LOS CIMIENTOS DEL MERCADO DEL SEXO 

¡Para qué nos vamos a engañar! La ganadería es un invento de la naturaleza para proveer de proteína concentrada a los carnívoros, que obviamente no pueden estar organizados como rebaños, sino a lo más como manadas. La clave de organización del rebaño para alcanzar el alto nivel de productividad para el que se ha creado, es la del macho poderoso dominando un gran número de hembras. Su riqueza son las hembras, que valen en tanto en cuanto son capaces de reproducirse para garantizar su propio relevo (para eso se reservan y protegen las hembras que les nacen) y asegurar la alimentación de los carnívoros de su sistema ecológico (a esa función están destinados los que nacen machos y las hembras adultas que han de sustituirse en el relevo). 

Cuando el hombre imitó este invento de la naturaleza, vio tan claro que ese era el mejor medio de enriquecerse, que le puso el nombre de ganado, que viene de ganar. También los romanos obtuvieron la palabra pecunia (dinero) de las pécoras (las reses), que fueron efectivamente la moneda más antigua, porque tenía la enorme ventaja de ser una riqueza que se desplaza ella sola.

 Pero hubiesen sido unos necios y en justo castigo de su necedad hubieran sido borrados de la faz de la tierra, si no hubiesen aplicado ese mismo principio a su propia especie. Aún prescindiendo de la explotación, la primera riqueza de una sociedad humana es su multitud. Si han de competir entre sí por el hábitat dos grupos humanos, es evidente que el que más crezca en número, acabará desplazando al que no crece. Por eso el crecimiento poblacional es un principio de poder que ha presidido en todo tiempo y en todo lugar la actividad humana. La prueba está en que la humanidad no para de crecer. Y no parará nunca de hacerlo, porque ésta es la primera arma que emplean los pueblos rivales en la ocupación de un territorio: el crecimiento poblacional. El territorio en litigio lo ocupará finalmente el pueblo que más crezca. Es la lucha de Palestina frente a Israel: éstos crecen importando población judía de cualquier lugar del mundo; aquéllos, reproduciéndose a marchas forzadas. 

Y si a la simple fuerza de ocupación añadimos las ventajas de la explotación, acaba de redondearse el negocio de la propia reproducción. Recordemos en nuestra proximidad cómo prosperaron hasta hace pocas décadas las familias numerosas, cuyos hijos dejaban el sueldo en casa mientras vivían en ella. Los sacrificios que habían hecho los padres por subir a los hijos, recibían generosa recompensa. No es otra la filosofía que aplican todos los estados del mundo en todos los tiempos, con sus desviaciones esporádicas que son tratadas con rigor por las inexorables leyes de la vida. 

¿Y cuál es la clave de este negocio? El sexo, naturalmente, pero el femenino, que es la clave. Por eso, para preservar el primero de todos los negocios, un negocio de supervivencia en su menor expresión, y de enorme potencia en su apogeo; para preservar el negocio de la propia reproducción, fue preciso crear unas rigurosas normas de conducta, que siguen estando en vigor en los países que entienden la reproducción como clave de la supervivencia.

SEXO DÉBIL 

Primera observación: “el sexo débil” es un sinónimo de “la mujer”. Es, como se dice ahora, una denominación de género. Y no tiene en realidad un correlativo “sexo fuerte”; es decir que tal como cuajó en la lengua y se empleó mucho la expresión “el sexo débil”, no ocurrió otro tanto con su réplica “el sexo fuerte”, que se emplea como mucho una vez por cada 100 que se emplea la de “sexo débil”. Esta denominación se consideró una galantería, en el mismo orden que los nombres propios en diminutivo y los tratamientos de “señorita” y de “niña” o “nena”, tan agradecidos por las mujeres, una de cuyas grandes preocupaciones es aparentar la menor edad posible. Es que la tendencia al aniñamiento ha sido una constante de los refinamientos educativos de la mujer, que le ha hecho el juego pleno a la pretensión del hombre de considerarla siempre menor de edad y por tanto siempre bajo la tutela, el amparo y la protección del hombre. Hoy el uso de la denominación “el sexo débil” ha caído en picado a causa de la vigilancia que ejerce el feminismo sobre las expresiones y las actitudes “machistas”.

Segunda observación: a la mujer se la denomina sexo en tanto en cuanto se la ve y se la trata como sexo. La lengua no hace más que reflejar la realidad de los hablantes. Hay que precisar a este respecto que la percepción se refiere al sexo integral, es decir el que no se detiene en la copulación y en los órganos respectivos, que es donde empieza y acaba la sexualidad masculina, sino que va hasta la reproducción completa, incluida la lactancia. Y es que a fuerza de seleccionar el hombre a la mujer en función de sus posibilidades de triunfar como reproductora también en la lactancia, acabó fijándose en los pechos de la mujer como primera señal de su calidad sexual integral. Es innegable que este factor influyó decisivamente en nuestra especie a la hora de la selección de las hembras. Primero, porque sólo una selección de este género puede ser la responsable de que la especie humana se haya desviado tanto de los demás mamíferos en cuanto al desarrollo de las mamas (este fenómeno sólo se repite en las vacas y en las cabras, seleccionadas por nosotros en dirección a la máxima potenciación de sus ubres). Y segundo, porque tan sólo desde este supuesto se entiende que en culturas como la nuestra (no en todas) los pechos acabaran convirtiéndose en el primer objeto de deseo, cuando nada tienen que ver con el coito, que es donde empieza y acaba el sexo para el macho. 

Partiendo de esos antecedentes, la predicación de la debilidad de la mujer y la aceptación e incluso el cultivo de ésta por su parte, cae de su peso. La división  racional del trabajo exige que, una vez encomendado o impuesto a la mujer el más productivo y delicado de todos, que es el de la reproducción, con las evidentes limitaciones que conlleva, todas ellas derivadas de su condición sexual, se le conceda la prerrogativa de debilidad a todos los efectos. No se trata de una humillación sino de una salvaguarda, que impone desde el mismo lenguaje, y por tanto desde la conciencia, un poderoso freno a cualquier ulterior exigencia que ponga en riesgo su función sagrada. Ese es el sentido del “sexo débil”, que en nuestra cultura ha preferido optar por eliminar las diferencias sexuales (en especial las reproductoras) que la abocaban a esa debilidad.