Es
sorprendente cómo nos aferramos a derivados de nacer
como naturaleza o nación (ambos del supino
natus), y sin embargo despreciamos el origen de una y
otra, que es el nacer. Nos hemos instalado en
ideologías y en políticas antinatalistas, eufemísticamente
llamadas planificadoras y de responsabilidad: como si se
pudiera enfocar algún negocio con esa filosofía y con esos
criterios. Siempre, en todos los pueblos, el nacimiento
ha sido tan fundamental, que por empezar en nuestra familia
lingüística se llamaron naciones (obsérvese que se le
ha añadido al verbo nacer la desinencia
sustantivadora de acción), porque se dieron perfecta cuenta
de que eso eran en fin de cuentas todo el conjunto: una gran
organización ordenada a propiciar y preservar el
nacimiento; y que el buen fin, el resultado de esa
concertación era la colectividad resultante: el conjunto de
todos los nacidos con éxito: la nación.
Si en el
nombre colectivo llevaban impresa su causa eficiente, es
porque eran plenamente conscientes de que esa era también la
actividad que les definía por encima de todo: la nación
(sustantivo de acción de nacer; como plantación lo es
de plantar; el sustantivo de acción y el resultado de esa
acción). Siendo eso así, se comprende que organizaran
grandes fiestas y ritos para celebrar cada nacimiento.
Efectivamente, los romanos instituyeron el natalis díes,
el día del nacimiento, del que ha quedado el nombre de
Nadal y Natale, la forma genuina del nombre de la
Navidad (derivada del cultismo Natividad, del latín
Natívitas). Es que desde la confección de las cartas
astrales hasta el gran banquete de celebración (sacrificio
de comunión en su forma religiosa), el nacimiento de una
criatura estaba rodeado de importantes actos.
Natalicio
(natalitius) era el día del nacimiento. Natalitia
sídera, los astros que presidían el nacimiento.
Llevaban milenios observando que cada uno nace en un cielo
distinto aunque la tierra sea la misma. Por eso observaban
con rigor la situación de los astros en el justo momento del
nacimiento, para pronosticar a partir de ahí lo que sería
toda la vida. Ese es el origen de los horóscopos. Las
nataliciae dapes eran el convite que se daba para
celebrar el nacimiento. Y en general las nataliciae
eran las fiestas para celebrar el día del nacimiento. Pero
eso era sólo el adelanto de las fiestas y ritos que se
celebraban al cabo de 8 o 9 días (según fuese niño o niña)
para la ceremonia solemne de aceptación en la sociedad del
recién nacido, con los ritos de purificación e imposición
del nombre.
¿Y dónde
estamos nosotros? pues en la eliminación total del
natalicio. Ya no se celebra en nuestra sociedad el
nacimiento de una nueva criatura. El nacer se ha
convertido en pura cuestión tecnológica, sumamente apartada
de la vida individual y colectiva. El bautizo desapareció
por ser una fiesta religiosa; pero no ha sido sustituido por
una fiesta laica. La desaparición no sólo de la palabra,
sino también del espíritu natalicio es un importante
paso hacia atrás que ha dado nuestra cultura. Vamos bien
desorientados: cultivamos un nacionalismo antinatalista
(¡qué peligro!) junto a una Navidad cada vez menos infantil,
y a unos cumpleaños (aniversarios del nacimiento) cada vez
más temidos.