Uno más acaba de
hacerse la foto del "Prestige", uno más que suspira por su ración
de prestigio. El gobierno francés, por boca de uno de sus ministros, se
ha sumado al coro del "Nunca mais" formado por la oposición
democrática y leal y por la no tan leal; al coro angelical de los niños
gallegos sacados del colegio por sus maestros para enlazados de las manos
increpar al gobierno de España y al de Galicia. Éramos pocos, y parió
la abuela. Parece que ya va en camino el sueño dorado de esta oposición
lealísima a los intereses de los contribuyentes españoles: que el
gobierno francés, y si pudiera ser también el de Su Graciosa Majestad, y
ya de paso la Unión Europea, demanden al estado español como si él
hubiera sido el granuja que anduvo por los mares con ese cadáver a punto
de reventar y esparcir su podredumbre; y le reclamen los daños y
perjuicios que les ha ocasionado el que España no hubiese adoptado la única
solución buena para que no le llegase a nadie más el fueloil.
El gobierno francés
anda sulfurado porque cree que lo pertinente hubiese sido en vez de
llevarse a enterrar ese cadáver pestilente lo más lejos de las costas
españolas, meterlo en una ría
lo más adentro posible, de manera que no pudiera salir a mar abierta ni
una sola de esas negras galletas: así hubiésemos evitado que les
alcanzara el desastre a nuestros vecinos. En fin, que pretenden que España
hiciese lo que ellos jamás harían, porque no hay puerto ni ría ni
ensenada que acepte ser la víctima que se sacrifica voluntariamente por
salvar a los demás. Esa solución quizá tenga algo de ventajoso desde el
punto de vista técnico, pero es políticamente inviable en una
democracia, porque ninguna población consultada sobre ese extremo aceptaría
semejante solución. Eso únicamente sería posible en una dictadura.
Lo que le hubiese
gustado a Francia, es que el tráfico de barcos basura por nuestros mares
sólo fuese problema de España (ya van dos en una década); por eso está
irritado nuestro vecino de que el gobierno español haya dejado escapar el
fuel de las aguas territoriales de España, de manera que pusieran en
peligro las costas francesas. En última instancia de lo que se quejan los
que protestan contra los gobiernos de España y de Galicia, es de que tan
pronto como la chatarra aquella empezó a descomponerse y soltar su
podredumbre, se hubiesen empeñado en alejarla a mares de nadie, en vez de
señalar con el dedo una ría y arrastrar hacia ella lo más adentro
posible aquel moribundo pestilente. El gran fallo de los gobiernos de España
y de Galicia ha sido no haber tenido el valor de condenar a un solo pueblo
a cargar con el muerto apestoso, liberando así de la peste a los vecinos
próximos y lejanos.
Pero si hemos de ser
objetivos, hemos de reconocer que no sólo a Francia, sino también a
Inglaterra convendría que llegase la marea negra, porque la principal
responsabilidad no es de orden de manejo técnico de la catástrofe, sino
de marco legal. Y puesto que la legalidad de los mares no depende de España,
sino de Europa, donde pesan en exceso Inglaterra y su basurero Gibraltareño,
lo mejor que podría ocurrir es que la marea negra fuese justa y alcanzase
a cada país en la proporción de su responsabilidad en el estado de las
leyes del mar. ¡Qué negras quedarían las playas de la pérfida Albión!
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