulenta en estos �ltimos a�os y ha producido masacres atroces que han obstaculizado cada vez m�s el proceso del di�logo y la negociaci�n, exacerbando los �nimos y agravando los problemas, especialmente en Oriente Medio.

Sin embargo, para lograr su objetivo, la lucha contra el terrorismo no puede reducirse s�lo a operaciones represivas y punitivas. Es esencial que incluso el recurso necesario a la fuerza vaya acompa�ado por un an�lisis l�cido y decidido de los motivos subyacentes a los ataques terroristas. Al mismo tiempo, la lucha contra el terrorismo debe realizarse tambi�n en el plano pol�tico y pedag�gico: por un lado, evitando las causas que originan las situaciones de injusticia de las cuales surgen a menudo los m�viles de los actos m�s desesperados y sanguinarios; por otro, insistiendo en una educaci�n inspirada en el respeto de la vida humana en todas las circunstancias. En efecto, la unidad del g�nero humano es una realidad m�s fuerte que las divisiones contingentes que separan a los hombres y los pueblos.

En la necesaria lucha contra el terrorismo, el derecho internacional ha de elaborar ahora instrumentos jur�dicos dotados de mecanismos eficientes de prevenci�n, control y represi�n de los delitos. En todo caso, los Gobiernos democr�ticos saben bien que el uso de la fuerza contra los terroristas no puede justificar la renuncia a los principios de un Estado de derecho. Ser�an opciones pol�ticas inaceptables las que buscasen el �xito sin tener en cuenta los derechos humanos fundamentales, dado que !el fin nunca justifica los medios

Aportaci�n de la Iglesia

9. �Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos ser�n llamados hijos de Dios� (Mt 5,9). �C�mo esta palabra, que invita a trabajar en el inmenso campo de la paz, podr�a tener resonancias tan intensas en el coraz�n humano si no correspondiera a un anhelo y una esperanza que nosotros tenemos de manera imborrable? Y, �por qu� otro motivo los que trabajan por la paz ser�n llamados hijos de Dios, si no es porque �l, por su naturaleza, es el Dios de la paz? Precisamente por esto, en el anuncio de salvaci�n que la Iglesia propaga por todo el mundo hay elementos doctrinales de fundamental importancia para la elaboraci�n de los principios necesarios para una pac�fica convivencia entre las Naciones.

Las vicisitudes hist�ricas ense�an que la edificaci�n de la paz no puede prescindir del respeto de un orden �tico y jur�dico, seg�n el antiguo adagio: �Serva ordinem et ordo servabit te� (conserva el orden y el orden te conservar� a ti). El derecho internacional debe evitar que prevalezca la ley del m�s fuerte. Su objetivo esencial es reemplazar �la fuerza material de las armas con la fuerza moral del derecho�,(7) previendo sanciones apropiadas para los transgresores, adem�s de la debida reparaci�n para las v�ctimas. Esto ha de valer tambi�n para aquellos gobernantes que violen impunemente la dignidad y los derechos humanos con el pretexto inaceptable de que se trata de cuestiones internas de su Estado.

Dirigi�ndome al Cuerpo Diplom�tico acreditado ante la Santa Sede, el 13 de enero de 1997, indicaba en el Derecho internacional un instrumento de primer orden para la b�squeda de la paz: �El derecho internacional ha sido durante mucho tiempo un derecho de la guerra y de la paz. Creo que est� llamado cada vez m�s a ser exclusivamente un derecho de la paz concebida en funci�n de la justicia y de la solidaridad. Y, en este contexto, la moral debe fecundar el derecho; ella puede ejercer tambi�n una funci�n de anticipaci�n del derecho, en la medida en que indica la direcci�n de lo que es justo y bueno�.(8)

A lo largo de los siglos, ha sido relevante la contribuci�n doctrinal ofrecida por la Iglesia   �a trav�s de la reflexi�n filos�fica y teol�gica de numerosos pensadores cristianos� para orientar el derecho internacional hacia el bien com�n de toda la familia humana. En la historia contempor�nea concretamente, los Papas no han dudado en subrayar la importancia del derecho internacional como garant�a de la paz, con la convicci�n de que �frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz� (St 3, 18). La acci�n de la Iglesia �mediante sus propios instrumentos� est� comprometida en este sentido, a la luz perenne del Evangelio y con la ayuda indispensable de la oraci�n.

La civilizaci�n del amor

10. Al final de estas reflexiones considero obligado, no obstante, recordar que, para instaurar la verdadera paz en el mundo, la justicia ha de complementarse con la caridad. El derecho es, ciertamente, el primer camino que se debe tomar para llegar a la paz. Y los pueblos deben ser formados en el respeto de este derecho. Pero no se llegar� al final del camino si la justicia no se integra con el amor. A veces, justicia y amor aparentan ser fuerzas antag�nicas. Verdaderamente, no son m�s que las dos caras de una misma realidad, dos dimensiones de la existencia humana que deben completarse mutuamente. Lo confirma la experiencia hist�rica. �sta ense�a c�mo, a menudo, la justicia no consigue liberarse del rencor, del odio e incluso de la crueldad. Por s� sola, la justicia no basta. M�s a�n, puede llegar a negarse a s� misma, si no se abre a la fuerza m�s profunda que es el amor.

Por eso he recordado varias veces a los cristianos y a todas las personas de buena voluntad la necesidad del perd�n para solucionar los problemas, tanto de los individuos como de los pueblos. �No hay paz sin perd�n! Lo repito tambi�n en esta circunstancia, teniendo concretamente ante los ojos la crisis que sigue arreciando en Palestina y en Medio Oriente. No se encontrar� una soluci�n a los graves problemas que aquejan a las poblaciones de aquellas regiones, desde hace demasiado tiempo, hasta que no se decida superar la l�gica de la estricta justicia para abrirse tambi�n a la del perd�n.

El cristiano sabe que el amor es el motivo por el cual Dios entra en relaci�n con el hombre. Es tambi�n el amor lo que �l espera como respuesta del hombre. Por eso el amor es la forma m�s alta y m�s noble de relaci�n de los seres humanos entre s�. El amor debe animar, pues, todos los �mbitos de la vida humana, extendi�ndose igualmente al orden internacional. S�lo una humanidad en la que reine la �civilizaci�n del amorpodr� gozar de una paz aut�ntica y duradera.

Al principio de un nuevo a�o deseo recordar a las mujeres y a los hombres de cada lengua, religi�n y cultura el antiguo principio: �Omnia vincit amor!� (Todo lo vence el amor) �S�, queridos hermanos y hermanas de todas las partes del mundo, al final vencer� el amor! Que cada uno se esfuerce para que esta victoria llegue pronto. A ella, en el fondo, aspira el coraz�n de todos.

Vaticano, 8 de diciembre de 2003.

JUAN PABLO II

 

 

 

 

 

 


(1)Insegnamenti, V (1967), 620.

