Biografía escrita por Eve Curie, hija de Marie y Pierre
Curie.
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En
el otoño de 1891 se matriculó en el curso de ciencias
de la Universidad parisiense de la Sorbona una joven
polaca llamada Marie Sklodowska. Los estudiantes, al
tropezarse con ella en los corredores de la Facultad, se
preguntaban: ¿Quién es esa muchacha de aspecto tímido
y expresión obstinada, que viste tan pobre y
austeramente? Nadie lo sabía a ciencia cierta: "Es
una extranjera de nombre impronunciable. Se sienta
siempre en la primera fila en clase de física".
Las miradas de sus condiscípulos la seguían hasta que
su grácil figura desaparecía por el extremo del
corredor. "Bonito pelo". Su llamativa
cabellera, de color rubio cenizo, fue durante mucho
tiempo el único rasgo distintivo en la personalidad de
aquella tímida extranjera para sus compañeros de la
Sorbona. |
Pero los jóvenes no ocupaban la
atención de Marie Sklodowska; su pasión era el estudio de las
ciencias. Consideraba perdido cualquier minuto que no dedicara a
los libros.
Demasiado tímida para hacer amistades entre sus compañeros
franceses, se refugió dentro del circulo de sus compatriotas, que
formaban una especie de isla polaca en medio del Barrio Latino de
París. Incluso allí, su vida se deslizaba con sencillez
monástica, consagrada enteramente al estudio. Sus ingresos,
algunos ahorros de su trabajo como institutriz en Polonia y
cantidades pequeñas que le enviaba su padre, oscuro aunque
competente profesor de matemáticas en su país natal, ascendían
a cuarenta rublos al mes. Disponía, pues, al cambio, de tres
francos diarios para pagar todos sus gastos, inclusive los de sus
estudios universitarios.
Para ahorrar carbón no encendía el calentador, y pasaba horas y
horas escribiendo números y ecuaciones sin apenas enterarse de
que tenía los dedos entumecidos y de que sus hombros temblaban de
frío.
Llegó a pasar semanas enteras sin tomar otro alimento que té con
pan y mantequilla. Cuando quería festejar algo compraba un par de
huevos, una tableta de chocolate o algo de fruta.
Este escaso régimen alimentario volvió anémica a la muchacha
que unos meses antes había salido de Varsovia rebosante de salud.
Frecuentemente, al incorporarse, sentía desvanecimientos y tenía
que recostarse en la cama, donde a veces perdía el conocimiento.
Al volver en si, pensaba que estaba enferma, pero procuraba
olvidarse de ello, igual que hacia con todo lo que pudiera
entorpecer su trabajo.
Jamás pensó que su única enfermedad era la inanición.
Ni el amor ni el matrimonio figuraban en los proyectos de
Marie.
Dominada por la pasión científica, mantenía, a los veintiséis
años de edad, una decidida independencia personal. Entonces
conoció a Pierre Curie, científico francés. Pierre tenía
treinta y cinco años, era soltero y, al igual que Marie, estaba
dedicado en cuerpo y alma a la investigación científica. Era
alto, tenía manos largas y sensitivas y una barba pobladísima;
la expresión de su cara era tan inteligente como distinguida
Desde su primer encuentro en un
laboratorio, en el año 1894, ambos simpatizaron. Para Pierre
Curie, la señorita Sklodowska era una personalidad
desconcertante; le asombraba poder hablar con una joven tan
encantadora en el lenguaje de la técnica y de las fórmulas más
complicadas... ¡Era delicioso! Pierre Curie trató de hacer
amistad con ella y le pidió permiso para visitarla. Con
cordialidad no exenta de reserva, la joven lo recibió en la
habitación modesta que le servía de alojamiento.
En medio de aquel desván casi
vacío, con su rostro de facciones firmes y decididas, y su pobre
vestido, Marie nunca había estado tan hermosa. Lo que fascinaba a
Pierre no era solo su devoción por el trabajo, sino su valor y
nobleza de espíritu.
A los pocos meses, Pierre Curie le propuso matrimonio. Pero
casarse con un francés, abandonar para siempre a su familia y su
amada Polonia, parecía imposible para la señorita Sklodowska.
Hubieron de pasar diez meses antes de que Marie aceptara la
propuesta.
