SIGMUND FREUD OBRAS COMPLETAS

 


XX PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA 1900-1901 [1901]

VI. -EQUIVOCACIONES EN LA LECTURA Y EN LA ESCRITURA


El hecho de que a las equivocaciones en la lectura y en la escritura puedan aplicarse las mismas consideraciones y observaciones que a los lapsus orales no resulta nada sorprendente conociendo el íntimo parentesco que existe entre todas estas funciones. Así, pues, me limitaré a exponer algunos ejemplos cuidadosamente analizados, sin intentar incluir aquí la totalidad de los fenómenos.


I. Equivocaciones en la lectura.

I) Hojeando en el café un ejemplar del Leipziger Illustrierten, que mantenía un tanto oblicuamente ante mis ojos, leí al pie de una ilustración que ocupaba toda una página las siguientes palabras: «Una boda en la Odisea.» Asombrado por aquel extraño título, rectifiqué la posición del periódico y leí de nuevo, corrigiéndome: «Una boda en el Ostsee (mar Báltico).» ¿Cómo había podido cometer tan absurdo error? Mis pensamientos se dirigieron en seguida hacia un libro de Ruth titulado Investigaciones experimentales sobre las imágenes musicales, etc., que recientemente había leído con gran detenimiento por tratar de cuestiones muy cercanas a los problemas psicológicos objeto de mi actividad. El autor anunciaba en este libro la próxima publicación de otro, que había de titularse Análisis y leyes fundamentales de los fenómenos oníricos, y habiendo yo publicado poco tiempo antes una lnterpretación de los sueños, no es extraño que esperara con gran interés la aparición de tal obra. En el libro de Ruth sobre las imágenes musicales hallé, al recorrer el índice, el anuncio de una detallada demostración inductiva de que los antiguos mitos y tradiciones helénicos poseen sus principales raíces en las imágenes musicales, en los fenómenos oníricos y en los delirios. Al ver esto abrí inmediatamente el libro por la página correspondiente para ver si el autor conocía la hipótesis que interpreta la escena de la aparición de Ulises ante Nausicaa, basándola en el vulgar sueño de desnudez. Uno de mis amigos me había llamado la atención sobre el bello pasaje de la obra de G. Keller Enrique el Verde, en el que este episodio de la Odisea se interpreta como una objetivación de los sueños del navegante, al que los elementos hacen vagar por mares lejanos a su patria. A esta interpretación había añadido yo la referencia al sueño exhibicionista de la propia desnudez. Nada de esto descubrí en el libro de Ruth. Resulta, pues, que lo que en este caso me preocupaba era un pensamiento de prioridad.

2) Veamos cómo pude cometer un día el error de leer en un periódico: «En tonel (Im Faß), por Europa», en vez de «A pie (Zu Fuß) por Europa.» La solución de este error me llevó mucho tiempo y estuvo llena de dificultades. Las primeras asociaciones que se presentaron fueron que En tonel… tenía que referirse al tonel de Diógenes, y luego, que en una Historia del arte había leído hacía poco tiempo algo sobre el arte en la época de Alejandro. De aquí no había más que un paso hasta el recuerdo de la conocida frase de este rey: «Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes.» Recordé asimismo, muy vagamente, algo relativo a cierto Hermann Zeitung que había hecho un viaje encerrado en un cajón. Aquí cesaron de presentarse nuevas asociaciones, y no fue tampoco posible hallar la página de la Historia del arte en la que había leído la observación a que antes me he referido. Meses después me volví a ocupar de este problema de interpretación, que había abandonado antes de llegar a resolverlo, y esta vez se presentó acompañado ya de su solución. Recordé haber leído en un periódico (Zeitung) un artículo sobre los múltiples y a veces extravagantes medios de transporte (Beförderung) utilizados en aquellos días por las gentes para trasladarse a París, donde se celebraba la Exposición Universal, artículo en el que, según creo, se comentaba humorísticamente el propósito de cierto individuo de hacer el camino hasta París metido dentro de un tonel que otro sujeto haría rodar. Como es natural, estos excéntricos no se proponían con estas locuras más que llamar la atención sobre sus personas. Hermann Zeitung era, en realidad, el nombre del individuo que había dado el primer ejemplo de tales desacostumbrados medios de transporte (Beförderung). Después recordé que en una ocasión había asistido a un paciente cuyo morboso miedo a los periódicos reveló ser una reacción contra la ambición patológica de ver su nombre impreso en ellos como el de un personaje de renombre. Alejandro Magno fue seguramente uno de los hombres más ambiciosos que han existido. Se lamentaba de que no le fuera dado encontrar un Homero que cantase sus hazañas. Mas ¿cómo no se me había ocurrido antes pensar en otro Alejandro muy próximo a mí, en mi propio hermano menor, así llamado? Al llegar a este punto hallé en el acto tanto el pensamiento que refiriéndose a este Alejandro había sufrido una represión por su naturaleza desagradable como las circunstancias que ahora le habían permitido acudir a mi memoria. Mi hermano estaba muy versado en las cuestiones de tarifas y transportes, y en una determinada época estuvo a punto de obtener el título de profesor de una Escuela Superior de Comercio. También yo estaba propuesto desde hacía varios años para una promoción (Beförderung) al título de profesor de la Universidad. Nuestra madre manifestó por entonces su extrañeza de que su hijo menor alcanzara antes que el mayor el título por ambos deseado. Esta era la situación en la época en la que me fue imposible hallar la solución de mi error en la lectura. Después tropezó también mi hermano con graves inconvenientes. Sus probabilidades de alcanzar el título de profesor quedaron por bajo de las mías, y entonces, como si esta disminución de las probabilidades de mi hermano de obtener el deseado título hubiera apartado un obstáculo, fue cuando de repente se me apareció con toda claridad el sentido de mi equivocación en la lectura. Lo sucedido era que me había conducido como si leyera en el periódico el nombramiento de mi hermano, y me dije a mí mismo: «Es curioso que por tales tonterías (las ocupaciones profesionales de mi hermano) pueda salir en un periódico (esto es, pueda uno ser nombrado profesor).» En el acto me fue posible hallar sin dificultad ninguna en la Historia del arte el párrafo sobre el arte helénico en tiempo de Alejandro, viendo con asombro que en mis pasadas investigaciones había leído varias veces la página de referencia y todas ellas había saltado, como poseído por una alucinación negativa, la tan buscada frase. Por otra parte, ésta no contenía nada que hubiese podido iluminarme ni tampoco nada que por desagradable hubiera tenido que ser olvidado. A mi juicio, el síntoma de no encontrar en el libro la frase buscada no apareció más que para inducirme a error, haciéndome buscar la continuación de la asociación de ideas precisamente allí donde se hallaba colocado un obstáculo en el camino de mi investigación; esto es, en cualquier idea sobre Alejandro Magno, con lo cual había de quedar desviado mi pensamiento de mi hermano del mismo nombre. Esto se produjo, en efecto, pues yo dirigí toda mi actividad a encontrar en la Historia del arte la perdida página.