(2)1968: 1o de enero: Jornada Mundial de la Paz

1969: La promoci�n de los derechos del hombre, camino hacia la paz

1970: Educarse para la paz a trav�s de la reconciliaci�n

1971: Todo hombre es mi hermano

1972: Si quieres la paz, trabaja por la justicia

1973: La paz es posible

1974: La paz depende tambi�n de ti

1975: La reconciliaci�n, camino hacia la paz

1976: Las verdaderas armas de la paz

1977: Si quieres la paz, defiende la vida

1978: No a la violencia, s� a la paz

(3) Siguen los temas de las 25 sucesivas Jornadas Mundiales de la Paz:

1979: Para lograr la paz, educar a la paz

1980: La verdad, fuerza de la paz

1981: Para servir a la paz, respeta la libertad

1982: La paz, don de Dios confiado a los hombres

1983: El di�logo por la paz, una urgencia para nuestro tiempo

1984: La paz nace de un coraz�n nuevo

1985: La paz y los j�venes caminan juntos

1986: La paz es un valor sin fronteras. Norte-Sur, Este-Oeste: una sola paz

1987: Desarrollo y solidaridad: dos claves para la paz

1988: La libertad religiosa, una condici�n para la pac�fica convivencia

1989: Para construir la paz, respeta las minor�as

1990: Paz con Dios creador, paz con todas las criaturas

1991: Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada persona

1992: Creyentes unidos en la construcci�n de la paz

1993: Si quieres la paz, sal al encuentro del pobre

1994: De la familia nace la paz de la familia humana

1995: La mujer: educadora para la paz

1996: Demos a los ni�os un futuro de paz

1997: Ofrece el perd�n, recibe la paz

1998: De la justicia de cada uno nace la paz para todos

1999: El secreto de la verdadera paz reside en el respeto de los derechos humanos

2000: Paz en la tierra a los hombres que Dios ama

2001: Di�logo entre culturas para una civilizaci�n del amor y la paz

2002: No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perd�n

2003: �Pacem in terris�: una tarea permanente

(4) Pre�mbulo.

(5) Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43: AAS 80 (1988), 575.

(6) Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York (5 octubre 1995), 14: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua espa�ola (13 octubre 1995), p. 9.

(7) Benedicto XV, Appello ai Capi dei popoli belligeranti, 1 enero 1917: AAS 9 (1917), 422.

(8) N. 4: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua espa�ola (17 enero 1997), p. 6.





PACEM IN TERRIS
: UNA TAREA PERMANENTE 

Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II
1 de enero de 2003


1. Han transcurrido casi cuarenta a�os desde aquel 11 de abril de 1963, en que el Papa Juan XXIII public� la hist�rica Carta enc�clica Pacem in terris. Aquel d�a era Jueves Santo. Dirigi�ndose � a todos los hombres de buena voluntad�, mi venerado Predecesor, que morir�a dos meses despu�s, compendiaba su mensaje de paz al mundo en la primera afirmaci�n de la Enc�clica: �La paz en la tierra, suprema aspiraci�n de toda la humanidad a trav�s de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios� (Pacem in terris, Introd., AAS 55 [1963], 257). 

Hablar de paz a un mundo dividido 

2. En realidad, el mundo al cual se dirig�a Juan XXIII se encontraba en un profundo estado de desorden. El siglo XX se hab�a iniciado con una gran expectativa de progreso. En cambio, la humanidad hab�a asistido, en sesenta a�os de historia, al estallido de dos guerras mundiales, la consolidaci�n de sistemas totalitarios demoledores, la acumulaci�n de inmensos sufrimientos humanos y el desencadenamiento, contra la Iglesia, de la mayor persecuci�n que la historia haya conocido jam�s. 

S�lo dos a�os antes de la Pacem in terris, en 1961, se erigi� el �  muro de Berl�n  � para dividir y oponer no solamente dos partes de aquella ciudad, sino tambi�n dos modos de comprender y de construir la ciudad terrena. De una parte y de otra del muro la vida tuvo un estilo diferente, inspirado en reglas a menudo contrapuestas, en un clima difuso de sospecha y desconfianza. Tanto como visi�n del mundo que como planteamiento concreto de la vida, aquel muro atraves� la humanidad en su conjunto y penetr� en el coraz�n y mente de las personas, creando divisiones que parec�an destinadas a durar siempre. 

Adem�s, justo seis meses antes de la publicaci�n de la Enc�clica, mientras en Roma se hab�a inaugurado hac�a pocos d�as el Concilio Vaticano II, el mundo, debido a la crisis de los misiles en Cuba, se encontr� al borde de una guerra nuclear. Parec�a bloqueado el camino hacia un mundo de paz, de justicia y de libertad. Muchos pensaban que la humanidad estaba condenada a vivir todav�a durante largo tiempo en aquellas condiciones precarias de �  guerra fr�a  �, sometida constantemente a la pesadilla de que una agresi�n o un percance cualquiera pudieran desencadenar de un d�a a otro la peor guerra de toda la historia humana. En efecto, el uso de armas at�micas, pod�a transformarla en un conflicto que habr�a puesto en peligro el futuro mismo de la humanidad. 

Los cuatro pilares de la paz 

3. El Papa Juan XXIII no estaba de acuerdo con los que cre�an imposible la paz. Con la Enc�clica logr� que este valor fundamental �con toda su exigente verdad� empezara a hacerse sentir en ambas partes de aquel muro y de todos los muros. A muchos la Enc�clica les hizo ver la com�n pertenencia a la familia humana y les encendi� una luz respecto a la aspiraci�n de la gente de todos los lugares de la tierra a vivir en seguridad, justicia y esperanza ante el futuro.

Con su esp�ritu clarividente, Juan XXIII indic� las condiciones esenciales para la paz en cuatro exigencias concretas del �nimo humano: la verdad, la justicia, el amor y la libertad (cf. ib�d., I: l.c., 265-266). La verdad �dijo� ser� fundamento de la paz cuando cada individuo tome consciencia rectamente, m�s que de los propios derechos, tambi�n de los propios deberes con los otros. La justicia edificar� la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los dem�s. El amor ser� fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del esp�ritu. Finalmente, la libertad alimentar� la paz y la har� fructificar cuando, en la elecci�n de los medios para alcanzarla, los individuos se gu�en por la raz�n y asuman con valent�a la responsabilidad de las propias acciones. 

Mirando al presente y al futuro con los ojos de la fe y de la raz�n, el beato Juan XXIII vislumbr� e interpret� los dinamismos profundos que estaban actuando ya en la historia. Sab�a que las cosas no son siempre como aparecen exteriormente. A pesar de las guerras y las amenazas de guerras, hab�a algo nuevo que se percib�a en las vicisitudes humanas, algo que el Papa consider� como el inicio prometedor de una revoluci�n espiritual. 

