LAS COSAS Y SUS NOMBRES NOMINA RERUM Mariano Arnal |
Lo más sarcástico
es que el invento de las “Comunidades
Autónomas” ha sido la pata de cabra indispensable para trocear y
destrozar cualquier comunidad política preexistente y sembrar la tierra de sal para que
no pueda brotar en ella ninguna otra comunidad.
Fue así, creando feudos, como se convirtieron las ciuitates (luego ciutates)
en ciudades, en puros lugares
geográficos. Es que en un sistema de dominación no caben las comunidades
ni las civitates ni menos la cívitas
en el amplio sentido en que la entendían los romanos. Cuando César explica
su guerra de las Galias, los nombres geográficos son excepción: no
existe Bélgica, ni Celtia, ni Helvecia, sino los Belgas, los Celtas,
los Helvecios. Y la misma Galia no es exactamente un nombre geográfico,
sino un colectivo de los diversos pueblos que forman la “provincia”
romana y la que pretende Ariovisto como su propia provincia. He releído
el primer comentario de César “De
bello gállico” para rastrear la terminología: sólo aparece ya
hacia el final la palabra nación
para referirse a las dos mujeres de Ariovisto: una
Sueba natione (la una de nación Sueva), áltera
Nórica (la otra de nación Nórica). Pero es que los
Belgas, los Celtas, los Helvecios, los Sequanos, los Germanos, los Alóbroges,
los Heduos, los Sántones, los Tolosates, los Ceutrones, los Caturiges,
los Galos, los Romanos y los demás protagonistas colectivos de la
Guerra de las Galias son civitates,
es decir grupos humanos organizados políticamente, auténticas comunidades.
¿Y qué ocurrió con este nombre? Que fue transferido a los óppida, es decir a los lugares en que se reunían con sus mujeres,
sus hijos y sus ancianos, cuando no estaban en guerra. ¿Por qué tuvieron
que transferir al lugar el nombre de la comunidad?
Pues muy sencillo: porque la comunidad
llegó a adelgazarse tanto, que perdió todo su peso, toda su virtud y
todo su poder; porque se quedó en nada y dejó de necesitar el nombre.
Tan innecesario llegó a ser nombrarla, que la ciudad
hecha de personas pudo regalarle el nombre a la urbe, hecha de piedras.
Así la urbe gozó de dos nombres, y sus habitantes de ninguno. Para la
falta que les hacía… La nobilísima cívitas, que había sido no sólo la colectividad de todos los
ciudadanos, sino también el conjunto de privilegios y deberes y
virtudes del ciudadano individual y de toda la colectividad de los
ciudadanos, se quedó sin nombre porque ya no le hizo falta y se lo
regaló a la urbe. Ese no fue más que el precedente de lo que le ocurriría a la comunidad. Las palabras son distintas, pero el fenómeno exactamente el mismo. Vale la pena que observemos de paso que del mismo modo que el apogeo de la palabra cívitas coincidió con el apogeo político del pueblo que la inventó, y que la decadencia del valor de esta palabra fue la señal inequívoca de la decadencia de Roma; así también deberíamos servirnos de la palabra comunidad como de indicador del vigor de la corporación política que la emplea. El hecho de que la palabra esté en todo su esplendor y pujanza, es señal evidente del vigor del pueblo que se sirve de ella. Y por el contrario, el hecho de que se haya vaciado de todo su valor colectivo y de las virtudes que encarna la comunidad para que finalmente sólo sirva para denominar un territorio, (¡tremendo despropósito léxico y político!) es signo evidente de descomposición. |