Nombre de origen
germánico, basado en la raíz hail, que significa alto, divino
y por extensión se le asignan también otros atributos de la
divinidad como invulnerable, inmortal... Olga es el resultado de la
eslavización de Helga, nombre escandinavo que se relaciona con el de
Elena, del que muchos consideran como una variación, porque ese fue
el nombre que adoptó la princesa rusa santa Olga al convertirse al
cristianismo. Al salirnos de los estrechos límites de los nombres
tradicionales, una de las líneas por las que se abrió nuestro caudal
onomástico fue por las formas a menudo más sonoras o al menos más
nuevas que otras lenguas dan a los mismos nombres, en este caso
escandinavas y eslavas.
Santa Olga es
una princesa rusa del siglo X, esposa del príncipe Igor. Al morir
éste, la princesa ejerció la regencia durante la minoría de edad de
su hijo Sviatoslaf y al quedar libre de sus responsabilidades de
gobierno, se convirtió al cristianismo y recibió el bautismo
solemnemente. Murió en 969. La iglesia rusa celebra su fiesta el
11 de julio, día que suelen elegir las Olgas para celebrar su onomástica.
Otras prefieren celebrarla el 18 de agosto, fiesta de santa Elena
emperatriz.
Otras Olgas dignas
de tener en cuenta son Olga Constantinovna, reina de Wurtemberg,
nacida en Rusia en 1822 y muerta en Friedrischshafen en 1892. Era
hija de Nicolás I y de Alejandra Feodorovna. A los 22 años contrajo
matrimonio con el que sería más tarde rey de Wurtemberg, Carlos, que
en honor de su esposa creó la Orden de Olga, para premiar los
méritos tanto de caballeros como de damas. Digna también de mención
Olga Nikolaievna, nacida en Rusia en en 1851. Hija del gran duque
Constantino de Rusia, casó con el rey Jorge I de Grecia. De este
matrimonio nació Constantino I, padre del rey Alejandro. De Pablo I
de Grecia nacieron Constantino II y su hermana Sofía, reina de
España.
La referencia
máxima de las Olgas y Helgas es santa Elena, madre de Constantino el
Grande, el que dio a la historia de Roma un giro de 180 grados,
vinculando la administración del imperio a la religión que hasta
entonces había sido declarada el enemigo número uno del imperio,
causa de todos sus males, y perseguida por tanto encarnizadamente.
Cuenta la tradición que la madre del emperador, santa Elena, tuvo la
mayor parte en su conversión; no es de extrañar, a tenor del
entusiasmo que puso en la recuperación de los grandes símbolos del
cristianismo (el santo Sepulcro, la Vera Cruz, y en general todo lo
que hoy llamamos los santos lugares), sólo explicable por una fe
profunda. La imagen de santa Elena transmite una gran firmeza y
energía en las resoluciones, auténtico talante de emperatriz, pero
con una humanidad desconocida hasta entonces.
Fue santa Elena la
precursora de un incontable séquito de reinas y princesas que a lo
largo de la historia del cristianismo dedicarían parte de sus
energías y de sus bienes a ejercer la caridad para con los más
desfavorecidos. Y como si fuese por contagio del nombre, también las
Olgas y Helgas se distinguieron además de por su firmeza en el
gobierno de sus reinos y principados, en la generosidad para con sus
gobernados. Tienen las Olgas un buen espejo en que mirarse.
¡Felicidades!