Una nueva consciencia de la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables 

4. La humanidad, escribi�, ha emprendido una nueva etapa de su camino (cf. ib�d., I: l.c., 267-269). El fin del colonialismo, el nacimiento de nuevos Estados independientes, la defensa m�s eficaz de los derechos de los trabajadores, la nueva y agradable presencia de las mujeres en la vida p�blica, le parec�an como otros tantos signos de una humanidad que estaba entrando en una nueva fase de su historia, una fase caracterizada por la �convicci�n de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre s� � (ib�d., I: l.c., 268). Ciertamente, esta dignidad era vilipendiada a�n en muchas partes del mundo. El Papa no lo ignoraba. Sin embargo estaba convencido de que, no obstante la situaci�n fuese dram�tica bajo algunos aspectos, el mundo era cada d�a m�s consciente de algunos valores espirituales y cada vez estaba m�s abierto a la riqueza de contenido de aquellos �pilares de la paz� que eran la verdad, la justicia, el amor y la libertad (cf. ib�d., I: l.c., 268-269). A trav�s del esfuerzo por llevar estos valores a la vida social, tanto nacional como internacional, los hombres y las mujeres ser�an cada vez m�s conscientes de la importancia de su relaci�n con Dios, fuente de todo bien, como s�lido fundamento y criterio supremo de su vida, ya sea como individuos que como seres sociales (cf. ib�d.). Esta sensibilidad espiritual m�s aguda �el Papa estaba convencido de ello� tendr�a tambi�n profundas consecuencias p�blicas y pol�ticas. 

Ante la creciente conciencia de los derechos humanos que iba aflorando a nivel nacional e internacional, Juan XXIII intuy� la fuerza interior de este fen�meno y su extraordinario poder de cambiar la historia. Lo que ocurri� pocos a�os despu�s, sobre todo en Europa central y oriental, fue una excelente prueba de ello. El camino hacia la paz, ense�aba el Papa en su Enc�clica, deb�a pasar por la defensa y promoci�n de los derechos humanos fundamentales. En efecto, cada persona humana goza de ellos, no como de un beneficio concedido por una cierta clase social o por el Estado, sino como de una prerrogativa propia por ser persona: �En toda convivencia humana bien ordenada y fecunda hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedr�o, y que, por tanto, el hombre tiene por s� mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables, y no pueden renunciarse por ning�n concepto� (ib�d., I: l.c., 259). 

No se trataba simplemente de ideas abstractas. Eran ideas de vastas consecuencias pr�cticas, como en seguida demostrar�a la historia. Basados en la convicci�n de que cada ser humano es igual en dignidad y que, por consiguiente, la sociedad tiene que adecuar sus estructuras a esta premisa, surgieron muy pronto los movimientos por los derechos humanos, que dieron expresi�n pol�tica concreta a una de las grandes din�micas de la historia contempor�nea. La promoci�n de la libertad fue reconocida como un elemento indispensable del empe�o por la paz. Surgiendo pr�cticamente en todas las partes del mundo, estos movimientos contribuyeron al derrocamiento de formas de gobierno dictatoriales y ayudaron a cambiarlas con otras formas m�s democr�ticas y participativas. En la pr�ctica, demostraron que la paz y el progreso pueden alcanzarse s�lo a trav�s del respeto de la ley moral universal, inscrita en el coraz�n del hombre (cf. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea de las Naciones Unidas, 5 octubre 1995, 3). 

El bien com�n universal 

5. En otro punto el magisterio de la Pacem in terris se mostr� prof�tico, anticip�ndose a la fase sucesiva de la evoluci�n de las pol�ticas mundiales. Ante un mundo que se hac�a cada vez m�s interdependiente y global, el Papa Juan XXIII sugiri� que el concepto de bien com�n deb�a formularse con una perspectiva mundial. Para ser correcto, deb�a referirse al concepto de �bien com�n universal� (Pacem in terris, IV: l.c., 292). Una de las consecuencias de esta evoluci�n era la exigencia evidente de que hubiera una autoridad p�blica a nivel internacional, que pudiese disponer de capacidad efectiva para promover este bien com�n universal. Esta autoridad, a�ad�a enseguida el Papa, no deber�a instituirse mediante la coacci�n, sino s�lo a trav�s del consenso de las naciones. Deber�a tratarse de un organismo que tuviese como �objetivo fundamental el reconocimiento, el respeto, la tutela y la promoci�n de los derechos de la persona� (ib�d., IV: l.c., 294). 

Por esto no sorprende que Juan XXIII mirara con gran esperanza hacia la Organizaci�n de las Naciones Unidas, constituida el 26 de junio de 1945. En ella ve�a un instrumento v�lido para mantener y reforzar la paz en el mundo. Justamente por esto expres� un particular aprecio por la Declaraci�n Universal de los Derechos del Hombre de 1948, consider�ndola �un primer paso introductorio para el establecimiento de una constituci�n jur�dica y pol�tica de todos los pueblos del mundo� (ib�d., IV: l.c., 295). En efecto, en dicha Declaraci�n se hab�an fijado los fundamentos morales sobre los que se habr�a podido basar la edificaci�n de un mundo caracterizado por el orden en vez del desorden, por el di�logo en vez de la fuerza. Con esta perspectiva, el Papa dejaba entender que la defensa de los derechos humanos por parte de la Organizaci�n de las Naciones Unidas era el presupuesto indispensable para el desarrollo de la capacidad de la Organizaci�n misma para promover y defender la seguridad internacional. 

La visi�n precursora del Papa, es decir, la propuesta de una autoridad p�blica internacional al servicio de los derechos humanos, de la libertad y de la paz, no s�lo no se ha logrado a�n completamente, sino que se debe constatar, por desgracia, la frecuente indecisi�n de la comunidad internacional sobre el deber de respetar y aplicar los derechos humanos. Este deber ata�e a todos los derechos fundamentales y no permite decisiones arbitrarias que acabar�an en formas de discriminaci�n e injusticia. Al mismo tiempo, somos testigos del incremento de una preocupante divergencia entre una serie de nuevos �derechos� promovidos en las sociedades tecnol�gicamente avanzadas y derechos humanos elementales que todav�a no son respetados en situaciones de subdesarrollo: pienso, por ejemplo, en el derecho a la alimentaci�n, al agua potable, a la vivienda, a la autodeterminaci�n y a la independencia. La paz exige que esta divergencia se reduzca urgentemente y que finalmente se supere

Debe hacerse todav�a una observaci�n: la comunidad internacional, que desde 1948 posee una carta de los derechos de la persona humana, ha dejado adem�s de insistir adecuadamente sobre los deberes que se derivan de la misma. En realidad, es el deber el que establece el �mbito dentro del cual los derechos tienen que regularse para no transformarse en el ejercicio de una arbitrariedad. Una mayor conciencia de los deberes humanos universales reportar�a un gran beneficio para la causa de la paz, porque le dar�a la base moral del reconocimiento compartido de un orden de las cosas que no depende de la voluntad de un individuo o de un grupo. 