El doble sentido de la palabra Beförderung (transporte-promoción) constituye en este caso el puente asociativo entre los dos complejos: uno, de escasa importancia, excitado por la noticia leída en el periódico, y otro, más interesante, pero desagradable, que se manifestó como perturbación de lo que se trataba de leer. Este ejemplo nos muestra que no son siempre fáciles de esclarecer fenómenos de la especie de esta equivocación. En ocasiones llega a ser preciso aplazar para una época más favorable la solución del problema. Pero cuanto más difícil se presenta la labor de interpretación, con más seguridad se puede esperar que la idea perturbadora, una vez descubierta, sea juzgada por nuestro pensamiento consciente como extraña y contradictoria.

3) Un día recibí una carta en la que se me comunicaba una mala noticia. Inmediatamente llamé a mi mujer para transmitírsela, informándola de que la pobre señora de Wilhelm M. había sido desahuciada por los médicos. En las palabras con que expresé mi sentimiento debió de haber, sin embargo, algo que, sonando a falso, hizo concebir a mi mujer alguna sospecha, pues me pidió la carta para verla, haciéndome observar que estaba segura de que en ella no constaba la noticia en la misma forma en que yo se la había comunicado, porque, en primer lugar, nadie acostumbra aquí designar a la mujer sólo por el apellido del marido, y además la persona que nos escribía conocía perfectamente el nombre de pila de la citada señora. Yo defendí tenazmente mi afirmación, alegando como argumento la redacción usual de las tarjetas de visita, en las cuales la mujer suele designarse a sí misma por el apellido del marido. Por último, tuve que mostrar la carta, y, efectivamente, leímos en ella no sólo «el pobre W. M.», sino «el pobre doctor W. M.», cosa que me había escapado antes por completo. Mi equivocación en la lectura había significado un esfuerzo espasmódico, por decirlo así, encaminado a transportar del marido a la mujer la triste noticia. El título incluido entre el adjetivo y el apellido no se adaptaba a mi pretensión de que la noticia se refiriese a la mujer, y, por tanto, fue omitido en la lectura. El motivo de esta falsificación no fue, sin embargo, el de que la mujer me fuese menos simpática que el marido, sino la preocupación que la desgracia de éste despertó en mí con respecto a una persona allegada que padecía igual enfermedad.

4) Más irritante y ridícula es otra equivocación en la lectura a la que sucumbo con gran frecuencia cuando en épocas de vacaciones me hallo en alguna ciudad extranjera y paseo por sus calles. En otras ocasiones leo la palabra «Antigüedades» en todas las muestras de las tiendas en las que consta algún término parecido, equivocación en la que surge al exterior el deseo de hallazgos interesantes que siempre abriga el coleccionista.
5) Bleuler relata en su importante obra titulada Afectividad, sugestibilidad, paranoia (1906, pág. 121) el siguiente caso: «Estando leyendo, tuve una vez la sensación intelectual de ver escrito mi nombre dos líneas más abajo. Para mi sorpresa, no hallé, al buscarlo, más que la palabra corpúsculos de la sangre (Blutkörperchen). De los muchos millares de casos analizados por mí de equivocaciones en la lectura, surgidas en palabras situadas tanto en el campo visual periférico como en el central, era éste el más interesante. Siempre que antes había imaginado ver mi nombre, la palabra que motivaba la equivocación había sido mucho más semejante a él, y en la mayoría de los casos tenían que existir en los lugares inmediatos todas las letras que lo componen para que yo llegara a cometer el error. Sin embargo, en este caso no fue difícil hallar los fundamentos de la ilusión sufrida, pues lo que estaba leyendo era precisamente el final de una crítica en la que se calificaban de equivocados determinados trabajos científicos, entre los cuales sospechaba yo pudieran incluirse los míos.»

6) (Adición de 1919.) Hanns Sachs contó haber leído: «Las cosas que impresionan a los demás son sobrepasadas por él en su Steifleinenheit (erudición pedante). Esta palabra me sorprendió, continuaba diciendo Sachs, y observándole con detención descubrí que era Stilfeinheit (estilo elegante)». Este pasaje sucedió en el curso de unas observaciones por un autor al que admiraba, que alababa exageradamente a un historiador al que yo no tenía simpatía por exhibir el «modo magistral germano» en forma muy marcada.


7) El doctor Marcell Eibenschütz comunica el siguiente caso de equivocación en la lectura, cometida en una investigación filológica (Zentralblatt für Psychoanalyse, I, 5-6) (1911).
«Trabajo actualmente en la traducción del Libro de los mártires, conjunto de leyendas escritas en alemán arcaico. Mi traducción está destinada a aparecer en la serie de `Textos alemanes de la Edad Media' que publica la Academia de Ciencias prusiana. Las referencias sobre este ciclo de leyendas, inédito aún, son muy escasas; el único escrito conocido sobre él es un estudio de J. Haupt titulado Sobre el «Libro de los mártires», obra de la Edad Media alemana. Haupt no utilizó para su trabajo un manuscrito antiguo, sino una copia moderna (del siglo XIX) del Códice principal C (Klosterneuburg), copia que se conserva en la Biblioteca Real. Al final de esta copia existe la siguiente inscripción:


ANNO DOMINI MDCCCL IN VIGILIA EXALTATIONIS SANCTE CRUCIS CEPTUS EST ISTE LlBER ET IN VIGILIA PASCE ANNI SUBSEQUENTIS FINITUS CUM AUDITORIO OMNIPOTENTIS PER ME HARTMANUM DE KRASNA TUNC TEMPORIS ECCLESIE NIWENBURGENSIS CUSTODEM.


Haupt incluye en su estudio esta inscripción, creyéndola de mano del mismo autor del manuscrito C, y, sin embargo, no modifica su afirmación de que éste fue escrito en el año 1350, lo cual supone haber leído equivocadamente la fecha de 1850 que consta con toda claridad en números romanos, e incurre en este error, a pesar de haber tenido que copiar la inscripción entera, en la cual aparece la citada fecha de MDCCCL.

