Entre las mitologías germánicas está
el mito del árbol plantado en medio de la
tierra, cuyas ramas alcanzan el cielo y en ellas están
colgadas las estrellas que brillan por la noche. Ahí
tenemos probablemente el más remoto origen de las
luces del Árbol de Navidad, que si bien pudo
verse en los antiguos grabados mitológicos, no pudo
llevarse a la realidad en su primer formato hasta el
siglo XVIII en quie los sopladores de cristal de
Bohemia idearon las bolitas que reflejaban el
resplandor de las velas, candiles y hachones. La
electricidad hizo finalmente posible que el árbol
tuviera luz propia sin riesgo de incendio. Esa es la
versión de la mitología germánica del Árbol de
Navidad.
La versión cristiana, en cuanto a
sus adornos, tiene su referente mítico en el Árbol
de la Vida, que era portador de todos los frutos
que el hombre pudiera apetecer; incluido el más
preciado, el de la inmortalidad. El día del
Nacimiento de Dios, es decir el día de Navidad
gozan todos del privilegio único de ver satistechos
sus deseos acariciados durante todo el año, ofrecidos
como fruto por el Árbol de Navidad. Es el
momento de resarcirse de la austeridad que impone la
vida el resto del año.
Hay varias leyendas germánicas en
que se fundamenta la práctica de introducir en las
casas el Árbol de Navidad convirtiéndolo en el
eje en torno al que giran estas fiestas. La más
antigua se remonta al siglo VIII y está relacionada
con San Bonifacio, el evangelizador de Alemania.
Cuenta su hagiografía que viendo un día que los
druidas a los que intentaba convertir al cristianismo
persistían en su adoración al gran roble del bosque,
decidió derribarlo el santo. En su caída estrepitosa
acabó con cuantos árboles y arbustos había a su
alrededor; sólo un humilde abeto quedó incólume. San
Bonifacio interpretó esto como una señal del cielo que
predestinaba al abeto a ocupar en la vida de los
cristianos el lugar que había ocupado el roble en la
de los druidas; pero sin los caracteres idolátricos
que entre éstos tenía.
Otra formulación de la leyenda es
que San Bonifacio, en uno de sus viajes, se topó con
un grupo de paganos alrededor a un gran abeto en el
momento en que iban a sacrificar un niño en honor al
Dios Thor. Para detener el sacrificio y salvar al
muchacho, San Bonifacio derribó el árbol con un
poderoso golpe de su puño. Les explicó el santo que
aquel abeto había cedido a la débil fuerza de su puño
porque estaba llamado a ser el árbol de la vida, y no
consentía convertirse en el altar de un sacrificio de
muerte.
Otra leyenda, ésta adaptada a la iglesia protestante,
explica que Martin Lutero estaba caminando por un
bosque en la víspera de Navidad, cuando se sintió
deslumbrado por la belleza de millones de estrellas
que brillaban a través de las ramas de los árboles.
Esa imagen de la belleza del bosque iluminado por las
estrellas, le hizo concebir la idea de trasladarla a
la ciudad. Arrancó pues un pequeño abeto y se lo llevó
a casa. Para recrear la misma belleza que había
vislumbrado en el bosque, colgó de sus ramas gran
número de bujías (pequeñas velas). El resultado fue
tan sorprendente, que fue imitado cada vez por más
familias hasta que se extendió esta costumbre por toda
Alemania.
Con el paso de los siglos, dice esa misma tradición,
decayó la costumbre del Árbol de Navidad, pero
después de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648)
los suecos volvieron a introducir en Alemanaia esta
tradición. A lo largo del siglo XIX se extendió esta
bella costumbre por toda Europa, empezando por
Austria, Gran Bretaña y Francia. Y continuó su
expansión alcanzando a España ya en el siglo XX.