Un nuevo orden moral internacional 

6. Es asimismo verdad que, a pesar de muchas dificultades y retrasos, en los cuarenta a�os transcurridos ha habido un notable progreso hacia la realizaci�n de la noble visi�n del Papa Juan XXIII. El hecho de que los Estados casi en todas las partes del mundo se sientan obligados a respetar la idea de los derechos humanos muestra c�mo son eficaces los instrumentos de la convicci�n moral y de la entereza espiritual. Estas fuerzas fueron decisivas en aquella movilizaci�n de las conciencias que origin� la revoluci�n no violenta de 1989, acontecimiento que determin� la ca�da del comunismo europeo. Y aunque se den concepciones err�neas de libertad, entendida como desenfreno, que siguen amenazando la democracia y las sociedades libres, es sin duda significativo que, en los cuarenta a�os transcurridos desde la Pacem in terris, muchas poblaciones del mundo hayan llegado a ser m�s libres, se hayan consolidado estructuras de di�logo y cooperaci�n entre las naciones y la amenaza de una guerra global nuclear, como la que se vislumbr� dr�sticamente en tiempos del Papa Juan XXIII, haya sido controlada eficazmente. 

A este respecto, con humilde valent�a querr�a observar c�mo la ense�anza plurisecular de la Iglesia sobre la paz entendida como �tranquillitas ordinis� � �tranquilidad del orden�, seg�n la definici�n de San Agust�n, (De civitate Dei, 19, 13) y a la luz tambi�n de las reflexiones de la Pacem in terris, se haya revelado particularmente significativa para el mundo actual, tanto para los Jefes de las naciones como para los simples ciudadanos. Que haya un gran desorden en la situaci�n del mundo contempor�neo es una constataci�n compartida f�cilmente por todos. Por tanto, la pregunta que se impone es la siguiente: �qu� tipo de orden puede reemplazar este desorden, para dar a los hombres y mujeres la posibilidad de vivir en libertad, justicia y seguridad? Y ya que el mundo, incluso en su desorden, se est� �organizando� en varios campos (econ�mico, cultural y hasta pol�tico), surge otra pregunta igualmente apremiante: �bajo qu� principios se est�n desarrollando estas nuevas formas de orden mundial? 

Estas preguntas de vasta irradiaci�n indican que el problema del orden en los asuntos mundiales, que es tambi�n el problema de la paz rectamente entendida, no puede prescindir de cuestiones relacionadas con los principios morales. Con otras palabras, desde esta perspectiva se toma tambi�n conciencia de que la cuesti�n de la paz no puede separarse de la cuesti�n de la dignidad y de los derechos humanos. �sta es precisamente una de las verdades perennes ense�ada por la Pacem in terris, y nosotros har�amos bien en recordarla y meditarla en este cuadrag�simo aniversario.           

�No es �ste quiz�s el tiempo en el que todos deben colaborar en la constituci�n de una nueva organizaci�n de toda la familia humana, para asegurar la paz y la armon�a entre los pueblos, y promover juntos su progreso integral? Es importante evitar tergiversaciones: aqu� no se quiere aludir a la constituci�n de un superestado global. M�s bien se piensa subrayar la urgencia de acelerar los procesos ya en acto para responder a la casi universal pregunta sobre modos democr�ticos en el ejercicio de la autoridad pol�tica, sea nacional que internacional, como tambi�n a la exigencia de transparencia y credibilidad a cualquier nivel de la vida p�blica.

            Confiando en la bondad presente en el coraz�n de cada persona, el Papa Juan XXIII quiso valerse de la misma e invit� al mundo entero hacia una visi�n m�s noble de la vida p�blica y del ejercicio de la autoridad p�blica. Con audacia, anim� al mundo a proyectarse m�s all� del propio estado de desorden actual y a imaginar nuevas formas de orden internacional que estuviesen de acuerdo con la dignidad humana.
 

Relaci�n entre paz y verdad 

7. Contrastando la visi�n de quienes pensaban en la pol�tica como un �mbito desvinculado de la moral y sujeto al solo criterio del inter�s, Juan XXIII, a trav�s de la Enc�clica Pacem in terris, present� una imagen m�s verdadera de la realidad humana e indic� el camino hacia un futuro mejor para todos. Precisamente porque las personas son creadas con la capacidad de tomar opciones morales, ninguna actividad humana est� fuera del �mbito de los valores �ticos. La pol�tica es una actividad humana; por tanto, est� sometida tambi�n al juicio moral. Esto es tambi�n v�lido para la pol�tica internacional. El Papa escribi�: �La misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los ciudadanos debe regular tambi�n las relaciones mutuas entre las comunidades pol�ticas� (Pacem in terris, III: l.c., 279). Cuantos creen que la vida p�blica internacional se desarrolla de alg�n modo fuera del �mbito del juicio moral, no tienen m�s que reflexionar sobre el impacto de los movimientos por los derechos humanos en las pol�ticas nacionales e internacionales del siglo XX, recientemente concluido. Estas perspectivas, que anticip� la ense�anza de la Enc�clica, contrastan claramente con la pretensi�n de que las pol�ticas internacionales se sit�en en una especie de �zona franca� en la que la ley moral no tendr�a ninguna fuerza. 

Quiz�s no hay otro lugar en el que se vea con igual claridad la necesidad de un uso correcto de la autoridad pol�tica, como en la dram�tica situaci�n de Oriente Medio y de Tierra Santa. D�a tras d�a y a�o tras a�o, el efecto creciente de un rechazo rec�proco exacerbado y de una cadena infinita de violencias y venganzas ha hecho fracasar hasta ahora todo intento de iniciar un di�logo serio sobre las cuestiones reales en litigio. La situaci�n precaria se hace todav�a m�s dram�tica por el contraste de intereses entre los miembros de la comunidad internacional. Hasta que quienes ocupan puestos de responsabilidad no acepten cuestionarse con valent�a su modo de administrar el poder y de procurar el bienestar de sus pueblos, ser� dif�cil imaginar que se pueda progresar verdaderamente hacia la paz. La lucha fratricida, que cada d�a afecta a Tierra Santa contraponiendo entre s� las fuerzas que preparan el futuro inmediato de Oriente Medio, muestra la urgente exigencia de hombres y mujeres convencidos de la necesidad de una pol�tica basada en el respeto de la dignidad y de los derechos de la persona. Semejante pol�tica es para todos incomparablemente m�s ventajosa que continuar con las situaciones del conflicto actual. Hace falta partir de esta verdad. �sta es siempre m�s liberadora que cualquier forma de propaganda, especialmente cuando dicha propaganda sirviera para disimular intenciones inconfesables. 

