DON JUAN
TENORIO Y DOÑA INÉS
(EL
CAZADOR CAZADO)
Don
Juan Tenorio es el prototipo amoroso masculino que ha
conquistado de forma más ostentosa el teatro, la literatura
y el lenguaje. No se dirá de nadie que en cuestiones de amor
es un Romeo o un Marco Antonio, o un Calixto, o un Otelo o
un Don Quijote: pero sí que dirán de alguien que es un Don
Juan. ¿Por qué Don Juan Tenorio tanto, y los demás modelos
de amante tan poco?
Lo llamativo
de este fenómeno es que precisamente el transgresor, el
calavera, el que sin el menor escrúpulo juega con los
sentimientos de las mujeres que confían en su amor,
precisamente ese se haya ganado un lugar de honor en el alma
de la gente: Tirso de Molina, en 1630 nos ofrece ya el
personaje de Don Juan Tenorio con nombre y apellido en El
burlador de Sevilla y convidado de piedra. Tenía
antecedentes, claro está, pero a él le cupo la gloria de la
creación del personaje, y a José Zorrilla, desde 1844 en que
estrenó su Don Juan Tenorio, la gloria de su
extraordinaria popularización. Desde entonces, y a lo largo
de más de un siglo, año tras año se representaba en toda
España por la fiesta de los Difuntos.
El personaje
venía de muy lejos: aunque España fue finalmente la patria
que le acogió como hijo predilecto, no fue su lugar de
nacimiento. Don Juan, antes de adoptar el apellido de
Tenorio, es un auténtico ciudadano del mundo. España sólo
acabó de caracterizarlo y de darle un nombre inmortal.
Mozart le dedicó una ópera. La gran novedad del Don Juan de
Zorrilla es que finalmente sale absuelto: rehabilitado que
diríamos hoy, en vez de condenado sin remedio como el de
Tirso de Molina y tantos otros bajo nombres distintos. El
caso es que el personaje se las trae:
Por
dondequiera que fui
la razón
atropellé,
la virtud
escarnecí,
a la
justicia burlé,
y a las
mujeres vendí.
Yo a las
cabañas bajé,
yo a los
palacios subí,
yo los
claustros escalé,
y en todas
partes dejé
memoria
amarga de mí.
Ni reconocí
sagrado,
ni hubo
ocasión ni lugar
por mi
audacia respetado;
ni en
distinguir me he parado
al clérigo
del seglar.
A quien
quise provoqué,
con quien
quiso me batí,
y nunca
consideré
que pudo
matarme a mí
aquel a
quien yo maté.
Y sin embargo
ejerce un enorme atractivo no sólo en los hombres, que
podrían proponérselo como envidiable modelo, sino también
para las mujeres, que son sus víctimas:
DON LUIS:
¡Por Dios
que sois hombre extraño!
¿Cuántos
días empleáis
en cada
mujer que amáis?
DON JUAN:
Partid los
días del año
entre las
que ahí encontráis.
Uno para
enamorarlas,
otro para
conseguirlas,
otro para
abandonarlas,
dos para
sustituirlas,
y un hora
para olvidarlas.
Pero quiso
apuntar a lo más alto, quiso robarle a Dios una novicia,
Doña Inés, y dio con ella, claro está, la enamoró. De
momento él quedó triunfador:
DOÑA INÉS:
No sé:
desde que le vi,
Brígida
mía, y su nombre
me dijiste,
tengo a ese hombre
siempre
delante de mí.
Por
doquiera me distraigo
con su
agradable recuerdo,
y si un
instante le pierdo,
en su
recuerdo recaigo.
No sé qué
fascinación
en mis
sentidos ejerce,
que siempre
hacia él se me tuerce
la mente y
el corazón:
y aquí y en
el oratorio
y en todas
partes advierto
que el
pensamiento divierto
con la imagen
de Tenorio.
Pero no
contaba Don Juan con quedar atrapado en su propia trampa.
Tanto le costó conquistar a Doña Inés, que tuvo que poner en
ello el alma. Tuvo que superarse a sí mismo, y en verdad que
se superó. El burlador del amor cayó en los lazos del amor,
el escarnecedor del amor quedó totalmente subyugado por él
cuando lo encarnó en Doña Inés:
DON JUAN:
¡Cálmate,
pues, vida mía!
Reposa
aquí, y un momento
olvida de
tu convento
la triste
cárcel sombría.
¡Ah! ¿No
es cierto, ángel de amor,
que en
esta apartada orilla
más pura
la luna brilla
y se
respira mejor?
Esta aura
que vaga llena
de los
sencillos olores
de las
campesinas flores
que brota
esa orilla amena;
esa agua
limpia y serena
que
atraviesa sin temor
la barca
del pescador
que espera
cantando al día,
¿no es
cierto, paloma mía,
que
están respirando amor?