El trabajo de Haupt ha constituido para mí un manantial de confusiones. Al principio, hallándome por completo como novicio en la ciencia filológica, bajo la influencia de la autoridad de Haupt, cometí durante mucho tiempo igual error que él y leí en la citada inscripción 1350 en vez de 1850; mas luego vi que en el manuscrito principal C, por mí utilizado, no existía la menor huella de tal inscripción, y descubrí además que en todo el siglo XIV no había habido en Klosterneuburg ningún monje llamado Hartmann. Cuando por fin cayó el velo que oscurecía mi vista, adiviné todo lo sucedido, y subsiguientes investigaciones confirmaron mi hipótesis en todos sus puntos. La tan repetida inscripción no existe más que en la copia utilizada por Haupt y proviene de mano del copista, el padre Hartman Zeibig, natural de Krasna (Moravia), fraile agustino y canónigo de Klosterneuburg, el cual copió en 1850, siendo tesorero de la Orden, el manuscrito principal C, y se citó a sí mismo, según costumbre antigua, al final de la copia. El estilo medieval y la arcaica fotografía de la inscripción, unidos al deseo de Haupt de dar el mayor número posible de datos sobre la obra objeto de su estudio y, por tanto, de precisar la fecha del manuscrito C, contribuyeron a hacerle leer siempre 1350 en vez de 1850. (Motivo del acto fallido.)»

8) Entre las Ocurrencias chistosas y satíricas, de Lichtenberg, se encuentra una que seguramente ha sido tomada de la realidad y encierra en sí casi toda la teoría de las equivocaciones en la lectura. Es la que sigue: «Había leído tanto a Homero, que siempre que aparecía ante su vista la palabra angenommen (admitido) leía Agamemnon (Agamenón).»
En una numerosísima cantidad de ejemplos es la predisposición del lector la que transforma el texto a sus ojos, haciéndole leer algo relativo a los pensamientos que en aquel momento le ocupan. El texto mismo no necesita coadyuvar a la equivocación más que presentando alguna semejanza en la imagen de las palabras, semejanza que pueda servir de base al lector para verificar la transformación que su tendencia momentánea le sugiere. El que la lectura sea rápida y, sobre todo, el que el sujeto padezca algún defecto, no corregido, de la visión son factores que coadyuvan a la aparición de tales ilusiones, pero que no constituyen en ningún modo condiciones necesarias.

9) La pasada época de guerra, haciendo surgir en toda persona intensas y duraderas preocupaciones, favoreció la comisión de equivocaciones en la lectura más que en la de ningún otro rendimiento fallido. Durante dichos años pude hacer una gran cantidad de observaciones, de las que, por desgracia, sólo he anotado algunas. Un día cogí un periódico y hallé en él impresa en grandes letras la frase siguiente: «La paz de Görz» (Der Friede von Görz). Mas en seguida vi que me había equivocado y que lo que realmente constaba allí era «El enemigo ante Görz» (Die Feinde von Görz). No es extraño que quien tenía dos hijos combatiendo en dicho punto cometiese tal error. Otra persona halló en un determinado contexto una referencia a «antiguos bonos de pan» (alte Brotkarte), bonos que, al fijar su atención en la lectura, tuvo que cambiar por «brocados antiguos» (alte Brokate). Vale la pena de hacer constar que el individuo que sufrió este error era frecuentemente invitado a comer por una familia amiga y solía corresponder a tal amabilidad y hacerse grato a la señora de la casa cediéndole los bonos de pan que podía procurarse. Un ingeniero, preocupado porque su equipo de faena no había podido nunca resistir sin destrozarse en poco tiempo la humedad que reinaba en el túnel en cuya construcción trabajaba, leyó un día, quedándose asombrado, un anuncio de «objetos de piel malísima» (Schundleder -textualmente: piel indecente-). Pero los comerciantes rara vez son tan sinceros. Lo que el anuncio recomendaba eran objetos de «piel de foca» (Seehundleder).

La profesión o situación actual del lector determinan también el resultado de sus equivocaciones. Un filólogo que, a causa de sus últimos y excelentes trabajos, se halla en controversia con sus colegas, leyó en una ocasión «estrategia del idioma» (Sprachstrategie), en vez de «estrategia del ajedrez» (Schachstrategie). Un sujeto que paseaba por las calles de una ciudad extranjera, al llegar la hora en que el médico que le curaba de una enfermedad intestinal le había prescrito la diaria y regular realización de un acto necesario, leyó en una gran muestra colocada en el primer piso de un alto almacén la palabra Closet; mas a su satisfacción de haber hallado lo que le permitía no infringir su plan curativo se mezcló cierta extrañeza por la inhabitual instalación de aquellas necesarias habitaciones. Al mirar de nuevo la muestra desapareció su satisfacción, pues lo que realmente había escrito en ella era Corset-House.

10) Existe un segundo grupo de casos en el que la participación del texto en el error que se comete en su lectura es más considerable. En tales casos, el contenido del texto es algo que provoca una resistencia en el lector o constituye una exigencia o noticia dolorosa para él, y la equivocación altera dicho texto y lo convierte en algo expresivo de la defensa del sujeto contra lo que le desagrada o en una realización de sus deseos. Hemos de admitir, por tanto, que en esta clase de equivocaciones se percibe y se juzga el texto antes de corregirlo, aunque la consciencia no se percate en absoluto de esta primera lectura.

Un ejemplo de este género es el señalado anteriormente con el número (3), y otro, el que a continuación transcribimos, observado por el doctor Eitingon durante su permanencia en el hospital militar de Igló (Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse, II, 1915):
«El teniente X., que se encuentra en nuestro hospital enfermo de una neurosis traumática de guerra, me leía una tarde la estrofa final de una poesía del malogrado Walter Heymann, caído en la lucha. Al llegar a los últimos versos, X., visiblemente emocionado, los leyó en la siguiente forma:

»-Mas ¿dónde está escrito, me pregunto, que sea yo el que entre todos permanezca en vida y sea otro el que en mi lugar caiga? Todo aquel que de vosotros muere, muere seguramente por mí. ¿Y he de ser yo el que quede con vida? ¿Por qué no?
»Mi extrañeza llamó la atención del lector, que, un poco confuso, rectificó:
»-¿Y he de ser yo el que quede con vida? ¿Por qué yo?»
Este caso me permitió penetrar analíticamente en la naturaleza del material psíquico de las «neurosis traumáticas de guerra» y avanzar en la investigación de sus causas un poco más allá de las explosiones de las granadas, a las que tanta importancia se ha concedido en este punto.