Las premisas de una paz duradera 

8. Hay una relaci�n inseparable entre el compromiso por la paz y el respeto de la verdad. La honestidad en dar informaciones, la imparcialidad de los sistemas jur�dicos y la transparencia de los procedimientos democr�ticos dan a los ciudadanos el sentido de seguridad, la disponibilidad para resolver las controversias con medios pac�ficos y la voluntad de acuerdo leal y constructivo que constituyen las verdaderas premisas de una paz duradera. Los encuentros pol�ticos a nivel nacional e internacional s�lo sirven a la causa de la paz si los compromisos tomados en com�n son respetados despu�s por cada parte. En caso contrario, estos encuentros corren el riesgo de ser irrelevantes e in�tiles, y su resultado es que la gente se siente tentada a creer cada vez menos en la utilidad del di�logo y, en cambio, a confiar en el uso de la fuerza como camino para solucionar las controversias. Las repercusiones negativas, que tienen los compromisos adquiridos y luego no respetados sobre el proceso de paz, deben inducir a los Jefes de Estado y de Gobierno a ponderar todas sus decisiones con gran sentido de responsabilidad. 

Pacta sunt servanda, dice el antiguo adagio. Si han de respetarse todos los compromisos asumidos, debe ponerse especial atenci�n en cumplir los compromisos asumidos para con los pobres. En efecto, ser�a particularmente frustrante para los mismos no cumplir las promesas consideradas por ellos como de inter�s vital. Con esta perspectiva, el no cumplir los compromisos con las naciones en v�as de desarrollo constituye una seria cuesti�n moral y pone a�n m�s de relieve la injusticia de las desigualdades existentes en el mundo. El sufrimiento causado por la pobreza se ve agudizado dram�ticamente cuando falta la confianza. El resultado final es el desmoronamiento de toda esperanza. La existencia de confianza en las relaciones internacionales es un capital social de valor fundamental. 

Una cultura de paz 

9. Si se examinan los problemas profundamente, se debe reconocer que la paz no es tanto cuesti�n de estructuras, como de personas. Estructuras y procedimientos de paz �jur�dicos, pol�ticos y econ�micos� son ciertamente necesarios y afortunadamente se dan a menudo. Sin embargo, no son sino el fruto de la sensatez y de la experiencia acumulada a lo largo de la historia a trav�s de innumerables gestos de paz, llevados a cabo por hombres y mujeres que han sabido esperar sin desanimarse nunca. Gestos de paz se dan en la vida de personas que cultivan en su propio �nimo constantes actitudes de paz. Son obra de la mente y del coraz�n de quienes �trabajan por la paz� (Mt 5, 9). Gestos de paz son posibles cuando la gente aprecia plenamente la dimensi�n comunitaria de la vida, que les hace percibir el significado y las consecuencias que ciertos acontecimientos tienen sobre su propia comunidad y sobre el mundo en general. Gestos de paz crean una tradici�n y una cultura de paz.

La religi�n tiene un papel vital para suscitar gestos de paz y consolidar condiciones de paz. Este papel lo puede desempe�ar tanto m�s eficazmente cuanto m�s decididamente se concentra en lo que la caracteriza: la apertura a Dios, la ense�anza de una fraternidad universal y la promoci�n de una cultura de solidaridad. La �Jornada de oraci�n por la paz�, que he promovido en As�s el 24 de enero de 2002, comprometiendo a los representantes de numerosas religiones, ten�a justamente este objetivo. Quer�a expresar el deseo de educar para la paz mediante la difusi�n de una espiritualidad y de una cultura de paz. 

La herencia de la �Pacem in terris� 

10. El beato Juan XXIII era una persona que no tem�a el futuro. Lo ayudaba en esta actitud de optimismo la confianza segura en Dios y en el hombre, aprendida en el profundo clima de fe en el que hab�a crecido. Persuadido de este abandono en la Providencia, incluso en un contexto que parec�a de permanente conflicto, no dud� en proponer a los l�deres de su tiempo una nueva visi�n del mundo. �sta es la herencia que nos ha dejado. Fij�ndonos en �l, en esta Jornada Mundial de la Paz de 2003, nos sentimos invitados a comprometernos en sus mismos sentimientos: confianza en Dios misericordioso y compasivo, que nos llama a la fraternidad; confianza en los hombres y mujeres tanto de hoy como de cualquier otro tiempo, gracias a la imagen de Dios impresa igualmente en los esp�ritus de todos. A partir de estos sentimientos es como se puede esperar en la construcci�n un mundo de paz en la tierra. 

Al inicio de un nuevo a�o en la historia de la humanidad, �ste es el augurio que surge espont�neo de lo m�s profundo de mi coraz�n: que en el �nimo de todos brote un impulso de renovada adhesi�n a la noble misi�n que la Enc�clica Pacem in terris propuso hace cuarenta a�os a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esta tarea, que la Enc�clica calific� como �inmensa�, se concretaba en �establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo la ense�anza y el apoyo de la verdad, la justicia, el amor y la libertad�. El Papa precisaba adem�s que se refer�a a las �relaciones de convivencia en la sociedad humana..., primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre los ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre s�, y, finalmente, entre los individuos, familias, entidades intermedias y Estados particulares, de un lado, y, de otro, la comunidad mundial�. Y conclu�a afirmando que el empe�o de �consolidar la paz verdadera seg�n el orden establecido por Dios � constitu�a una �tarea sin duda gloriosa� (Pacem in terris, V: l.c., 301-302). 

El cuadrag�simo aniversario de la Pacem in terris es una ocasi�n muy oportuna para beneficiarse de la ense�anza prof�tica del Papa Juan XXIII. Las comunidades eclesiales estudiar�n c�mo celebrar este aniversario de modo apropiado durante el a�o, con iniciativas que pueden tener un car�cter ecum�nico e interreligioso, abri�ndose a todos los que sienten un profundo anhelo de �echar por tierra las barreras que dividen a unos de otros, para estrechar los v�nculos de la mutua caridad, para fomentar la rec�proca comprensi�n, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado� (ib�d., 304). 

Acompa�o estos augurios con la oraci�n a Dios Omnipotente, fuente de todo nuestro bien. Que �l, que desde las condiciones de opresi�n y conflicto nos llama a la libertad y la cooperaci�n para bien de todos, ayude a las personas en cada lugar de la tierra a construir un mundo de paz, basados siempre cada vez m�s firmemente en los cuatro pilares que el beato Juan XXIII indic� a todos en su hist�rica Enc�clica: verdad, justicia, amor y libertad

Vaticano, 8 de diciembre de 2002.

 IOANNES PAULUS II

 

PAZ

Indicado ya el origen de la palabra en la secci�n anterior, entro directamente al desarrollo de la misma a trav�s de denominaciones que nos dan cuenta de su paulatina institucionalizaci�n.

La obligaci�n sagrada de la venganza (vindicatio) fue el motor de buena parte de las hostilidades en que constantemente estaban enzarzados individuos, familias y pueblos desde el principio de la historia. Y la limitaci�n de estas hostilidades fue el inicio de la construcci�n del concepto de paz que actualmente manejamos.