Esa armonía
que el viento
recoge
entre esos millares
de floridos
olivares,
que agita
con manso aliento;
ese
dulcísimo acento
con que
trina el ruiseñor
de sus
copas morador
llamando al
cercano día,
¿no es
verdad, gacela mía,
que
están respirando amor?
Y estas
palabras que están
filtrando
insensiblemente
tu corazón
ya pendiente
de los
labios de don Juan,
y cuyas
ideas van
inflamando
en su interior
un fuego
germinador
no
encendido todavía,
¿no es
verdad, estrella mía,
que
están respirando amor?
Y esas dos
líquidas perlas
que se
desprenden tranquilas
de tus
radiantes pupilas
convidándome a beberlas,
evaporarse,
a no verlas,
de sí
mismas al calor;
y ese
encendido color
que en tu
semblante no había,
¿no es
verdad, hermosa mía,
que
están respirando amor?
¡Oh! Sí,
bellísima Inés
espejo y
luz de mis ojos;
escucharme
sin enojos,
como lo
haces, amor es:
mira aquí a
tus plantas, pues,
todo el
altivo rigor
de este
corazón traidor
que
rendirse no creía,
adorando,
vida mía,
la
esclavitud de tu amor.
Son los
celebérrimos versos en que Don Juan se rinde al amor de Doña
Inés, en que se transfigura nuestro personaje y empieza a
respirar amor por todos sus poros; en que todo lo ve con los
ojos del amor. Es que está perdidamente enamorado.
El
enamoramiento de Doña Inés no es ningún prodigio siendo obra
de ese enamorador casi de oficio. Sigue en estos versos
puesto en palabras:
DOÑA INÉS:
Callad, por
Dios, ¡oh, don Juan!,
que no
podré resistir
mucho
tiempo sin morir
tan nunca
sentido afán.
¡Ah! Callad
por compasión,
que
oyéndoos me parece
que mi
cerebro enloquece
se arde mi
corazón.
¡Ah! Me
habéis dado a beber
un filtro
infernal, sin duda,
que a
rendiros os ayuda
la virtud
de la mujer.
Tal vez
poseéis, don Juan,
un
misterioso amuleto
que a vos
me atrae en secreto
como
irresistible imán.
Tal vez
Satán puso en vos:
su vista
fascinadora,
su palabra
seductora,
y el amor
que negó a Dios.
¡Y qué he
de hacer ¡ay de mí!
sino caer
en vuestros brazos,
si el
corazón en pedazos
me vais
robando de aquí?
No, don
Juan, en poder mío
resistirte
no está ya:
yo voy a ti
como va
sorbido al
mar ese río.
Tu
presencia me enajena,
tus
palabras me alucinan,
y tus
ojos me fascinan,
y tu
aliento me envenena.
¡Don Juan!
¡Don Juan!, yo lo imploro
de tu
hidalga compasión:
o
arráncame el corazón,
o ámame
porque te adoro.
Y ya en la
apoteosis de la acción, Don Juan se reafirma en su amor y lo
que empezó en apuesta se le ha convertido en el único
compromiso de su vida, en las auténticas palabras de amor
formal y para siempre.
DON JUAN:
¿Alma mía!
Esa palabra
cambia de
modo mi ser,
que alcanzo
que puede hacer
hasta que
el Edén se me abra.
No es, doña
Inés, Satanás
quien pone
este amor en mí;
es Dios,
que quiere por ti
ganarme
para Él quizás.
No, el amor
que hoy se atesora
en mi
corazón mortal
no es un
amor terrenal
como el que
sentí hasta ahora;
no es esa
chispa fugaz
que
cualquier ráfaga apaga;
es incendio
que se traga
cuanto ve,
inmenso, voraz.
Desecha,
pues, tu inquietud,
bellísima
doña Inés,
porque me
siento a tus pies
capaz aún
de la virtud.
Sí, iré mi
orgullo a postrar
ante el
buen Comendador,
y
o habrá de
darme tu amor,
o me tendrá
que matar.
Pero es tanto
y tanto el amor que ha mentido Don Juan, que ahora sólo le
cree su amada. Y nadie más. Por eso también este amor acaba
en tragedia, pero algo más dulce que las demás tragedias de
amor.
Ahí tenemos
pues a nuestra pareja de enamorados, labrada duramente
contra el destino. Pera esta vez no son los padres el
principal obstáculo para el amor, sino el amante, que ha de
luchar duramente contra su historia de conquistador
insensible.
Y queda la
duda en el aire: ¿Quién es el auténtico Don Juan? ¿El
conquistador que no se deja conquistar, o el conquistador
conquistado? El veredicto popular es implacable: Del Don
Juan enamorado, rendido a los pies de su amada Doña Inés,
dice: “Éste no es mi Don Juan, que me lo han cambiado”. El
que nos fascina es el calavera. ¿Por qué será?
Mariano
Arnal
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