UN REPASO A LA HISTORIA DE LA SEMANA SANTA 

ENTRE LA COMPASIÓN Y LA SIMPATÍA

Ayer se pedía la compasión (Miserere mei, ten compasión de mí), pero hoy se rechaza. Es que la hemos usado para hurgar en las heridas del prójimo. 

Del mismo modo que preferimos el oftalmólogo al oculista, y el adontólogo al dentista, así también preferimos la simpatía a la compasión. Cuando queremos ennoblecer una cosa, el cuento por ejemplo, nos pasamos del román paladino al latín, llamándolo leyenda. Y si queremos asignarle una mayor elevación aún, nos aupamos al griego, dándole el nombre de mito. Es posible que tengamos en la palabra lástima el escalón más bajo de la compasión, que hemos elevado a su más alto rango en la simpatía. Empecemos, pues, por la lástima, que tiene su miga: para entenderlo, hemos de considerar en conjunto toda la familia de palabras de la misma raíz: lastimar, lastimado, lastimoso, lastimero, y lástima al final de todo. Llama la atención que el significado del verbo (lastimar) y de su participio pasado (lastimado) esté prácticamente en el lado opuesto de los adjetivos lastimoso y lastimero, y del sustantivo lástima. Estos últimos tienen que ver todos con la compasión, mientras que lastimar a alguien no sólo no tiene nada que ver con la compasión, sino que es su misma negación. Se trata de un fenómeno semántico rarísimo. Lo normal es que todas las palabras de un grupo léxico se mantengan en la misma línea significativa: apenarse y apenado están en línea con pena y penar. Tenemos, pues, que lastimar significa hacer daño, y en cambio el sustantivo lástima es el sentimiento de compasión que se experimenta a la vista de alguien que ha sido lastimado. El verbo lastimar (dice Corominas, y parece muy creíble) es un helenismo procedente de blasjhmein (blasfeméin) = blasfemar, previo paso por el latín vulgar blastemare. Es coherente este origen con el significado que sigue manteniendo de daño leve, cuando se trata de daños físicos, aunque se usa mucho más para referirse al daño hecho de palabra, ámbito al que pertenece la blasfemia (jhmi / femí, del que deriva fama, significa decir). Decirle a alguien que se siente lástima por él, o que te da lástima, no suele ser ni para halagarle ni para consolarle. Para eso, más vale la pena o la compasión, que no son tan crueles. Es una lástima que el mal uso, el empleo inmisericorde de estas palabras, las haya hecho tan dañinas. Se salva solamente la simpatía, que aunque significa punto por punto lo mismo que la compasión, goza de todas las bendiciones léxicas e intencionales. El fenómeno singular es que aquello que fue la mayor virtud del cristianismo, haya llegado a ser uno de sus vicios más odiosos, y que aquello que otrora fue caridad, haya degenerado en desprecio. Quizás ocurra esto a causa de que ha decaído otra de las virtudes angulares del cristianismo: la humildad. La cultura cristiana llevaba toda ella a la humildad: se propuso dignificar al esclavo y al dominado por el camino de la aceptación y la dignificación de la esclavitud y sus símbolos (la cruz era la pena de muerte reservada al esclavo), y a partir de ahí, de las demás miserias humanas: la pobreza, la incapacidad, la enfermedad (ahí están las bienaventuranzas dando el vuelco a las virtudes romanas). Pero resulta que la revolución francesa primero, y la volchevique después, culminaron el éxito de la cristianísima dignificación del esclavo evolucionado a trabajador: tanto, que pasaron a ser incompatibles los términos trabajador y humilde, que habían ido siempre formando pareja. La lucha de clases, último paso en la dignificación del trabajador, colocó a éste en las antípodas de la humildad. Para ventaja de los mejor colocados (los menos) y desventaja de los que quedaron atrás.

  Indice