La piedra de la paz era un asiento de piedra colocado en las iglesias generalmente junto al altar para escapar a la acci�n de los vengadores y de la justicia. Desde la misma fundaci�n del pueblo de Israel, Dios ordena a Mois�s que reserve ciudades de refugio a las que no pueda llegar la persecuci�n de los homicidas involuntarios, con lo que los parientes de la v�ctima, obligados a la venganza, quedan eximidos de esta obligaci�n. Esta instituci�n de los lugares de asilo se generaliz�, siendo todas las iglesias lugar sagrado de asilo dentro del que no pod�a continuar la persecuci�n, bajo grav�simas penas eclesi�sticas y civiles. La piedra de la paz que algunas iglesias conservan es el �ltimo vestigio de esa antiqu�sima instituci�n denominada la paz de las iglesias.

La paz de Dios fue instituida por San Luis rey de Francia en 1245 para limitar en el tiempo las guerras en que estaban enzarzados los se�ores entre s�. Abarcaba desde Adviento hasta Epifan�a (mes y medio); Desde Quincuag�sima hasta Pentecost�s (dos meses y medio), m�s las cuatro t�mporas, m�s las fiestas principales. El se�or que mataba a alguien durante la paz de Dios era expulsado de sus tierras.

La paz del rey era la tregua de 24 horas que se hac�a en algunas guerras civiles con ocasi�n del santo del rey.

La paz de las estaciones y de la agricultura era la que reg�a mientras el labrador estaba ocupado en las labores del campo. No pod�a recibir citaciones judiciales, ni se le pod�an requisar los bueyes o los caballos. Atacar a un labrador o a sus bienes durante las labores del campo era casigado con pena mayor.

La paz del domicilio prohib�a en �l toda violencia, de manera que si �sta se produc�a era castigada con mayor severidad. Desde muy antiguo se consider� la casa como un lugar sagrado porque en ella se manten�a el fuego (hogar), del que participaban los dioses familiares (lares). De esas lejan�as viene el moderno concepto jur�dico de inviolabilidad del domicilio.

PAZ II

Ahora que han pasado los d�as id�licos de la "noche de paz" y de la "paz en la tierra a los hombres de buena voluntad", podemos hablar seriamente de paz. Y lo m�s serio es el mismo origen de la palabra. Su ra�z es pac-. Probablemente el primitivo del que derivan todas las dem�s palabras de este grupo l�xico, es el verbo paco / pacare / pacatum, que significa pacificar tras haber vencido, sometido, sojuzgado, etc.; domar, someter, reducir, vencer. Y el resultado de la acci�n de este verbo es la pax (paz).

De la misma manera que para definir la libertad es imprescindible la esclavitud, porque de ella procede; as� tambi�n para definir la paz se necesita la guerra, porque sin �sta puede haber quietud, tranquilidad, sosiego, pero no paz. Como muy bien dice el verbo pacare, para pacificar a un pueblo, antes se le ha tenido que vencer, sojuzgar y reducir; antes se le ha tenido que someter por la violencia. Y el pacificador no puede ser otro que el mismo que ha ejercido sobre �l la violencia, el vencedor. Si la victoria sobre ese pueblo es total, si ese pueblo se ha rendido por no poder soportar ya m�s violencia y m�s guerra, pacificaci�n es sin�nimo de sojuzgamiento total y absoluto. Si por el contrario el agresor ha sido vencido, es el vencedor quien impone la paz, quien determina las condiciones de pacificaci�n, que no pueden ser otras que la reducci�n y el sometimiento total del vencido. Si el agresor ha decidido cesar en su violencia despu�s de unas operaciones de intimidaci�n y castigo, las condiciones de pacificaci�n ser�n proporcionales a la eficacia de la intimidaci�n y el castigo. En cualquier caso, la pacificaci�n es el objetivo y la culminaci�n de toda acci�n b�lica.

En la �rbita de paco / pacare tenemos paco / pacere, usado preferentemente en su forma frecuentativa deponente paciscor / pactus sum, de la que procede la palabra y el concepto de pacto. La forma de participio pasivo a que da lugar la conjugaci�n deponente, nos sugiere la idea de que el mismo sujeto es agente y paciente de la pacificaci�n. El pacto ser�a, en ese caso, la autoimposici�n por cada una de las partes de las condiciones de paz: al no haber conseguido el agresor sojuzgar al agredido, le propone un pacto, es decir una autoimposici�n de la paz por cada uno de los bandos, en virtud del cual el agresor se compromete a cesar en su agresi�n y el agredido renuncia a tomarse la revancha.

Si no se trata de pactar una terminaci�n de la partida en tablas, sin vencedores ni vencidos, es que se trata de coronar los objetivos de la guerra y recoger sus frutos imponiendo una pacificaci�n proporcional a la intimidaci�n alcanzada.

Mariano Arnal



D�a Mundial de la Lepra


El �ltimo domingo de enero de cada a�o se celebra el D�a Mundial de la Lepra con el objetivo de recordarnos que esta enfermedad todav�a no esta erradicada. Se calcula que son m�s de siete millones de personas en todo el mundo los que padecen de lepra. 

Historia de una enfermedad milenaria
La lepra es una enfermedad que ha azotado a la humanidad desde hace miles de a�os (en c�dices egipcios de 1500 a.C. ya se habla sobre su existencia). Su expansi�n mundial se debe a las conquistas, cruzadas y colonizaciones entre diferentes pa�ses y continentes.

Para evitar su contagio, a los enfermos de lepra se les exclu�a de la vida com�n, recluy�ndolos en determinados lugares, llamados lazaretos, de los que no pod�an salir.

Un claro ejemplo de esto es la isla de Culi�n (Filipinas): en 1906 los americanos, para aislarlos totalmente, la convirtieron en reserva exclusiva de enfermos de lepra. El Doctor noruego A. Hansen descubri� en 1876 el bacilo causante de la lepra: el Mycobacterium Leprae.

S�ntomas: Tres fases de la lepra
Los s�ntomas pueden aparecer despu�s de varios a�os de la infecci�n, ya que el proceso de incubaci�n de la enfermedad es largo (de 2 a 7 a�os).
Uno de los primeros s�ntomas es la insensibilidad al dolor, que no se advierte ante rasgu�os o quemaduras. Las zonas insensibles adquieren una coloraci�n distinta al resto de la piel.
Con frecuencia aparecen par�lisis musculares y fragilidad en los huesos, especialmente en los dedos de las manos y pies.
Otros s�ntomas, ya m�s tard�os, son el abultamiento de la frente y la distorsi�n facial, a la que se ha llamado "cara leonina".

Autor: ANESVAD. Cortes�a de Fondotema


LA ENFERMEDAD CON M�S HISTORIA 

Desde el mismo momento en que los historiadores declaran iniciada la historia con la aparici�n de los primeros escritos de la humanidad, ah� aparece en ellos la enfermedad de la lepra. En efecto, en unos papiros egipcios datados hacia el 4.600 antes de Cristo, se pueden leer recomendaciones para combatir esta plaga. 