En el caso expuesto se presentaban también a la menor excitación los graves temblores que caracterizan a estas neurosis, así como la angustia y la propensión al llanto, a los ataques de furor, con manifestaciones motoras convulsivas de tipo infantil, y a los vómitos.
El origen psíquico de estos síntomas, sobre todo del último, hubiera debido ser percibido por todo el mundo, pues la aparición del médico mayor que visitaba de cuando en cuando a los convalecientes o la frase de un conocido que al encontrar a uno en la calle le dijese: «Tiene usted muy buen aspecto. Seguramente está usted ya curado», bastaban para provocar en el acto un vómito.

«Curado…, volver al frente…, ¿por qué yo?»

El doctor Hans Sachs ha reunido y comunicado algunos otros casos de equivocaciones en la lectura motivadas por las circunstancias especiales de la época de guerra (lnternationale Zeitschrift für Psychoanalyse, IV, 1916-17):
11) «Un conocido mío me había dicho repetidas veces que cuando fuera llamado a filas no haría uso del derecho que su título facultativo le concedía de prestar sus servicios en el interior y, por tanto, iría al frente de batalla. Poco tiempo antes de llegarle su turno me comunicó un día, con seca concisión, que había presentado su título para hacer valer sus derechos y que, en consecuencia, había sido destinado a una actividad industrial. Al día siguiente nos encontramos en una oficina. Yo me hallaba escribiendo ante un pupitre, y mi amigo se situó detrás de mí y estuvo mirando un momento lo que yo escribía. Luego dijo: `La palabra esa de ahí arriba es Druckbogen (pliego), ¿no? Antes había leído Drückeberger (cobarde)'.»

12) «Yendo sentado en un tranvía iba pensando en que algunos de mis amigos de juventud que siempre habían sido tenidos por delicados y débiles se hallaban ahora en estado de resistir penosas marchas, a las que yo seguramente sucumbiría. En medio de estos pocos agradables pensamientos leí a la ligera y de pasada en la muestra de una tienda las palabras `Constituciones de hierro', escritas en grandes letras negras. Un segundo después caí en que estas palabras no eran apropiadas para constar en el rótulo de ningún comercio y, volviéndome, conseguí echar aún una rápida ojeada sobre el letrero. Lo que realmente se leía en él era: `Construcciones de hierro'.»

13) «En los periódicos vi un día un despacho de la agencia Reuter con la noticia, desmentida más tarde, de que Hughes había sido elegido presidente de la República de los Estados Unidos. Al pie de esta noticia venía una corta biografía del supuesto elegido, y en ella leí que Hughes había cursado sus estudios en la Universidad de Bonn, extrañando no haber encontrado este dato en ninguno de los artículos periodísticos que, con motivo de la elección presidencial en Norteamérica, venían publicándose hacía ya algunas semanas. Una nueva lectura me demostró que la Universidad citada era la de Brown. Este rotundo caso, en el cual hubo de ser necesaria una fuerte violencia para la producción del error, se explica por la ligereza con la que suelo leer los periódicos; pero, sobre todo, por el hecho de que la simpatía del nuevo presidente hacia las potencias centrales me parecía deseable como fundamento de futuras buenas relaciones y no sólo por motivos políticos, sino también de índole personal.»


II. Equivocaciones en la escritura.

1) En una hoja de papel que contenía principalmente notas diarias de interés profesional encontré con sorpresa la fecha equivocada, «Jueves, 20 octubre», escrita en vez de la verdadera, que correspondía al mismo día del mes de septiembre. No es difícil explicar esta anticipación como expresión de un deseo. En efecto, días antes había regresado con nuevas fuerzas de mi viaje de vacaciones y me sentía dispuesto a reanudar mi actividad médica, pero el número de pacientes era aún pequeño. A mi llegada había hallado una carta, en la que un enfermo anunciaba su visita para el día 20 de octubre. Al escribir la fecha del mismo día del mes de septiembre debí de pensar: «Ya podía estar aquí X. ¡Qué lástima tener que perder un mes entero!», y con esta idea anticipé la fecha. Como el pensamiento perturbador no podía calificarse en este caso de desagradable, hallé sin dificultad la explicación de mi error en cuanto me di cuenta de él. Al otoño siguiente cometí de nuevo un error análogo y similarmente motivado. E. Jones ha estudiado estos casos de equivocación en la escritura de las fechas, hallándolos, en su mayoría, dependientes de un motivo.

2) Habiendo recibido las pruebas de mi contribución a la Memoria anual sobre Neurología y Psiquiatría, me dediqué con especial cuidado a revisar los nombres de los autores extranjeros citados en mi trabajo, nombres que por pertenecer a personas de diversas nacionalidades presentan siempre alguna dificultad para los cajistas. En efecto, hallé varias erratas de esta clase, que tuve que corregir; pero lo curioso fue que el cajista había rectificado, en cambio, en las pruebas un nombre que yo había escrito erróneamente en las cuartillas. En mi artículo alababa yo el trabajo del tocólogo Burckhard sobre la influencia del nacimiento en el origen de la parálisis infantil, y al escribir dicho nombre me había equivocado y había escrito Buckrhard, error que el cajista corrigió, componiendo el nombre correctamente. Mi equivocación no provenía de que yo abrigase contra el tocólogo una enemistad que me hubiera hecho desfigurar su nombre al escribirlo; pero era el caso que su mismo apellido lo llevaba también un escritor vienés que me había irritado con una crítica poco comprensiva de mi Interpretación de los sueños, y de este modo, lo sucedido fue como si al escribir el apellido Burckhard con el que quería designar al tocólogo, hubiera pensado algo desagradable del otro escritor de igual apellido, cometiendo entonces el error que desfiguró aquél, acto que, como ya indicamos antes, significa desprecio hacia la persona correspondiente.

3) Esta afirmación aparece confirmada y robustecida por una autoobservación, en la que A. J. Storfer expone con franqueza digna de encomio los motivos que le hicieron recordar inexactamente primero y escribir luego, desfigurándolo, el nombre de un supuesto émulo científico (Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse, II, 1914):

«UNA OBSTINADA DESFIGURACIÓN DE UN NOMBRE»:

«En diciembre de 1910 vi en el escaparate de una librería de Zurich el entonces reciente libro del doctor Eduard Hitschmann sobre la teoría freudiana de las neurosis. Por aquellos días trabajaba yo precisamente en una conferencia, que debía pronunciar en una sociedad científica, sobre la Psicología de Freud. En la ya escrita introducción a mi conferencia hablaba yo del desarrollo histórico de la Psicología freudiana, observando que por tener ésta su punto de partida en investigaciones de carácter práctico, se hacía muy difícil exponer en un breve resumen sus líneas fundamentales, no habiendo hasta el momento nadie que hubiese emprendido tal tarea. Al ver aquel libro, de autor hasta entonces desconocido para mí, no pensé al principio comprarlo, y cuando días después decidí lo contrario, el libro no estaba ya en el escaparate. Al dar en la tienda el título de la obra recién publicada nombré como autor al doctor Eduard Hartmann. El librero me corrigió, diciendo: `Querrá usted decir Hitschmann', y me trajo el libro deseado.