Pierre y Marie pasaron los primeros días de su vida de casados
paseando por el campo en bicicletas compradas con dinero que
habían recibido como regalo de bodas. Comían frugalmente y se
contentaban con un régimen de pan, fruta y queso; paraban al
acaso en posadas desconocidas, y por el reducido precio de varios
millares de golpes de pedal y unos pocos francos para pagar el
alojamiento en los pueblos, disfrutaron de una larga luna de
miel.
La joven pareja estableció su hogar en un diminuto apartamento,
situado en el número 24 de la calle de la Glacière. Estanterías
de libros decoraban las desnudas paredes; en el centro de la
habitación tenían dos sillas y una gran mesa blanca, de madera.
Sobre la mesa, tratados de física, una lámpara de petróleo y un
ramo de flores. Eso era todo.
Poco a poco Marie aprendió a llevar la casa. Inventaba platos que
podía preparar en muy corto tiempo. Antes de salir dejaba la
llama graduada con la precisión propia de un físico; echaba una
Ultima mirada al puchero puesto a la lumbre y salía corriendo
para alcanzar en la escalera a su marido, en compañía del cual
se dirigía al laboratorio. Un cuarto de hora después podían
verla graduando la llama de un soplete con la misma precisión y
cuidado que le eran característicos.
Durante el segundo año de su
matrimonio nació la primera hija, Irène, que con el correr de
los años ganaría el premio Nobel. Jamás pensó Marie Curie que
se vería en la necesidad de elegir entre el hogar y su carrera
científica.
Cuidaba de su casa, atendía a su hijita y preparaba la comida,
sin descuidar por ello el trabajo en el laboratorio, trabajo que
debía llevarla al descubrimiento más importante de la ciencia
moderna.
Hacia finales de 1897 Marie
había obtenido dos títulos universitarios y una beca, y había
publicado una importante monografía acerca de la imantación del
acero templado. Su próxima meta era el doctorado. Al buscar un
proyecto de investigación que le sirviera de tema para la tesis,
se interesó vivamente por una reciente publicación del sabio
francés Antoine Henri Becquerel, quien había descubierto que las
sales de uranio emitían espontáneamente, sin exposición a la
luz, ciertos rayos de naturaleza desconocida. Un compuesto de
uranio colocado sobre una placa fotográfica cubierta de papel
negro, dejaba una impresión en la placa a través del papel. Era
la primera observación del fenómeno al que Marie bautizó
después con el nombre de radiactividad; pero la naturaleza de la
radiación y su origen seguían siendo un misterio.
El descubrimiento de Becquerel fascinaba a los esposos Curie. Se
preguntaban de dónde proviene la energía que los compuestos de
uranio radian constantemente. Se enfrentaban con un absorbente
tema de investigación, un salto al reino de lo desconocido.
Merced a la intervención del director de la Escuela de Física
donde enseñaba Pierre, Marie logró permiso para utilizar un
pequeño depósito que había en el sótano de la misma. La
investigación científica en aquel cuartucho no era nada fácil,
y el ambiente, fatal para los sensitivos instrumentos de
precisión, no lo fue menos para la salud de la
investigadora.
Mientras se hallaba enfrascada en el estudio de los rayos de
uranio, Marie descubrió que los compuestos formados por otro
elemento, el torio, también emitían espontáneamente rayos como
los del uranio.
Por otra parte, en ambos casos la radiactividad era mucho más
fuerte de lo que podía atribuirse lógicamente a la cantidad de
uranio y torio contenida en los productos examinados.
¿De dónde provenía esta
radiación anormal? Solo había una explicación posible: los
minerales estudiados debían contener, aunque en pequeña
cantidad, una sustancia radiactiva muchísimo más poderosa que el
uranio y el torio. ¿Pero cuál era esa sustancia? En sus
experimentos, Marie había examinado todos los elementos químicos
conocidos. Por tanto, los minerales examinados debían contener
una sustancia radiactiva que por fuerza tenía que ser un elemento
químico hasta entonces desconocido.
Pierre Curie, que había seguido
con apasionado interés el rápido progreso de los experimentos
de' su esposa, resolvió abandonar sus propios trabajos para
dedicarse a ayudarla. Ambos buscaron entonces en el diminuto y
húmedo laboratorio el elemento desconocido.
Marie y Pierre comenzaron separando y midiendo pacientemente la
radiactividad de todos los elementos que contiene la pecblenda
(mineral de uranio), pero a medida que fueron limitando el campo
de su investigación sus hallazgos indicaron la existencia de dos
elementos nuevos en vez de uno. El mes de julio de 1898 los
esposos Curie pudieron anunciar el descubrimiento de una de estas
sustancias.