Tres factores son los que han convertido a la lepra en enfermedad hist�rica: la absoluta imposibilidad de ocultar las graves deformaciones y ulceraciones de la cara y de todo el cuerpo cuando est� muy desarrollada; la constataci�n de que se transmite por contagio; y el car�cter epid�mico que lleg� a tener en algunos lugares y momentos. 

Una parte de la historia de esta enfermedad nos la proporciona el pueblo jud�o, que la sufri� con especial virulencia. Los historiadores creen que la contrajeron en Egipto, porque la Biblia no la menciona en absoluto antes de que emigrasen a ese pa�s. Pero entre los papiros hay uno escrito por el sacerdote egipcio Manethon, que cuentan de forma muy distinta la salida de Israel de Egipto. 

Seg�n este documento, la huida de Israel de Egipto no fue tal, sino expulsi�n: habi�ndose extendido por el pa�s una enfermedad contagiosa que manchaba todo el cuerpo -dice el papiro refiri�ndose probablemente a la lepra-, el fara�n Bochoris acudi� al or�culo de Am�n en busca de remedio. La respuesta fue que era preciso purificar el pueblo expulsando de �l a todos los que padec�an esa enfermedad. Y al estar extendida especialmente entre la poblaci�n jud�a de Egipto, el fara�n decidi� expulsar a los jud�os, y con ellos a los dem�s leprosos del pa�s, empuj�ndolos al mar y luego al desierto. Es aqu� donde Mois�s, uno de los expulsados, se convierte en caudillo y refundador del pueblo de Israel. 

Tambi�n el historiador T�cito se hace eco de esta leyenda, que no es la �nica que achaca a los jud�os la propagaci�n de esta enfermedad, que ellos vivieron y sintieron como una maldici�n b�blica. El historiador jud�o Flavio Josefo replic� a estas leyendas con s�lidos argumentos. Pero los jud�os eran una espina en el imperio romano, y su leyenda negra se iba tejiendo inexorable. Los estudios epidemiol�gicos no avalan la asignaci�n de un pueblo determinado como foco de esta enfermedad, pues desde la m�s remota antig�edad se detecta tambi�n en India y China, sin referencia alguna a si es aut�ctona o importada. 

Al tener la lepra formas muy diversas, unas muy benignas y otras sumamente malignas, su diagn�stico no ha sido nada seguro. De hecho buena parte de los rituales jud�os encaminados a aislar a los leprosos del resto de la poblaci�n, no eran sino procesos de diagn�stico. Y se iba realmente a tientas. Dermat�logos de gran renombre como el Dr. Hebra han sostenido que el santo Job no fue castigado por Dios con la lepra, sino con la s�filis; pues a esta enfermedad, que es curable, responden m�s bien los s�ntomas descritos en la Biblia. Asimismo en los cementerios de leprosos (que hasta ah� lleg� su segregaci�n), se han hallado numerosos cr�neos de sifil�ticos; se�al de que fueron diagnosticados err�neamente como leprosos. Estos errores de diagn�stico han incrementado el historial de esta enfermedad m�s all� de sus dimensiones reales.


LEPRA 

No hemos necesitado cambiarle a esta palabra ni una letra. Nos la conservaron los romanos en lat�n tal y cual (lepra, ae), transcrita del griego lepra (l�pra), con el mismo acento y con el mismo significado. Esta palabra naci� para nombrar las escamas, porque as� vieron los griegos la lepra, y as� es en un momento de su evoluci�n. Finalmente acabaron reservando y especializando este lexema para la enfermedad, dejando de aplicarlo a otros campos, por no contagiarlos. Los griegos destinaron pues esta palabra para denominar la enfermedad de la piel que se levanta en escamas. Eso hizo que algunas enfermedades que  no son propiamente lepra quedaran incluidas bajo este nombre por presentar el mismo aspecto. 

Fueron conscientes de que este t�rmino ten�a una extensi�n excesiva; por eso junto a �l formaron el adjetivo leprwdhV (lepr�des) para referirse a todo aquello que tiene aspecto de leproso o que es parecido a la lepra. Denominaron as� a las pieles sospechosamente rugosas, a los que presentaban enfermedades parecidas a la lepra y a los que ten�an aspecto leproso. Desarrollaron tambi�n el verbo lepraw (lepr�o) con el significado de estar leproso, raerse, consumirse; parece que lo usaron tambi�n para referirse al enmohecimiento del vino. Otro adjetivo del mismo grupo l�xico es lepraV, lepradoV (lepr�s, lepr�dos), que se us� tambi�n fuera del �mbito significativo de la lepra, con los significados de  nudoso, escabroso, desigual, �spero, fragoso, doblado; caracteres todos que se manifiestan en las malformaciones que produce esta enfermedad. 

Lepra (lepra (l�pra)) significaba pues, para los griegos, lo mismo que para nosotros, lepra; pero con la diferencia de que mientras hoy tenemos acotado el uso de esta palabra exclusivamente para la "enfermedad infecciosa cr�nica generalizada del hombre, producida por el Mycobacterium leprae y caracterizada por lesiones granulomatosas espec�ficas en la piel, mucosas, nervios, hueso y v�sceras", para los griegos era una enfermedad de la piel que hace que �sta se levante en escamas. 

La definici�n, es decir la delimitaci�n de la lepra a su agente patol�gico no se produjo hasta que en 1871 Armando Hansen aisl� un bacilo (nombre latino que en griego es bakterion (bact�rion) y en espa�ol bastoncito) en los tub�rculos cut�neos, que presenta bastantes similitudes con el bacilo de Koch. A partir de este descubrimiento decisivo, dejaron de diagnosticarse como lepra muchas enfermedades, entre ellas la s�filis, que hab�an estado incluidas en este grupo. Esta confusi�n es comprensible, puesto que al referirse originariamente el nombre de lepra a las afecciones cut�neas graves a partir de su descamaci�n y a las fases m�s agudas que le segu�an, se aplic� a todas las manifestaciones cut�neas an�logas a la de la lepra, aunque no fuese ese su origen. Contribuy� a la confusi�n el hecho de que hay muchas clases de lepra

Al ser �sta una enfermedad contagiosa, se instituyeron las leproser�as para tener a los enfermos aislados. Se las llam� tambi�n lazaretos porque se cre� la leyenda de que el L�zaro al que resucit� Jes�s, hab�a muerto de lepra.


CASTIGO B�BLICO POR EXCELENCIA 

Desde que el hombre es capaz de racionalizar las cosas, ha andado buscando explicaci�n a sus enfermedades; y la primera que hall� fue de car�cter m�gico, y luego religioso. La salud y la enfermedad estaban en manos de las fuerzas de la naturaleza y de sus esp�ritus, que con el tiempo pasaron a independizarse de �stas y adquirir personalidad propia e independiente, llegando a convertirse en divinidades. La intervenci�n divina en las enfermedades era tanto m�s patente cuanto m�s terrible era la enfermedad. Es obvio que las grandes epidemias, la peste entre ellas, se hayan considerado castigo divino. En los primeros versos de la Il�ada tenemos la descripci�n de la peste que asolaba al ej�rcito de los aqueos, castigados por el dios Apolo, irritado porque Aquiles no le devolv�a a su sacerdote la hermosa Criseida, la parte m�s preciada de su bot�n de guerra.    

