UN REPASO A LA HISTORIA DE LA SEMANA SANTA 

ENTRE LA CARIDAD Y EL AMOR

No ha sido nada fácil construir el amor en general, ni tampoco el amor cristiano en particular, que en otro tiempo se llamó caridad; pero la palabra se empobreció. 

El cristianismo vino a infundirle alma a un mundo que, incapaz de mantener (manu tenere = tener de la mano) a la enorme masa de esclavos que había producido, los manumitió (manu-mittere = soltar de la mano); pero no para darles la libertad, sino para arrojarlos a la más abyecta miseria. Dio carta de naturaleza a la mendicidad (a la fuerza ahorcan) y movió el corazón de los cristianos, tanto de los que tenían como de los que no tenían, a la limosna, a la caridad. Nacieron los pordioseros (los que pedían por-Dios, por el amor de Dios). Fue un parche necesario, el único posible. Y la expresión más genuina de la caridad fue la limosna (elehmosunh / eleemosýne, del verbo eleew / eleéo, que significa compadecerse, tener misericordia. Es decir que la piedad, la compasión, la solidaridad con el necesitado eran la causa, y la limosna el efecto. Pero tan buena obra, con el paso del tiempo se quedó sin alma. Se daba sin caridad, sin el amor a Dios que reclamaba el pordiosero, y el amor al prójimo que predicaba la Iglesia. La palabra quedó hueca, y la obra también.  

De la misma manera que la fe sin las obras está muerta, también están muertas las obras sin fe. Es lo que le pasó a la limosna sin la caridad. Sobre todo desde que ésta se ejerce oficialmente a través de los impuestos; desde el momento en que son los políticos los que ejercen la caridad con nuestro dinero, los que dan limosna a los menesterosos, es imposible que esa caridad tenga alma, y más imposible aún que la mueva el amor al prójimo. La decadencia de la caridad empezó cuando la gran Organización No Gubernamental que era la Iglesia, pedía limosna por los que no eran capaces de pedirla. Al principio de todo, cuando los pobres y la Iglesia eran una misma cosa, cuando fueron creados los diáconos, los servidores de los pobres, la caridad lo iluminó todo con su esplendor, porque la donación y el amor eran inseparables. Pero luego, al institucionalizarse la caridad primero en la Iglesia y luego también en las administraciones civiles, quedó la donación y desapareció el amor, aunque siguió llamándose caridad. Este fue el nombre latino (Cáritas) que se dio la gran organización de la Iglesia española para distribuir la ayuda nortemericana enviada a España para aliviar el hambre que siguió a la guerra civil. La caridad (porque si se llamaba cáritas es porque su objetivo era la caridad) de los americanos llegó a los famélicos españoles. La intermediación hizo la caridad muy eficaz, pero la vació de amor. El progreso de la justicia distributiva hizo cada vez más incómoda y más insultante la caridad. Bien estuvo ésta mientras no hubo alternativa. Pero desde que la alternativa exigible de la caridad es la justicia, la primera resulta ofensiva. Nadie admite por caridad lo que se le debe en justicia. En este sentido hemos de felicitarnos del retroceso de la caridad como forma de ayudar materialmente a los demás; ésta no puede ser el sucedáneo de la justicia. Pero tampoco sería bueno que la arrinconásemos como una antigualla. Hemos superado en buena parte las condiciones que hacen necesaria la limosna; pero la caridad no puede estar sólo en la limosna. Si hay que darla, unas palabras de aliento o de interés o de solidaridad ayudan muchísimo, acercan al necesitado, reducen o eliminan la humillación de estar tan abajo; la caridad percibida como acto de solidaridad, es más tolerable. Es una bendición. Y es mucha, muchísima la caridad que necesitamos todos.

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