Marie le dio el nombre de polonio en recuerdo de su amada Polonia.
En diciembre del mismo año revelaron la existencia de un segundo
elemento químico nuevo en la pecblenda, al que bautizaron con el
nombre de radio, elemento de enorme radiactividad. Pero nadie
había visto el radio; nadie podía decir cuál era su peso
atómico. Tendrían que pasar cuatro años para que los esposos
Curie pudieran probar la existencia del polonio y el radio, y aun
cuando conocían bien el método que les permitiría aislar los
dos elementos, les era preciso disponer de grandes cantidades de
material en bruto de donde extraerlos.
De las minas de St. Joachimsthal, situadas en Bohemia, se extraía
pecblenda, mineral de donde proceden ciertas sales de uranio
empleadas en la fabricación de lentes. La pecblenda es un mineral
costoso, pero, según los cálculos del matrimonio Curie, aun
aislando el uranio, el polonio y el radio quedarían intactos.
¿Por qué, entonces, no tratar químicamente los residuos que
tenían escaso valor comercial?
El Gobierno austríaco facilitó una tonelada de tales residuos, y
con ellos empezaron a trabajar en una barraca abandonada, cercana
al cuartucho en donde Marie había realizado sus primeros
experimentos. La barraca no tenía suelo, unas desvencijadas mesas
de cocina, un pizarrón y una cocinilla de hierro viejo
constituían todo el mobiliario.
A pesar de todo - escribiría Marie, tiempo después -, en aquella
miserable barraca pasamos los mejores y más felices años de
nuestra vida, consagrados al trabajo. A veces me pasaba todo el
día batiendo una masa en ebullición con un agitador de hierro
casi tan grande como yo misma. Al llegar la noche estaba rendida
de fatiga.
En estas condiciones trabajó el
matrimonio Curie desde 1898 a 1902. Vestida con su vieja bata,
donde el polvo y las salpicaduras de los ácidos marcaban claras
huellas, suelto al viento el cabello y en medio de vapores que le
atormentaban por igual ojos y garganta, trabajaba Marie.
Finalmente, en 1902, a los cuarenta y cinco meses de haber
anunciado los esposos Curie la probable existencia del radio,
Marie obtuvo la victoria: había logrado, al fin, preparar un
decigramo de radio puro, y había determinado el peso atómico del
nuevo elemento. Los químicos tuvieron que rendirse ante la
evidencia de los hechos. A partir de aquel momento el radio
existía oficialmente.
Desgraciadamente, los esposos
Curie tenían que luchar con otros problemas. El sueldo de Pierre
en la Escuela de Física no era muy holgado, y con la llegada de
Irène hubo de emplear una niñera, que aumentó considerablemente
sus gastos. Había que buscar más recursos. En 1898 quedó libre
en la Sorbona la cátedra de química, y Pierre decidió
presentarse como candidato. Su candidatura fue, sin embargo,
rechazada. Solo seis años después, en 1904, cuando ya el mundo
entero proclamaba la fama del hombre de ciencia, logró Pierre
Curie formar parte del claustro de profesores del renombrado
centro. Marie logró obtener empleo como profesora de un colegio
de señoritas cercano a Versalles.
Los esposos Curie continuaron su labor docente con buena voluntad
y cariño, sin amargura. Apremiados por sus dos ocupaciones, la
enseñanza y la investigación científica, a menudo se olvidaban
de comer y aun de dormir. En varias ocasiones Pierre tuvo que
guardar cama con fuertes dolores en las piernas. Los nervios
sostenían a Marie en pie, pero sus amigos estaban seriamente
alarmados por la palidez y delgadez de su rostro. Mientras la
investigación de la radiactividad progresaba, la pareja de sabios
que le había dado vida se iba agotando poco a poco.
Purificado en forma de cloruro, el radio aparecía como un polvo
blanco similar a la sal de mesa; pero sus cualidades eran
extraordinarias. La intensidad de sus radiaciones sobrepasaron
todo lo esperado, pues era dos millones de veces mayor que la del
uranio. Los rayos que despedía atravesaban las sustancias más
duras y más opacas, y solo una gruesa plancha de plomo era capaz
de resistir su penetración destructora.
El último y más maravilloso milagro era que el radio podía
convertirse en un aliado del hombre en su lucha contra el cáncer.
