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LÉXICO

IMPUTADO

Desde el momento en que viene la Constitución española (modernísima ella) a decirnos que la justicia no tiene función punitiva sino redentora, reinsertora y pedagógica, nos pone patas arriba a los jueces, a sus rituales y a su viejísimo léxico, que se inventaron todos ellos para perseguir y castigar el crimen, y en eso estuvieron siglos y siglos. Se hace necesario reinterpretar los antiguos ritos y palabras a la luz de la nueva doctrina; o al menos poner de manifiesto las incongruencias cuando son tan y tan resplandecientes. 

Tenemos por ejemplo el espectáculo de cómo la justicia se ha empeñado a fondo en ¿reinsertar? en la sociedad a los políticos que se dedicaron a meter las manos en las arcas públicas, o a los que se apuntaron al terrorismo. El espectáculo de cómo tuvo la justicia un cuidado exquisito en no estigmatizar según a quién. Nos han creado el novísimo producto de la razón jurídica de la alarma social. Y en la cultura de los medios se nos ha instalado la presunción de inocencia como producto del más fino estilo informativo. En los medios todos son presuntos, y algunos hasta presumidos. Y en la misma línea de la presunción, irrumpe la imputación. ¿Y eso qué es? 

Partimos de que el juez es el que juzga y absuelve o condena (adecuándonos al espíritu de la Constitución, tendríamos que decir que diagnostica los casos que se le presentan, y prescribe el tratamiento regenerador); mientras que los fiscales hacen de abogados a favor de la ley (y por deformación profesional, a favor específicamente del que les nombra y promociona), del mismo modo que los demás abogados que intervienen: el de la acusación acusa o imputa, y el de la defensa hace todo lo contrario. En todo el sistema, el único obligado no a la imparcialidad, sino a la parcialidad en favor del acusado, es decir a la tan manida presunción de inocencia, es el juez. Ni los abogados ni los fiscales podrían dar un paso, si no pudieran pensar mal del acusado. Hemos llegado al núcleo del asunto: a la presunción de culpabilidad, que es oficio propio de los abogados de las partes. Pero antes de celebrarse el juicio es imposible saber en términos judiciales si esa presunción es fundada o no. No hay que mirar ni la persona juzgada ni la cosa juzgada para determinar si la imputación está bien o mal fundada. Hay que mirar a los intereses a los que sirve el imputador, y ahí tendremos el fundamento de la imputación. Porque no es función del fiscal servir a la justicia, sino servir a determinados derechos o intereses. 

Puto, putas, putare, putavi, putatum, significó en un principio podar, limpiar; y acabó significando pensar. Imputare es simplemente pensar mal de alguien (el prefijo in- es el que le añade la mala intención, la agresividad), es decir que el término se mueve en el ámbito de la opinión. Por eso son los fiscales los que pueden imputar y no los jueces. Pero por lo mismo tenemos la obligación de entender que una imputación no es más que una imputación, es decir que no pasa de ser una opinión, cualificada en razón de aquel que la dirige o se interesa en ella. Si recuperásemos el valor auténtico de los términos (que en derecho conservan su genuino valor latino) no nos escandalizaríamos tanto por cosas tan menudas como que un ministro sea imputado por los fiscales.

Mariano Arnal 

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