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CALIFICACIÓN

La elección del término calidad frente al de cualidad (peculiar del español), e incluso el hecho de que exista esta distinción, tiene algunos inconvenientes serios: mientras la raíz cual no tiene manera de evadirse de su valor original, la raíz cal nos traslada sutilmente, quizá subliminalmente, a otros campos léxicos, el más inmediato el de cal (calor), calidez; con un cierto tono de arbitrariedad y benevolencia. En efecto, tal como la cualidad es algo neutro, la calidad es de carácter positivo. Si hablamos de las cualidades del azufre, nos referimos a sus características (respondemos a la pregunta "¿cuál?"); pero si hablamos de su calidad, nos referimos a la valoración que de este azufre concreto hacemos, comparado con otros azufres.

Por eso no es lo mismo decir de alguien que es una persona cualificada (lo diremos con respecto a una profesión, una habilidad, etcétera), que decir que es calificada. Existe la primera expresión, pero no la segunda; como no sea especificando de qué ha sido calificada, o cómo. Y en cualquier caso, mientras la calificación es algo extrínseco (siempre son otros los que califican), la cualificación es algo intrínseco: la tiene por sí misma la persona o la cosa.

¿Cuál sería pues la diferencia entre calificar y cualificar, si existiesen en la escuela las dos categorías? Está bien claro que en el primer caso lo que haríamos (lo que hacemos) es determinar el valor que le asignamos al alumno o a sus conocimientos. Para eso se reúne la junta de "evaluación" (un invento de la pedagogía moderna), en la que se discute, se condiciona, se matiza la asignación de valor; que ya no resulta de la aplicación de un mecanismo único de medición, sino del examen de múltiples variables de valor muy relativo y de difícil medición, como p. ej. la actitud, que nos lleva a confeccionarle a cada alumno un traje a su medida. Eso es calificar, ni más ni menos.

Pero si además de la calificación de los alumnos, la escuela se ocupase también de su cualificación, la realidad diferenciada que tendríamos bajo ese epígrafe iría en una doble dirección: por una parte se empeñaría en que el alumno adquiriese determinadas cualidades (exactamente las que determina el programa); y por otra establecería sistemas de control lo más objetivos posible (los exámenes son los tradicionales) para comprobar si el alumno tiene o no las cualidades en cuestión. De ese sistema saldrían los alumnos más que calificados, cualificados.

Es evidente que nuestra escuela, por la influencia nefasta del pedagogismo, ha arrinconado su función cualificadora, ciertamente ardua, para entregarse a prácticas calificadoras cada vez más sofisticadas y más estériles. A una escuela que se plantea como objetivo prioritario tener a los alumnos quieran que no; y que incluye tanto en su programación como en su metodología numerosos elementos de entretenimiento (subordinando al mismo la cualificación), el único camino que le queda es la calificación. El hecho de que la lengua nos consienta esas sutilezas, algo debe influir en nuestros usos y valores.

Mariano Arnal

 


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