QUÉ SER Y QUÉ HACER
Hemos perdido
la capacidad de sorprendernos ante el espectáculo fantástico
de la NAVIDAD. Como si algo así saliese de la nada; como si
el hecho de que los grandes intereses comerciales parezcan
haber tomado la iniciativa de la promoción de la Navidad,
hubiese sido capaz de desvirtuar el sentido de ésta. No
debiéramos extrañarnos ni menos sentir enfado porque el
comercio se haya asociado a la fiesta religiosa: esa es una
constante universal y eterna. Desde las primeras
celebraciones religiosas estuvieron tan asociados el templo
y el mercado, que es difícil, caso por caso, decir si fue la
religión la que se unió al comercio, o fue el comercio el
que se unió a la religión.
La primera
necesidad que sintió el hombre desde que inventó la
producción (la agricultura y la ganadería) fue la de las
ferias o mercados, que no podían ir separados de los
sacrificios, puesto que en ellos se proveía de comida para
los asistentes. Eran sacrificios de comunión; comidas de
hermandad que diríamos hoy. Es que la necesidad de
deshacerse de los productos sobrantes, la alegría natural de
todo mercadeo, la necesidad de atraer a los compradores con
estímulos complementarios, y la necesidad de crear en torno
a ellos un clima de disposición al gasto, fue imponiendo la
creación de un paquete completo en el que el mercado
propiamente dicho iba necesariamente acompañado de ritos
religiosos y celebraciones profanas tanto más importantes
cuanto mayor era la importancia de la feria.
En cuanto hay
celebración a la vista, aparecen espontáneos los
comerciantes. Es inevitable. Parece que forman parte del
color de la fiesta. Es que ferias y fiestas son la misma
palabra y la misma cosa con dos caras distintas. Y si las
fiestas son grandes, las ferias han de ser proporcionales.
Por eso, tratándose de la fiesta más grande del año, y
siendo en ella los niños los protagonistas de honor, y con
las ganas que tienen todos de volver a ser niños una vez al
año, se entiende que las ferias sean desmedidas.
Pero lo
importante de estas fiestas no es cuánto se compra, cuánto
se vende y cuánto se consume, sino qué se hace. La vida está
formada de la sucesión de actos, y no podemos consentir que
todos los días sean iguales. A lo largo del año ha de haber
estaciones que se esperan con anhelo, que llenan meses de
vida. Ese es el prodigio cultural de las fiestas. Pero si
además están animadas de un espíritu especial, si no son
sólo festejos, sino que además están dotadas de alma, esas
fiestas se convierten en uno de los más ricos patrimonios de
nuestra cultura.
Porque la
Navidad tiene una especie de gracia santificante: todos los
que se ven envueltos en ella sacan en esos días lo mejor de
sí mismos, van con la idea de portarse lo mejor posible con
todo el mundo; sacan a relucir su vena benéfica y se
acuerdan de los que menos tienen. En efecto, forman ya parte
de la Navidad las rifas benéficas, los donativos, la
generosidad desacostumbrada, los buenos propósitos. Es
realmente un prodigio de nuestra cultura ser capaz de mover
tan buenos impulsos junto con una profusión de árboles de
Navidad, pesebres e infinidad de adornos navideños y de un
comercio desbordado.
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