LOS AMANTES DE
TERUEL
Son Juan Diego
Martínez de Marcilla e Isabel de Segura. Eran dos jóvenes de las
principales familias de Teruel; pero ya fuese por las frecuentes
desavenencias entre familias rivales, ya fuese por razón de la
limpieza de sangre (ser cristiano viejo), que entonces se miraba
mucho, el caso es que los padres no estaban de acuerdo con esos
amores.
Y como ocurre
también en todas las leyendas de este género, puesto que son copia
de la única realidad que entonces imperaba, los padres de Isabel
decidieron casar a la moza para no dar lugar a que creciese aquel
amor inconsentido.
Fue señalado el
día de la boda y Juan Diego sintió la necesidad de despedirse
definitivamente de su amada. Escaló la tapia del jardín como era
costumbre, y lo hizo a la medianoche, que es cuando mandan todas
las leyendas.
Tras los
requiebros amorosos propios de la ocasión, don Juan Diego le pidió
una prenda de amor a su amada: UN BESO, dice la leyenda para no
quitarle un ápice de romanticismo a este amor.
Casta y
obediente a la voluntad de sus padres como era Isabel, se lo negó,
bien que su corazón le pedía aquello y mucho más. Aquella negativa
fue más fuerte que el corazón lacerado del infortunado don Juan
Diego: se le borró el mundo de la vista, quedando en sus pupilas
la dulce y atormentada imagen de su amada, y cayó allí mismo
desplomado. Al entender su corazón que nunca más podría latir para
Isabel, prefirió dejar de latir para siempre.
La noche se
convirtió en alboroto. Corrió la voz por toda la ciudad de Teruel
y se iluminaron sus ventanas con la luz de los candiles. El día
siguiente la familia de don Juan Diego Martínez de Marcilla estaba
llamada a funeral en la iglesia catedral, y dos horas más tarde,
en la misma iglesia estaba llamada a boda la familia de Isabel
Segura.
A la
infortunada amante, perdida en el delirio del amor perdido, y
condenada a amar a quien no la amaba, los pies la condujeron con
determinación hacia el funeral prohibido. Se acercó al catafalco a
contemplar a su amor. Y al ver aquellos labios aún abiertos
pidiéndole el beso que le negara unas horas antes, no pudo
resistirse a esa última petición callada de su amado, u
postrándose junto a él le dio el beso de despedida.
El beso de
Isabel fue de los que resucitan a los muertos. Pero ¡ay!, le faltó
a ella el aliento para sobrevivir a aquella explosión de dulzura y
amargura. Su corazón estaba ya tan malherido que sucumbió a la
violenta sacudida de aquel beso.
Maravillados
los asistentes de la duración de aquel beso, quisieron levantar a
la infortunada amante de don Juan Diego, pero el beso la había
transportado a la eternidad. La familia de Don Diego se doblegó a
la violencia de aquel amor, tendieron a Isabel junto a su amado,
celebraron por ambos el funeral, y juntos fueron sepultados para
eterna memoria de aquel amor y para aviso de padres que cierran
los ojos y el corazón al amor de sus hijos.
Esta es la
leyenda de LOS AMANTES DE TERUEL, por la que se conoce a esta
ciudad más que por ninguna otra cosa. Pero es éste un hecho tan
repetido en la historia de nuestra doliente humanidad, que en
todos los casos se cuestiona la veracidad y la originalidad de la
leyenda. Es el corazón humano el que está puesto en ellas, y ese
sí que es verdad, una verdad que se encarna en distintos lugares
del mundo y en las más diversas leyendas cuyo denominador común es
siempre el mismo: LA FUERZA DEL AMOR.
Los estudiosos
de esta leyenda apuntan a que se parece mucho a uno de los cuentos
del Decamerón de Boccaccio, que a su vez es recopilación de una
leyenda anterior. Es una prueba más de la constancia del corazón
humano y de la fe que tiene la humanidad en el AMOR.
La leyenda de LOS AMANTES DE
TERUEL ha sido reescrita más de 20 veces por plumas tan
prestigiosas como la de Tirso de Molina, que la han llevado a la
poesía, a la novela y al teatro. Y como broche de oro, el maestro
Tomás Bretón la elevó a la dignidad de la ópera: inspirada en la
obra de Harzenbusch, con libreto del mismo maestro Tomás Bretón y
dividida en cinco actos, se estrenó en el Teatro Real de Madrid el
12 de febrero de 1889.
Mariano Arnal
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