Tenía pues, una utilidad práctica, y su extracción había
dejado de tener un simple interés experimental. Iba a nacer la
industria del radio.
En varios países se habían hecho
ya planes para la explotación de minerales radiactivos,
principalmente en Bélgica y en los Estados Unidos. Sin embargo,
los ingenieros sólo podrían producir el "fabuloso
metal" si dominaban el secreto de las delicadas operaciones a
que había de someterse la materia prima. Cierta mañana de
domingo, Pierre explicó a su esposa lo que ocurría. Acababa de
leer una carta que le habían dirigido en demanda de información
varios ingenieros de los Estados Unidos, que querían utilizar el
radio en Norteamérica.
- Tenemos dos
caminos - le dijo Pierre -, o bien describir los resultados de
nuestra investigación, sin reserva alguna, incluyendo el proceso
de la purificación...
Marie hizo mecánicamente un gesto de aprobación y murmuró:
- Sí, desde luego.
- O bien podríamos considerarnos propietarios e
"inventores" del radio, patentar la técnica del
tratamiento de la pecblenda y asegurar- nos los derechos de la
fabricación del radio en todo el mundo.
Marie reflexionó unos segundos: -Es imposible- dijo luego -.
Sería contrario al espíritu científico.
Pierre sonrió con satisfacción. Marie continuó: -Los físicos
siempre publican el resultado completo de sus investigaciones. Si
nuestro descubrimiento tiene posibilidades comerciales, será una
circunstancia de la cual no debemos sacar partido. Además, el
radio se va a emplear para combatir una enfermedad. Seda imposible
aprovecharnos de eso...
- Esta misma noche escribiré a los ingenieros norteamericanos
para darles toda la información que nos piden.
Un cuarto de hora después, Pierre y Marie rodaban sobre sus
bicicletas hacia el bosque. Acababan de escoger para siempre entre
la fortuna y la pobreza. Al caer la tarde regresaban exhaustos,
con los brazos cargados de hojas y flores silvestres.
En junio de 1903, el Real Instituto de Inglaterra invitó
oficialmente a Pierre a dar en Londres una serie de conferencias
sobre el radio. A continuación recibieron un alud de invitaciones
a comidas y banquetes, pues todo Londres quería conocer a los
padres del nuevo elemento.
En noviembre de 1903, el Real Instituto de Inglaterra confirió a
Pierre y a Marie una de sus más distinguidas condecoraciones: la
Medalla de Davy.
El siguiente reconocimiento público a su labor vino de Suecia. El
10 de diciembre de 1903, la Academia de Ciencias de Estocolmo
anunció que el Premio Nobel de Física correspondiente a aquel
año se dividiría entre Antoine Henri Becquerel y los esposos
Curie, por sus descubrimientos relacionados con la
radiactividad.
Este premio era una suma equivalente a 15,000 dólares, y su
aceptación no era en modo alguno "contraria al espíritu
científico". Pierre pudo dejar la pesada carga de sus muchas
horas de clase y salvar así su salud. Cuando recibieron el dinero
hubo regalos para el hermano de Pierre, para las hermanas de
Marie, donaciones a varias sociedades científicas, a estudiantes
polacos y a una amiga de la infancia de Marie.
Marie se dio también el gusto de instalar un baño moderno en su
casa y de renovar el papel de una habitación; pero no se le
ocurrió comprarse un sombrero nuevo, y continuó con sus clases,
aunque insistió en que Pierre dejara su trabajo en la Escuela de
Física.
Cuando la fama les abrió los brazos, los telegramas de
felicitación se apilaban sobre su gran mesa de trabajo; los
periódicos publicaban miles de artículos acerca de ellos,
llegaban centenares de peticiones de autógrafos y fotografías,
cartas de inventores e incluso poemas sobre el radio. Un
norteamericano llegó hasta solicitar permiso para bautizar a una
yegua de carreras con el nombre de Marie. Pero para los esposos
Curie su misión no había terminado; su único deseo era
continuar trabajando.
En la primavera de 1904, Marie
escribió: "...¡Siempre hay ruido a nuestro alrededor! La
gente nos distrae de nuestro trabajo. He decidido no recibir más
visitas; pero de todos modos se me importuna. Los honores y la
fama han estropeado nuestra vida. La existencia pacífica y
laboriosa que llevábamos ha sido completamente
desorganizada".
Al final de su segundo embarazo, Marie estaba completamente
agotada. El 6 de diciembre de 1904 nació otra hija, Ève, la
autora de esta biografía.
