AUMENTA LA NATALIDAD EN ESPAÑA GRACIAS A LOS MARROQUÍES

Suena a muy buena noticia: por fin crece la natalidad en España; por fin llega el relevo generacional indispensable para garantizarnos las pensiones. Pero está por ver que ésta sea una buena noticia sin peros ni matizaciones. Mientras los vientos de la economía soplan favorables, todo va viento en popa; porque la percepción política de ese fenómeno es exclusivamente economicista. Pero basta analizar los propios términos del enunciado para entender que lo último que hay que hacer es felicitarse por ello. Resulta que los españoles han tirado la toalla en cuanto a su relevo generacional, y le han pasado el testigo al pueblo vecino: que se cuide él de renovar y rejuvenecer nuestra población.

Es decir que la noticia dice que mientras la población española en España envejece y decrece, porque tienen una ocupación primordial, que es crear riqueza, la población marroquí en España crece con fuerza no tanto por las continuas entradas de marroquíes, sino porque los que ya están instalados aquí han tomado en sus manos la tarea del relevo poblacional: gracias a la alta natalidad de los marroquíes, las clínicas y hospitales maternales vuelven a ver incrementado de forma notable el número de nacimientos.

Ésta sería una excelente noticia si nuestro modelo político fuese el mismo de los Estados Unidos: a pesar de que los mexicanos que residen en ese país son cerca de 10 millones, no inspiran la menor inquietud. Primero porque al ser los Estados Unidos un país formado felizmente por un conglomerado de pueblos, no perciben la diversidad como un riesgo, sino como la mayor garantía de estabilidad política. En segundo lugar porque los Estados Unidos se sienten como cultura dominante y dominadora, de modo que no temen ser invadidos culturalmente por sus vecinos. Sí tienen en cambio grandes recelos contra la cultura-religión-población árabe, sobre todo desde que les declaró la guerra el conglomerado islámico fundamentalista, difuso por todos los estados árabes y protegido en todos ellos, con más convicción e implicación en unos, y menos en otros.

Por eso no suena nada bien que nos felicitemos por estar viendo incrementada la población española gracias a nuestro vecino y rival político y cultural. ¿Qué hacemos felicitándonos por el crecimiento de la población marroquí en España, cuando España no tiene una decidida política de diversificación de su cultura islamizándola en proporción al incremento de su población islámica? Si España le tomase aprecio a la lengua, a la cultura y a la religión árabe hasta el punto de incorporarla a su propia cultura nacional, de modo que el componente árabe e islámico lo considerásemos consustancial y definidor de hispanidad e incluso de hispanismo, sería una espléndida noticia la de saber que nuestra identidad árabe-islámica crece con pujanza. Pero no nos hemos convertido aún a esa cultura, y está bien clara la voluntad férrea de no convertirse ellos a la nuestra.

Nos queda por tanto una convivencia ocasional e interesada, sin cimientos, que se tambaleará en cuanto mengüe nuestro interés económico por ellos, sin que sufra la menor merma su interés político Una vez más estamos edificando no sabemos el qué, porque no tenemos planos ni planes. Y estamos contentos.

NATALICIO

Es sorprendente cómo nos aferramos a derivados de nacer como naturaleza o nación (ambos del supino natus), y sin embargo despreciamos el origen de una y otra, que es el nacer. Nos hemos instalado en ideologías y en políticas antinatalistas, eufemísticamente llamadas planificadoras y de responsabilidad: como si se pudiera enfocar algún negocio con esa filosofía y con esos criterios. Siempre, en todos los pueblos, el nacimiento ha sido tan fundamental, que por empezar en nuestra familia lingüística se llamaron naciones (obsérvese que se le ha añadido al verbo nacer la desinencia sustantivadora de acción), porque se dieron perfecta cuenta de que eso eran en fin de cuentas todo el conjunto: una gran organización ordenada a propiciar y preservar el nacimiento; y que el buen fin, el resultado de esa concertación era la colectividad resultante: el conjunto de todos los nacidos con éxito: la nación.

Si en el nombre colectivo llevaban impresa su causa eficiente, es porque eran plenamente conscientes de que esa era también la actividad que les definía por encima de todo: la nación (sustantivo de acción de nacer; como plantación lo es de plantar; el sustantivo de acción y el resultado de esa acción). Siendo eso así, se comprende que organizaran grandes fiestas y ritos para celebrar cada nacimiento. Efectivamente, los romanos instituyeron el natalis díes, el día del nacimiento, del que ha quedado el nombre de Nadal y Natale, la forma genuina del nombre de la Navidad (derivada del cultismo Natividad, del latín Natívitas). Es que desde la confección de las cartas astrales hasta el gran banquete de celebración (sacrificio de comunión en su forma religiosa), el nacimiento de una criatura estaba rodeado de importantes actos.

Natalicio (natalitius) era el día del nacimiento. Natalitia sídera, los astros que presidían el nacimiento. Llevaban milenios observando que cada uno nace en un cielo distinto aunque la tierra sea la misma. Por eso observaban con rigor la situación de los astros en el justo momento del nacimiento, para pronosticar a partir de ahí lo que sería toda la vida. Ese es el origen de los horóscopos. Las nataliciae dapes eran el convite que se daba para celebrar el nacimiento. Y en general las nataliciae eran las fiestas para celebrar el día del nacimiento. Pero eso era sólo el adelanto de las fiestas y ritos que se celebraban al cabo de 8 o 9 días (según fuese niño o niña) para la ceremonia solemne de aceptación en la sociedad del recién nacido, con los ritos de purificación e imposición del nombre.

¿Y dónde estamos nosotros? pues en la eliminación total del natalicio. Ya no se celebra en nuestra sociedad el nacimiento de una nueva criatura. El nacer se ha convertido en pura cuestión tecnológica, sumamente apartada de la vida individual y colectiva. El bautizo desapareció por ser una fiesta religiosa; pero no ha sido sustituido por una fiesta laica. La desaparición no sólo de la palabra, sino también del espíritu natalicio es un importante paso hacia atrás que ha dado nuestra cultura. Vamos bien desorientados: cultivamos un nacionalismo antinatalista (¡qué peligro!) junto a una Navidad cada vez menos infantil, y a unos cumpleaños (aniversarios del nacimiento) cada vez más temidos.