»El motivo inconsciente del rendimiento fallido era fácil de descubrir: Yo contaba ya, en cierto modo, con hacerme un mérito de haber resumido antes que nadie las líneas fundamentales de la teoría psicoanalítica, y, por tanto, había visto con enfado y envidia la aparición del libro de Hitschmann, que disminuía mis merecimientos. La deformación del nombre de su autor constituía, pues, conforme a las teorías sustentadas en la Psicopatología de la vida cotidiana, un acto de hostilidad inconsciente. Con esta explicación me di entonces por satisfecho.

»Semanas después anoté por escrito las circunstancias del rendimiento fallido relatado, y al hacerlo se me ocurrió pensar en cuál sería la razón de haber transformado el nombre de Eduard Hitschmann precisamente en Eduard Hartmann. ¿Habría sido tan sólo la semejanza entre ambos nombres la que me había hecho escoger como sustitutivo el del renombrado filósofo? Mi primera asociación fue el recuerdo de que el profesor Hugo Meltzl, apasionado admirador de Schopenhauer, había dicho un día lo siguiente: `Eduard von Hartmann es Schopenhauer desfigurado, Schopenhauer, vuelto hacia la izquierda'. Así, pues, la tendencia afectiva que había determinado la imagen sustitutiva del nombre olvidado era ésta: `El tal Hitschmann y su exposición compendiada de las teorías de Freud no deben de ser nada que valga la pena. Hitschmann debe de ser, con respecto a Freud, lo que Hartmann con respecto a Schopenhauer.''

»Al cabo de seis meses cayó ante mi vista la hoja en que había anotado este caso de olvido determinado y acompañado de recuerdo sustitutivo, y al leerla observé que nuevamente había desfigurado en mi relato el nombre de Hitschmann, escribiendo Hintschmann.»
4) He aquí otro caso de equivocación en la escritura, aparentemente grave, y que pudiera ser también incluido entre los casos de «actos de término erróneo» (Vergreifen):
«En una ocasión me proponía sacar de la Caja Postal de Ahorros la cantidad de 300 coronas, que deseaba enviar a un pariente mío, residente fuera de Viena, para hacer posible emprender una cura de aguas prescrita por su médico. Al ocuparme de este asunto vi que mi cuenta corriente ascendía a 4.380 coronas, y decidí dejarla reducida a 4.000, cantidad redonda que debía permanecer intacta en calidad de reserva para futuras contingencias. Después de extender el cheque en forma regular y haber cortado en la libreta los cupones correspondientes a la cantidad deseada, me di cuenta de que había solicitado extraer de la Caja de Ahorros no 380 coronas, como quería sino exactamente 438, y quedé asustado de la poca seguridad con que ejecutaba mis propios actos. En seguida reconocí lo injustificado de mi miedo pues mi error no me hubiera hecho más pobre de lo que era antes de él. Pero hube de reflexionar un rato con objeto de descubrir la influencia que había modificado mi primera intención, sin advertir antes de ello a mi consciencia. Al principio me dirigí por caminos equivocados. Sustraje 380 coronas de 438 y me quedé sin saber qué hacer de la diferencia obtenida. Mas al fin caí en la verdadera conexión: ¡438 era el diez por ciento de 4.380, total de mi cuenta corriente! ¡Y el diez por ciento es el descuento que hacen los libreros! Recordé que días antes había buscado en mi biblioteca, y reunido aparte, una cantidad de obras de Medicina que habían perdido su interés para mí con objeto de ofrecérselas al librero, precisamente por 300 coronas. El librero encontró demasiado elevado el precio y quedó en darme algunos días después su definitiva respuesta. En caso de aceptar el precio pedido, me habría reembolsado la suma que yo tenía que enviar a mi enfermo pariente. No cabía, pues, dudar de que en el fondo lamentaba tener que disponer de aquella suma en favor de otro. La emoción que experimenté al darme cuenta de mi error queda mejor explicada ahora, interpretándola como un temor de arruinarme con tales gastos. Pero ambas cosas, el disgusto de tener que enviar la cantidad y el miedo a arruinarme con él ligado, eran completamente extrañas a mi consciencia. No sentí la menor huella de disgusto al prometer enviar dicha suma y hubiera encontrado risible la motivación del mismo. Nunca me hubiera creído capaz de abrigar tales sentimientos si mi costumbre de someter a los pacientes al análisis psíquico no me hubiera familiarizado hasta cierto punto con los elementos reprimidos de la vida anímica, y si, además, no hubiera tenido días antes un sueño que reclamaba igual interpretación».

5) El caso que va a continuación y cuya autenticidad puedo garantizar, está tomado de una comunicación de W. Stekel:
«En la redacción de un difundido semanario ocurrió recientemente un increíble caso de equivocación en la escritura y en la lectura. La dirección de dicho semanario había sido tachada de `vendida', y se trataba de contestar en un artículo rechazando con indignación el insultante calificativo. El redactor jefe y el autor de dicho artículo leyeron éste repetidas veces, tanto en las cuartillas como en las pruebas, y ambos quedaron satisfechos. De repente llegó a su presencia el corrector, haciéndoles notar una pequeña errata que se les había escapado a todos. En el artículo se leía con toda claridad lo siguiente: `Nuestros lectores testimoniarán que nosotros hemos defendido siempre interesadamente el bien general.' Como es lógico, lo que allí se había querido decir era desinteresadamente. Pero los verdaderos pensamientos se abrieron camino a través del patético discurso.»

6) Una lectora del Pester Lloyd, la señora Kata Levy, de Budapest, observó un caso similar de sinceridad involuntaria en una afirmación de un telegrama de Viena publicado por dicho periódico el 11 de octubre de 1918.
Decía así: «A causa de la absoluta confianza que durante toda la guerra ha reinado entre nosotros y nuestros aliados alemanes, debe suponerse como cosa indudable que ambas potencias obrarán conjuntamente en todas las ocasiones y, por tanto, es ocioso añadir que también en esta fase de la guerra laboran de imperfecto acuerdo los Cuerpos diplomáticos de ambos países.»