Pronto volvió Marie
a la rutina de la escuela y el laboratorio. El matrimonio no
asistía jamás a fiestas sociales, pero no podía eludir los
banquetes oficiales en honor de sabios extranjeros. Para tales
ocasiones, Pierre vestía su frac brillante y Marie se ataviaba
con su finito traje de noche.
El 3 de julio de 1905 ingresó Pierre Curie en la Academia de
Ciencias. Mientras tanto, la Sorbona había creado para él una
cátedra de Física (el puesto que tanto había deseado), pero
todavía no disponía de un laboratorio adecuado.
Pasaron otros ocho años de paciente labor antes de que Marie
lograra instalar la radiactividad en un hogar digno de tan
importante descubrimiento, hogar que Pierre no habría de conocer.
Hacia las dos y media de la tarde del jueves 19 de abril de 1906,
un día opaco y lluvioso, Pierre se despidió de los profesores de
la Facultad de Ciencias, con quienes había almorzado, y salió
bajo la lluvia. Al atravesar la calle Dauphine, pasó distraído
detrás de un coche de caballos y se interpuso en el camino de un
pesado carro que, tirado por un caballo, avanzaba con rapidez.
Sorprendido, trató de asirse al arnés del bruto, que se
encabritó; los pies del sabio resbalaron sobre el pavimento
húmedo; en vano trató el conductor de detener el vehículo
tirando fuertemente de las riendas: el enorme carro, con todo el
peso de sus seis toneladas, siguió rodando varios metros más; la
rueda izquierda trasera pasó por encima de Pierre. La policía
recogió un cuerpo aún cálido del cual acababa de escaparse la
vida.
A las seis de la tarde de aquel mismo día, Marie, alegre y llena
de vida, estaba en el portal de su casa cuando empezaron a llegar
visitantes, en los que vagamente percibió signos de compasión.
Mientras los amigos le relataban lo que acababa de suceder, Marie
permaneció como petrificada. Al fin de un largo y obstinado
silencio movió los labios para inquirir:
-¿Ha muerto Pierre? ¿Muerto? ¿No hay ninguna esperanza de
vida?
Desde aquel momento, cuando las tres terribles palabras
"Pierre ha muerto" llegaban al fondo de su conciencia,
Marie se convirtió en un ser incurablemente solo.
Después del funeral de Pierre Curie, el Gobierno francés propuso
se concediera a la viuda y los hijos del ilustre físico una
pensión nacional. Marie la rechazó:
-No quiero una pensión -dijo-. Soy joven todavía y capaz de
ganar la vida para mi y para mis hijas.
El 13 de mayo de 1906 el Consejo
de la Facultad de Ciencias, por decisión unánime, otorgó a la
viuda Curie la cátedra que había desempeñado su esposo en la
Sorbona. Era esta la primera vez que se concedía tan alta
posición en la enseñanza universitaria de Francia a una
mujer.
Llegó el día de la primera
lección que había de dar en la Sorbona Marie Curie; el aula
estaba completamente llena, así como también los pasillos y
corredores de acceso a la clase. En todos los rostros se revelaba
la curiosidad. ¿Cuáles serían las primeras palabras de la nueva
profesora? ¿Empezarla expresando su agradecimiento al ministro y
al Consejo Universitario? ¿Evocaría la memoria de su marido? No
podía ser de otra manera. La costumbre exigía que todo nuevo
profesor elogiara la tarea de su predecesor...
A la una y media de
la tarde se abrió la puerta situada al fondo del aula para dar
paso a Marie Curie. Marie se dirigió a ocupar su sillón en medio
de una tempestad de aplausos, a los que correspondió con una
ligera inclinación de cabeza a manera de saludo. En pie, esperó
a que cesara la ovación. Cuando se hizo el silencio, Marie,
mirando al frente, inició así su lección:
-Cuando consideramos los progresos logrados en los dominios de la
Física durante los diez años últimos, nos sorprende el gran
avance de nuestras ideas en lo concerniente a la electricidad y a
la materia...
Madame Curie había reanudado el curso con la misma frase con que
había terminado el suyo Pierre Curie.
Terminada la lección, la profesora, sin una vacilación, sin un
titubeo, se retiró tan rápidamente como había entrado.
La fama de Marie Curie subió como un cohete y se extendió.
Recibía diplomas y honores de distintas academias extranjeras.
