DE LA ESCLAVITUD SEXUAL AL CONTRATO SEXUAL
 

¿Sobre qué podríamos sostener el origen pacífico y libremente consensuado de la pareja humana? La verdad pura y dura es que no tenemos argumentos históricos para semejante suposición. Por eso, si queremos buscarle un lugar ha de ser en la prehistoria, donde todo es pura mitología. ¡O en el Paraíso! La obra más antigua de nuestra literatura empieza con un rapto, el de Helena, que desencadenó la guerra de Troya; y dentro de ésta el principal incidente se debe a una reyerta sobre el reparto de esclavas procedentes de un botín de guerra. Y la leyenda de Roma empieza con el rapto de las sabinas. Ni en un caso ni en otro existía límite alguno a la ambición de los hombres por tener abundancia de hembras. El más fuerte, más tenía. Salomón, nos dice la Biblia, entre mujeres y concubinas tenía 900. A costa, claro está, de que los más débiles no tuviesen ninguna: eran una propiedad. La original familia romana era de hecho un harén productor de servidumbre y mano de obra barata para el paterfamilias, no para el placer. Las mujeres eran una riqueza más preciada que los ganados, aunque su excesivo número provocaba a veces la caída del precio y del aprecio. 

Ese es el punto de partida conocido, y la historia evoluciona hacia acá desde ese punto. Lo demás son piadosas suposiciones. No existe la pareja, sino el harén, que por analogía con las especies asimilables a la nuestra, deberíamos llamarlo rebaño. De hecho se reproduce el esquema de los herbívoros: un solo macho tiene el disfrute de numerosas hembras, mientras a su alrededor hay un considerable número de machos que no tienen derecho a hembra y que están al servicio, pero no al beneficio del rebaño. 

Será en todos los casos la necesidad que tiene de heredero el señor del harén, lo que le llevará a elegir una de las esclavas para distinguirla con el matrimonio, es decir con el oficio y el privilegio de madre. En ella se ensayará la institución del matrimonio, compatible primero con la existencia de cuantas mujeres se quiera, hasta que se alcance en la pareja la perfección de la justicia distributiva de un bien tan preciado. En el recorrido descubrirá el señor del harén la gran ventaja de pagar a los esclavos en sexo. Así premiará a sus esclavos más fieles asignándoles el uso sexual de una esclava, sin ningún derecho sobre ella ni sobre los hijos que para, que serán obviamente del señor de la esclava. Con esta generosidad se asegurará de por vida la fidelidad de su esclavo. A esta forma de unión se la llamó contubernio porque compartían taberna (taberna era el chamizo en que vivían los esclavos en los bajos de la casa). 

Aún falta un larguísimo recorrido para llegar al derecho universal al matrimonio (a la única forma legítima de emparejamiento y con plenos efectos sucesorios). La civilización romana tenía varias formas de matrimonio igual que tenía varios niveles de ciudadanía, que poco a poco se fueron reduciendo. El cristianismo culminó la labor de unificación del matrimonio y la proscripción de todas las demás formas de unión. Detrás de esta política religiosa estaba el munus matris, el oficio de madre, indispensable para la supervivencia de la sociedad. Pero con ser el matrimonio una institución universal y la única forma legítima de unión sexual, en la Edad Media tenían acceso a él menos de la mitad de la población en edad núbil. Hemos llegado al contrato sexual. ¿En qué consiste?

PRECIOSA 

El diccionario registra esta palabra como sustantivo, refiriéndose a la paga que se da en las catedrales a los canónigos que asisten al funeral conmemorativo de un bienhechor, al tiempo que se recita la antífona “Pretiosa in conspectu Dómini”. Indica la Espasa que en Chile es uno de los muchos nombres que se da a las mujeres de mala vida. Pasando a la forma adjetiva, interesa destacar su aplicación a los metales más raros y a las piedras de mucho valor, llamadas también gemas; y la singular aplicación a personas sólo en mujeres y niños: la lengua consiente que empleemos el adjetivo precioso-a para ponderar la belleza de una mujer o de un niño, pero no la de un hombre. 

Esa limitación de género-edad se funda en el origen de la palabra, que es el precio. La mujer tardó mucho más que el hombre en ser retirada del mercado de compraventa de personas. La dote y las arras son el vestigio más moderno de ese hecho: apunto que la dote estimada (institución romana), se consideró en principio como un acto venditionis causa (por causa de venta); y que las arras (institución goda) tienen también carácter remuneratorio y se llamaron en un principio morgengabe (donación de la mañana) y hoy se llaman handgeld (dinero de mano). En las palabras y en la praxis que las acompañó tenemos una prueba de las transacciones a que dio lugar el compromiso de sujeción de una mujer a un hombre cuando ésta pudo disponer de sí misma con relativa libertad. 

Pero el estado anterior fue el de compraventa pura y simple; y en la transacción había un precio, determinado fundamentalmente por la preciosidad, que en latín (pretiósitas) no era más que el gran valor o el gran precio que se asignaba a una cosa. Un metal precioso no es per se un metal bello sino de gran precio. Pero en la mujer que se compraba y se vendía coincidían el precio y la belleza (igual que en las piedras preciosas), por lo que belleza y preciosidad vinieron a ser sinónimos. Si estas cualidades se predican de la mujer y no del hombre, es porque cuando se convirtió el adjetivo precioso en sinónimo de bello (que nunca lo fue en el latín clásico), la mujer tenía precio y el hombre no. Y tanto más alto era el precio, cuanto mayor era la belleza. Y no olvidemos de paso que siempre se justificó la devaluación de la mujer en su infantilidad (aún no ha desaparecido de nuestro lenguaje la infantilización de la mujer). 

Como anécdota paradigmática de ese concepto sobre la inteligencia de la mujer, vale la pena recordar que el movimiento literario llamado preciosismo llegó a proponer una ortografía simplificada “para que las mujeres pudieran escribir con la misma seguridad y corrección que los hombres”. Y eso que esta denominación nació en Francia (siglos XVII y XVIII) como fruto de la admiración por la valía también intelectual de la mujer y por el deseo de promocionarla en este campo. En efecto, a las mujeres elegantes y refinadas en todo, y por tanto también en el hablar se las distinguió con el nombre de preciosas (précieuses) con la intención de ponderar su valor. El concepto de precio, siempre asociado a la preciosidad, subyacía sin duda también en esta denominación.