Pocas semanas después se pudo hablar con más libertad de dicha «absoluta confianza», sin tener que recurrir a las equivocaciones en la escritura o en la composición.
7) Un americano que había venido a Europa, dejando en su país a su mujer, después de algunos disgustos conyugales, creyó llegada, en un determinado momento, la ocasión de reconciliarse con ella y la invitó a atravesar el Océano y venir a su lado. «Estaría muy bien -le escribió- que pudieras hacer la travesía en el Mauritania, como yo la hice.» Al releer la carta rompió el pliego en que iba la frase anterior y lo escribió de nuevo, no queriendo que su mujer viera la corrección que le había sido necesario efectuar en el nombre del barco. La primera vez había escrito Lusitania.

Este lapsus calami no necesita explicación y puede interpretarse en el acto. Pero cabe añadir lo siguiente: la mujer del americano había ido a Europa por primera vez a raíz de la muerte de su única hermana, y si no me equivoco, el Mauritania es el buque gemelo del Lusitania, perdido durante la guerra. (Agregado en 1920.)
8) Un médico examinó a un niño y puso una receta en cuya composición entraba alcohol. Mientras redactaba su prescripción, la madre del niño hubo de fatigarle con preguntas ociosas. El médico se propuso interiormente no molestarse por tal inoportunidad, consiguiéndolo, en efecto, pero se equivocó al escribir, y puso, en lugar de alcohol, achol (aproximadamente, «nada de cólera»). (Agregado en 1910.)

9) A causa de la semejanza en el contenido, añadiré aquí un caso observado por E. Jones en su colega A. A. Brill. Este último, que es abstemio, bebió un día un poco de vino, obligado por las obstinadas instancias de un amigo. A la mañana siguiente un violento dolor de cabeza le dio motivo para lamentar el haber cedido. En aquellos instantes tuvo que escribir el nombre de una paciente llamada Ethel, y en lugar de esto escribió Ethyl (Etil-alcohol). A ello coadyuvó el hecho de que la aludida paciente acostumbraba beber más de lo que le hubiera convenido.

10) Dado que una equivocación de un médico al escribir una receta posee una importancia que sobrepasa el general valor práctico de los funcionamientos fallidos, transcribiré aquí con todo detalle el único análisis publicado hasta el día de tal error en la escritura (Internationale Zeitschrift f. Psychoanalyse, I, 1913):

UN CASO REPETIDO DE EQUIVOCACIÓN EN LA ESCRITURA DE UNA RECETA

DOCTOR EDUARD HITSCHMANN

«Un colega me contó un día que en el transcurso de varios años le había sucedido repetidas veces equivocarse al prescribir un determinado medicamento a pacientes femeninas de edad ya madura. En dos casos recetó una dosis diez veces mayor de la que se proponía, y después, al darse repentina cuenta de su error, tuvo que regresar (lleno de temor de haber perjudicado a las pacientes y de atraer sobre sí mismo graves complicaciones) al lugar donde había dejado las recetas, para pedir que se las devolvieran. Este raro acto sintomático (Symptomhandlung) merece ser detenidamente observado, exponiendo por separado y con todo detalle las diversas ocasiones en que se manifestó.

Primer caso. El referido médico recetó a una mujer, situada ya en el umbral de la ancianidad, supositorios de belladona diez veces más fuertes de lo que se proponía. Después abandonó la clínica, y cerca de una hora más tarde, cuando estaba ya en su casa almorzando y leyendo el periódico, se dio de repente cuenta de su error. Sobrecogido, corrió a la clínica para preguntar las señas de la paciente, y luego a casa de ésta, situada en un barrio apartado. Por fin encontró a la mujer, que aún no había hecho uso de la receta, y logró que se la devolviera, regresando a su casa tranquilo y satisfecho. Como disculpa ante sí mismo alegó, no sin razón, que mientras estaba escribiendo la receta, el jefe de la ambulancia, persona muy habladora, estuvo detrás de él mirando lo que escribía, por encima de su hombro, y molestándole.

Segundo caso. El mismo médico tuvo un día que dejar su consulta, arrancándose del lado de una bella y coqueta paciente, para ir a visitar a una solterona vieja, a cuya casa se dirigió en automóvil, pues le urgía terminar pronto su visita para reunirse luego secretamente, a una hora determinada, con una muchacha joven, a la que amaba. También en esta visita a la anciana paciente recetó belladona contra igual padecimiento que el del caso anterior, y también cometió el error de prescribir una composición diez veces más fuerte. La enferma le habló durante la visita de algunas cosas interesantes sin relación con su enfermedad; pero el médico dejó advertir su impaciencia, aunque negándola con corteses palabras, y se retiró con tiempo más que sobrado para acudir a su amorosa cita. Cerca de doce horas después, hacia las siete de la mañana, se dio cuenta, al despertar, del error cometido y, lleno de sobresalto, envió un recado a casa de la paciente, con la esperanza de que no hubiera aún enviado la receta al farmacéutico y se la devolviera para revisarla. En efecto, recibió la receta, pero ésta había sido ya servida. Con cierta resignación estoica y el optimismo que da la experiencia fue entonces a la farmacia, donde el encargado le tranquilizó, diciendo que, naturalmente (¿quizá también por un descuido?), había aminorado mucho la dosis prescrita en la receta al servir el medicamento.

Tercer caso. El mismo médico quiso recetar a una anciana tía suya, hermana de su madre, una mezcla de Tinct. belladonnae y Tinct. Opii, en dosis inofensivas. La criada llevó en seguida la receta a la botica. Poco tiempo después recordó el médico que había escrito «extract» en vez de «tinctura», y a los pocos momentos le telefoneó el farmacéutico interpelándole sobre este error. El médico se disculpó con la mentida excusa de que no había acabado de escribir la receta y, habiéndola dejado sobre la mesa, la había cogido la criada sin estar terminada.