Aunque no fue admitida como miembro de la Academia Francesa de
Ciencias -perdió la votación por un voto-, Suecia le concedió
el Premio Nobel de Química el año 1911. Durante más de
cincuenta años no hubo nadie, hombre o mujer, que mereciera esta
recompensa por segunda vez.
La Sorbona y el Instituto Pasteur fundaron conjuntamente el
Instituto Curie de Radio, dividido en dos secciones: un
laboratorio de radiactividad, dirigido por Madame Curie, y otro
dedicado a las investigaciones biológicas y al estudio del
tratamiento del cáncer, dirigido por un médico eminente. Contra
el parecer de su familia, Marie regaló al Instituto un gramo de
radio que ella y su marido habían aislado con sus propias manos,
cuyo valor puede estimarse en un millón de francos oro. Hasta el
final de su vida hizo de este laboratorio el centro de su
existencia.
En 1921 las mujeres norteamericanas
reunieron cien mil dólares, el valor de un gramo de radio, para
donárselos, a Madame Curie; a cambio le pidieron que hiciera una
visita a los Estados Unidos. Marie vaciló, pero impresionada por
tanta generosidad, dominó sus temores y aceptó por primera vez
en su vida, a la edad de cincuenta y cuatro años, las
obligaciones de una importante visita oficial.
Todas las universidades norteamericanas invitaron a Madame Curie;
en todas partes le otorgaron medallas, títulos y grados
honoríficos.
Se sentía abrumada
por el ruido y las aclamaciones; las miradas de las multitudes la
intimidaban y sentía cierto temor de verse aplastada por una de
aquellas oleadas humanas. Los continuos desplazamientos la
debilitaron y por recomendación médica hubo de regresar a
Francia.
Creo que el viaje a los Estados Unidos le mostró a mi madre lo
contraproducente de su aislamiento voluntario. Si como
investigadora podía alejarse del mundo y dedicarse por entero a
su trabajo, lo cierto es que Madame Curie, a los cincuenta y cinco
años de edad, era más que una simple investigadora científica.
Era tanto su prestigio personal, que con su sola presencia podría
asegurar el éxito de cualquier obra en que ella estuviera
interesada.
A partir de entonces, sus viajes fueron muy similares. Congresos
científicos, conferencias, ceremonias universitarias y visitas a
laboratorios la llevaron a muchas capitales del globo, donde la
festejaban y aclamaban por igual. Trató de ser útil en todo lo
posible, luchando en muchas ocasiones contra el impedimento de su
salud ya desfalleciente.
En Varsovia se construyó un instituto del radio al que se dio el
nombre de Instituto Marie Sklodowska Curie, y las mujeres
norteamericanas repitieron el milagro de reunir el dinero
necesario para comprar un nuevo gramo de radio con que equiparlo.
Era el segundo gramo del precioso elemento que regalaban a la
descubridora.
Marie siempre había desdeñado las precauciones que ella misma
imponía estrictamente a sus discípulos. Apenas se sometía a los
exámenes de sangre que eran norma obligatoria en el Instituto del
Radio.
Estos análisis mostraron que su fórmula sanguínea no era
normal, pero eso no le preocupó gran cosa. Durante treinta y
cinco años había estado manejando el radio y respirando el aire
viciado de sus emanaciones, y durante los cuatro años de la
guerra se había expuesto frecuentemente a las radiaciones,
todavía más peligrosas, de los aparatos de rayos Roentgen. Un
pequeño trastorno de la sangre, y algunas quemaduras dolorosas en
las manos, no eran, al fin y al cabo, un castigo demasiado severo
si se tenía en cuenta el número de riesgos que había corrido.
Marie no le dio importancia a una ligera fiebre que finalmente
comenzó a molestarla; pero en mayo de 1934, víctima de un ataque
de gripe, se vio obligada a guardar cama. Ya no volvió a
levantarse. Cuando al fin falló su vigoroso corazón, la ciencia
pronunció su fallo: los síntomas anormales, los extraños
resultados de los análisis de sangre, que no tenían precedente,
acusaban al verdadero asesino: el radio.
El viernes 6 de julio de 1934, a mediodía, sin discursos ni
desfiles, sin que estuviera presente ni un político, ni un solo
funcionario público, Madame Curie fue enterrada en el cementerio
de Sceaux, en una tumba inmediata a la de Pierre Curie. Sólo los
parientes, los amigos y los colaboradores de su obra científica,
que le profesaban entrañable afecto, asistieron al sepelio. |