Para las enfermedades que se autoinflig�a el hombre por sus malos h�bitos, no era necesaria la intervenci�n divina; todas aquellas, en cambio, cuya causa era desconocida, se achacaban a la voluntad divina, que avisaba o castigaba con ellas a los hombres. La lepra, cuyas causas todav�a hoy se desconocen (no nos basta saber que su agente es una bacteria, puesto que eso no nos permite prevenirla), se consider� un castigo divino. Ah� tenemos en la tradici�n b�blica el ejemplo de Job, y la intervenci�n de los sacerdotes en el diagn�stico de esta enfermedad, rigurosamente regulada en el lev�tico. 

Al tratarse de una enfermedad infecciosa, y al considerarse las grandes plagas en todas las culturas como castigo de los dioses, se busca un culpable. Y como estaba dentro de los par�metros de la justicia antigua que los hijos deb�an sufrir el castigo por las culpas y debilidades de los padres (en esos criterios se basan las doctrinas de la esclavitud y del pecado original), bastaba que los abuelos o los tatarabuelos hubiesen transgredido alguna ley divina para que sufrieran sus descendientes el castigo divino. Y la lepra fue uno de los m�s crueles. 

Vale la pena indicar que durante muchos siglos se consider� vinculada la lepra con el consumo de carne de cerdo (animal impuro por excelencia, del que toma nombre toda impureza, tanto f�sica como moral), pero tambi�n con el consumo de pescado en general, y especialmente de pescados crudos secados al sol, con los climas h�medos de los pantanos y con la falta de higiene. Por estos motivos se tiende a colocar en Egipto el primer foco de lepra de los pueblos semitas y europeos. Y no son pocos los historiadores que creen que ah� fue donde se contagi� el pueblo de Israel, y que su voluntad de huir de esta enfermedad achacada a Egipto y a sus condiciones de alimentaci�n y de vida, hubo de tener un peso importante en la huida del pueblo de Israel. 

Lo cierto es que se produjo esa huida; que la hermana de Mois�s, Mar�a, fue leprosa; que la propia Biblia estableci� normas riguros�simas de higiene, tanto en la alimentaci�n (un cuidado riguroso de que los animales fuesen sanos y de que no se consumiesen carnes peligrosas, en especial la de cerdo) como en la limpieza corporal y en la del campamento; que la ley confi� a los sacerdotes la misi�n sagrada de velar por todo ello, y puso a su cargo la rigurosa inspecci�n de todos los casos de lepra: ellos eran los responsables de detectar al leproso y apartarlo de la comunidad, o declararlo limpio e integrarlo en ella.


EL RIESGO DE COMER ANIMALES LEPROSOS (ESCAMOSOS) 

La creencia de que la lepra vino de Egipto estuvo siempre muy generalizada. Herodoto, que habla mucho de este pa�s en sus Historias, no la menciona para nada, pero refiere que los egipcios se alimentaban de pescado crudo secado al sol. Y hasta muy recientemente se ha considerado que esta alimentaci�n ten�a que inducir necesariamente la lepra. �Por qu�? 

Parece que la misma palabra contiene la explicaci�n: lepra es rugosidad de la piel, escama. Y como siempre ha prevalecido la creencia de que �de lo que se come se cr�a�, la visi�n de pieles escamosas, rugosas, irregulares o castigadas por cualquier causa, produjeron un serio rechazo por el temor de asimilar con la alimentaci�n el causante de esa deformidad. De ah� probablemente la prohibici�n de comer carnes cuyas pieles tienen el aspecto de manchadas, agrietadas, etc�tera. Quiz�s haya que ver desde ese prisma la prohibici�n de los animales �impuros�, por creer que de un modo u otro acababan produciendo su misma impureza en quienes los com�an (el sacerdote que examinaba al que presentaba indicios de lepra, al finalizar los ritos, abluciones y sacrificios que ordenaba la ley, acababa declar�ndolo �puro� o �impuro�, seg�n cu�l fuese el resultado). 

Es un hecho digno de notarse que entre los alimentos dignos de ofrecerse a los dioses en sacrificio, no figura el pescado: de ninguna clase. Sin duda alguna porque se lo ha despreciado como alimento de �nfima categor�a. Por eso se le consider� siempre alimento de los que no ten�an otra cosa que comer; por eso en la cuaresma, el gran ayuno cristiano, el pescado ocupaba el lugar de la carne, como que ni siquiera se le consideraba comida de verdad. La ley de Mois�s no lleg� a prohibirlo, pero no hizo de �l el menor aprecio. Y es posible que fuese esa suspicacia contra todo lo que ten�a escamas, la causa de su relegaci�n. 

Pero si fue el cerdo el animal que mayor recelo produjo en cuanto a su peligrosidad, quiz� se debi� a la falta de higiene en que se le tuvo siempre. Al revolcarse en los charcos sin importarle cu�n sucios est�n, su piel presenta un aspecto cuarteado ciertamente repulsivo. Por otra parte, al ser omn�voro, come todo lo que est� a su alcance, de manera que adem�s de su aspecto sucio da la impresi�n de que se alimenta de basura (as� ha sido por lo general: se le ha engordado con cualesquiera restos). El hecho cierto es que ha servido como prototipo de toda suciedad, tanto interna (por la alimentaci�n) como externa (por su afici�n a revolcarse en su propia pocilga). Y por analog�a se han adoptado sus diversos nombres para calificar tambi�n la suciedad moral. 

El caso es que tanto la ley de Mois�s como la de Mahoma, fundadores de pueblos que conocieron con mayor virulencia que otros el castigo de la lepra, proh�ben con especial �nfasis el consumo de carne de cerdo. Y por lo mismo, porque asociaron la lepra especialmente con la suciedad, es por lo que por una parte proh�ben comer la carne del animal sucio por antonomasia, y por otra prescriben prolijos rituales lustrales, sobre todo a los que presentan se�ales de que su piel se est� contaminando de impurezas. Nada tendr�a de extra�o pues, que fuese la lepra el desencadenante de esos ritos y preceptos. 


Continuando con la exitosa iniciativa realizada en la pasada edici�n del D�a Mundial de la Lepra, ANESVAD pone en marcha en Internet, durante el mes de enero la Cadena Contra la Lepra. El objetivo es unir cibern�ticamente a aquellas personas que quieran manifestar su apoyo a la lucha contra esta milenaria enfermedad y animarles a que dejen un mensaje de apoyo a los afectados y las personas que trabajan con ellos. Un patrocinador destinar� un euro a diferentes Proyectos de lucha contra la enfermedad de la lepra por cada persona que se sume a la cadena.

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