Las singulares coincidencias que presentan estos tres casos de error en la escritura de una receta consisten en que, hasta hoy, no le ha sucedido esto al referido médico más que con un único medicamento, tratándose de pacientes femeninas de edad avanzada y siendo siempre demasiado fuerte la dosis prescrita. Un corto análisis reveló que el carácter de las relaciones familiares entre el médico y su madre tenía que ser de una importancia decisiva en este caso. Uno de sus recuerdos durante el análisis fue el de haber prescrito -probablemente antes de estos actos sintomáticos- a su también anciana madre la misma receta, y, por cierto, en una dosis de 0,03, a pesar de que la usual de 0,02 era la que él acostumbraba prescribir, pensando con tal aumento curarla más radicalmente. El enérgico medicamento produjo en la enferma, cuyo estado era delicado, una fuerte reacción, acompañada de manifestaciones congestivas y desagradable sequedad de garganta. La enferma se quejó de ello, aludiendo, medio en serio, medio en broma, al peligro de los remedios prescritos por su hijo. Ya en otras ocasiones había rechazado la madre, hija también de un médico, los medicamentos recetados por su hijo, haciendo semihumorísticas observaciones sobre una posibilidad de envenenamiento.

De lo que por el análisis se pudo deducir sobre las relaciones familiares entre el médico y su madre resulta que el amor filial del primero era puramente instintivo y que la estimación espiritual en que tenía a su madre y su respeto hacia ella no eran ciertamente exagerados. El tener que habitar en la misma casa con su madre y su hermano, un año menor que él, constituía para el médico una coacción de su libertad erótica, y nuestra experiencia psicoanalítica nos ha demostrado la influencia de este sentimiento de coacción en la vida íntima del individuo.

El médico aceptó el análisis, regularmente satisfecho de la explicación que daba a sus errores, y añadió sonriendo que la palabra «belladona» (bella mujer) podía tener también un inconsciente significado erótico. También él había usado en alguna ocasión anterior dicho medicamento.»
No creo nada aventurado afirmar que tales graves rendimientos fallidos siguen idénticos caminos que los otros, más inofensivos, antes analizados.
11) El siguiente lapsus calami, comunicado por S. Ferenczi, puede incluirse entre los más inocentes e interpretarse simplemente como un rendimiento fallido producido por condensación motivada por impaciencia (compárese con la equivocación oral «el man…», capítulo 5), mientras un análisis más profundo no demuestre la existencia de un elemento perturbador más vigoroso.

«Queriendo escribir: Aquí viene bien la anécdota (Anekdote)…, escribí esta última palabra en la siguiente forma: Anektode. En efecto, la anécdota a que yo me refería era la de un gitano condenado a muerte (zu Tode verurteilt), que solicitó como última gracia el escoger por sí mismo el árbol del que habían de ahorcarle y, como es natural, no encontró, a pesar de buscarlo con afán, ninguno que le pareciera bien.»
12) Otras veces, contrastando con el inofensivo caso anterior, puede una insignificante errata revelar un peligroso sentido que se quiere mantener secreto. Así, en el siguiente ejemplo, que se nos comunica anónimamente:

«Al final de una carta escribí las palabras: `Salude usted cordialmente a su esposa y a su hijo (ihren Sohn).' En el momento de cerrar el sobre noté haber cometido el error de escribir la palabra `ihren' con minúscula, con lo cual el sentido de la frase era el siguiente: `Salude usted a su esposa y a su hijo (de ella).' Claro es que corregí la errata antes de enviar la carta. Al regresar de mi última visita a esta familia, la señora que me acompañaba me hizo notar que el hijo se parecía muchísimo a un íntimo amigo de la casa, el cual debía ser, sin duda, su verdadero padre.»

13) Una señora escribía a su hermana dándole la enhorabuena por su instalación en una nueva casa, más cómoda y espaciosa que la que antes ocupaba. Una amiga que se hallaba presente observó que la señora había puesto a su carta una dirección equivocada, y ni siquiera la de la casa que la hermana acababa de abandonar, sino la otra en la que había vivido a raíz de casarse y había dejado hacía ya mucho tiempo. Advirtió a su amiga el error, y ésta tuvo que confesarlo, diciendo: «Tiene usted razón; pero ¿cómo es posible que me haya equivocado de tal modo? ¿Y por qué?» La amiga opinó: «Seguramente es que le envidia usted la casa cómoda y amplia a que ahora se traslada ella, mientras que usted tiene que seguir viviendo en una menos espaciosa. Ese sentimiento es el que le hace a usted mudar a su hermana a su primera casa, en la que también carecía de comodidades.» «Sí que la envidio», confesó sinceramente la señora, y añadió: «¡Qué fastidio que en estas cosas tenga una siempre tan vulgares sentimientos, a pesar de una misma!» (Agregado en 1910).

14) E. Jones comunica el siguiente ejemplo de equivocaciones en la escritura, observado por A. A. Brill: Un paciente dirigió al doctor Brill una carta, en la que se esforzaba en achacar su nerviosidad a los cuidados y a la tensión espiritual que le producía la marcha de sus negocios ante la crisis por la que atravesaba el mercado algodonero. En dicha carta se leía lo siguiente: …my trouble is all due to that damned frigid «wave» (literalmente: «… toda mi perturbación es debida a esta maldita ola frígida.» La expresión «ola frígida» designa la «ola de baja» que había invadido el mercado del algodón). Pero el paciente, al escribir la frase citada, escribió wife (mujer), en vez de wave (ola). En realidad, abrigaba en su corazón amargos reproches contra su mujer, motivados por su frigidez conyugal y su esterilidad, y no se hallaba muy lejos de reconocer que la privación que este estado de cosas le imponía era culpable en mucha parte de la enfermedad que le aquejaba.

15) El doctor R. Wagner comunica la siguiente autoobservación en la Zentralblatt für Psychoanalyse, I, 12 (1911):
«Al releer un antiguo cuaderno de apuntes universitarios hallé que la rapidez que es necesario desarrollar para tomar las notas siguiendo la explicación del profesor me había hecho cometer un pequeño lapsus. En vez de Epithel (epitelio), había escrito Edithel, diminutivo de un nombre femenino. El análisis retrospectivo de este caso es en extremo sencillo. Por la época en que cometí la equivocación mi amistad con la muchacha que llevaba dicho nombre era muy superficial y hasta mucho tiempo después no se convirtió en íntima. Mi error constituye, pues, una excelente prueba de la emergencia de una amorosa inclinación inconsciente en una época en la que yo mismo no tenía aún la menor idea de ella. Los sentimientos que acompañaban a mi error se manifiestan en la forma de diminutivo que cogió para exteriorizarse.»

16) La señora del doctor Von Hug-Hellmuth relata en su contribución al capítulo «Equivocaciones en la escritura y en la lectura» (Zentralblatt für Psychoanalyse, II, 5 (1912), el siguiente caso:
«Un médico prescribió a una paciente `agua de levítico', en vez de `agua de Levico'. Este error, que dio pie al farmacéutico para hacer algunas observaciones impertinentes, puede ser interpretado más benignamente, investigando sus determinantes inconscientes y no negando a éstos, a priori, una cierta verosimilitud, aunque no sean más que hipótesis subjetivas de una persona lejana a dicho médico. Este poseía una numerosa clientela, a pesar de la rudeza con que solía sermonear (leer los Levitas) a sus pacientes, reprochándoles su irracional régimen de alimentación, y su casa se llenaba durante las horas de consulta. Esta aglomeración justificaba el deseo de que sus clientes, una vez terminado el examen, se vistiesen lo más rápidamente posible; vite, vite (francés; de prisa, de prisa). Si no recuerdo mal, la mujer del médico era de origen francés, circunstancia que justifica mi atrevida hipótesis de que para expresar el deseo antedicho usara aquél palabras pertenecientes a tal idioma. Aparte de esto, es costumbre de muchas personas el usar locuciones extranjeras en algunos casos. Mi padre solía invitarnos a andar de prisa, cuando de niños nos sacaba a paseo, con las frases: Avanti, gioventù, o Marchez au pas, y un médico, ya entrado en años, que me asistió en una enfermedad de garganta, exclamaba siempre: «Piano, piano», para tratar de refrenar mis rápidos movimientos. Así, pues, me parece muy probable que el médico citado tuviera esta costumbre de decir vite, vite para dar prisa a sus clientes, y de este modo se equivocase al poner la receta, escribiendo levítico en vez de levico.»

En este mismo trabajo publica su autora algunas equivocaciones más, cometidas en su juventud (fracés por francés). Errónea escritura del nombre «Karl».
17) A la amable comunicación del señor J. G., de quien ya hemos citado algunos ejemplos por él observados, debo el siguiente relato de un caso que coincide con un conocido chiste, pero en el que hay que rechazar toda intención preconcebida de burla:
«Hallándome en un sanatorio, en curación de una enfermedad pulmonar, recibí la sensible noticia de que un próximo pariente mío había contraído el mismo mal de que yo padecía.

En una carta le aconsejé que fuera a consultar con un especialista, un conocido médico, que era el mismo que a mí me asistía y de cuya autoridad científica me hallaba plenamente convencido, teniendo, por otra parte, alguna queja de su escasa amabilidad, pues poco tiempo antes me había negado un certificado que era para mí de la mayor importancia.
En su respuesta me llamó la atención mi pariente sobre una errata contenida en mi carta; errata que, siéndome conocida su causa, me divirtió extraordinariamente.

El párrafo de mi carta era como sigue: «… además, te aconsejo que, sin más tardar, vayas a insultar al doctor X.» Como es natural, lo que yo había querido decir era consultar.»
18) Es evidente que las omisiones en la escritura deben ser juzgadas de la misma manera que las equivocaciones en la misma. En la Zentralblatt für Psychoanalyse, I, 12 (1911), comunicó el doctor en Derecho, B. Dattner, un curioso ejemplo de «error histórico». En uno de los artículos de la ley sobre obligaciones financieras de Austria y Hungría, modificadas en 1867, con motivo del acuerdo entre ambos países sobre esta cuestión, fue omitida en la traducción húngara la palabra efectivo. Dattner cree verosímil que el deseo de los miembros húngaros que tomaron parte en la redacción de ley, de conceder a Austria la menor cantidad de ventajas posible, no dejó de influir en la omisión cometida.

Existen también poderosas razones para admitir que las repeticiones de una misma palabra, tan frecuentes al escribir y al copiar, perseveraciones, tienen también su significación. Cuando el que escribe repite una palabra, demuestra con ello que le ha sido difícil continuar después de haberla escrito la primera vez, por pensar que en aquel punto hubiera podido agregar cosas que determinadas razones le hacen omitir o por otra causa análoga. La «perseveración» en la copia parece sustituir a la expresión de un «también yo» del copista. En largos informes de médicos forenses que he tenido que leer he hallado, en determinados párrafos, repetidas «perseveraciones» del copista, susceptibles de interpretarse como un desahogo de éste, que, cansado de su papel impersonal, hubiera querido añadir al informe una glosa particular, diciendo: «Exactamente el caso mío» o «Esto es precisamente lo que me sucede».

19) No existe tampoco inconveniente en considerar las erratas de imprenta como «equivocaciones en la escritura» cometidas por el cajista y aceptar también su dependencia de un motivo. No he intentado nunca hacer una reunión sistemática de tales errores, colección que hubiera sido muy instructiva y divertida. Jones ha dedicado en su ya citada obra un capítulo a estas erratas de imprenta. Las desfiguraciones de los telegramas pueden ser interpretadas asimismo algunas veces como errores en la escritura cometidos por los telegrafistas. Durante las vacaciones veraniegas recibí un telegrama de mi casa editorial, cuyo texto me fue al principio ininteligible. Decía así:

«Recibido provisiones (Vorräte), urge invitación (Einladung). -X.»
La solución de esta adivinanza me fue dada por el nombre X., incluido en ella; X. es el autor de una obra a la que yo debía poner una introducción (Einleitung), la cual se convirtió en invitación (Einladung) en el telegrama. Por otra parte, recordé que días antes había enviado a la casa editorial un prólogo (Vorrede) para otro libro, prólogo que el telegrafista había transformado en provisiones (Vorräte). Así, pues, el texto real del telegrama debía ser el siguiente:

«Recibido prólogo, urge introducción. -X.»
Debemos admitir que la transformación fue causada por el «complejo de hambre» del telegrafista, bajo cuya influencia quedó establecida, además, entre los dos trozos de la frase, una conexión más íntima de lo que el expedidor del telegrama se proponía. H. Silberer señala la posibilidad de erratas tendenciosas (1922).
20) Otros varios autores han señalado erratas de imprenta a las que nos se puede negar una tendencia determinada. Así, la comunicación por J. Storfer en la Zentralblatt für Psychoanalyse (II, 1914, y III, 1915), y que transcribimos a continuación:

«UNA ERRATA POLÍTICA. -En el periódico März del 25 de abril de este año encontramos una errata de esta clase. En una carta dirigida al periódico desde Argyrokastron se consignan ciertas manifestaciones de Zographos, jefe de los epirotas rebeldes de Albania (o, si se quiere, presidente de la Regencia independiente del Epiro). Entre otras cosas, dice dicha carta: `Créame usted: un Epiro autónomo sería algo de gran importancia para los intereses del príncipe de Wied. 

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