SIGMUND FREUD OBRAS COMPLETAS

 


XX PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA 1900-1901 [1901]

III. -OLVIDO DE NOMBRES Y DE SERlES DE PALABRAS 

Experiencias como la anteriormente relatada sobre el proceso del olvido de un trozo de una frase en idioma extranjero excitan la curiosidad de comprobar si el olvido de frases del idioma propio demanda o no una explicación esencialmente distinta. No suele causar asombro el no poder reproducir sino con lagunas e infidelidades una fórmula o una poesía aprendidas de memoria tiempo atrás. Mas como este olvido no alcanza por igual a la totalidad de lo aprendido, sino que parece asimismo desglosar de ello trozos aislados, pudiera ser de interés investigar analíticamente algunos ejemplos de tal reproducción defectuosa.


Uno de mis colegas, más joven que yo, expresó, en el curso de una conversación conmigo, la presunción de que el olvido de poesías escritas en la lengua materna pudiera obedecer a motivos análogos a los que produce el olvido de elementos aislados de una frase de un idioma extranjero, y se ofreció en el acto como objeto de una experiencia que aclarase su suposición. Preguntado con qué poesía deseaba que hiciéramos la prueba, eligió La prometida de Corinto (Goethe), composición muy de su agrado, y de la que creía poder recitar de memoria por lo menos algunas estrofas. Ya al comienzo de la reproducción surgió una dificultad realmente singular: «¿Es -me preguntó mi colega- `de Corinto a Atenas' o `de Atenas a Corinto'?» También yo vacilé por un momento, hasta que, echándome a reír, observé que el título de la poesía, La prometida de Corinto, no dejaba lugar a dudas sobre el itinerario seguido por el novio para llegar al lado de ella. La reproducción de la primera estrofa se verificó luego sin tropiezo alguno o, por lo menos, sin que notásemos ninguna infidelidad. Después de la primera línea de la segunda estrofa se detuvo el recitador, y pareció buscar la continuación durante unos instantes; pero en seguida prosiguió, diciendo:


Mas ¿será bien recibido por sus huéspedes
ahora que cada día trae consigo algo nuevo?
Él es aún pagano, como todos los suyos,
y aquéllos son ya cristianos y están bautizados.

Desde la segunda línea había yo ya sentido cierta extrañeza, y al terminar la cuarta convinimos ambos en que el verso había sufrido una deformación; pero no siéndonos posible corregirla de memoria, nos trasladamos a mi biblioteca para consultar el original de Goethe, y hallamos con sorpresa que el texto de la segunda línea de la estrofa era en absoluto diferente del producido por la memoria de mi colega y había sido sustituido por algo que, al parecer, no tenía la menor relación con él.

El texto verdadero es como sigue:

Mas ¿será bien recibido por sus huéspedes
si no compra muy caro su favor?

Con «compra» (erkauft) rima «bautizados» (getauft), y además, me pareció muy extraño que la constelación paganos, cristianos y bautizados hubiese ayudado tan poco al recitador a reconstruir con acierto el texto.
«¿Puede usted explicarse -pregunté a mi compañero- cómo ha podido usted borrar tan por completo todo un verso de una poesía que le es perfectamente conocida? ¿Sospecha usted de qué contexto ha podido usted sacar la frase sustitutiva?»

Podía, en efecto, explicar lo que creía motivo del olvido sufrido y de la sustitución efectuada, y, forzándose visiblemente por tener que hablar de cosas poco agradables para él, dijo lo que sigue:
-La frase «ahora que cada día trae consigo algo nuevo» no me suena como totalmente desconocida; he debido de pronunciarla hace poco refiriéndome a mi situación profesional, pues ya sabe usted que mi clientela ha aumentado mucho en estos últimos tiempos, cosa que, como es natural, me tiene satisfecho. Vamos ahora a la cuestión de cómo ha podido introducirse esta frase en sustitución de la verdadera. También aquí creo poder hallar una conexión. La frase «si no compra muy caro su favor» era, sin duda alguna, desagradable para mí, por poderse relacionar con el siguiente hecho: Tiempo atrás pretendí la mano de una mujer y fui rechazado. Ahora que mi situación económica ha mejorado mucho proyecto renovar mi petición. No puedo hablar más sobre este asunto; pero con lo dicho comprenderá que no ha de ser muy agradable para mí, si ahora soy aceptado, el pensar que tanto la negativa anterior como el actual consentimiento han podido obedecer a una especie de cálculo.

Esta explicación me pareció aclarar lo sucedido sin necesidad de conocer más minuciosos detalles. Pero, sin embargo, pregunté: «¿Y qué razón le lleva a usted a inmiscuir su propia persona y sus asuntos privados en el texto de La prometida de Corinto? ¿Existe quizá también en su caso aquella diferencia de creencias religiosas que constituyen uno de los temas de la poesía?»

(Cuando surge una nueva fe,
el amor y la fidelidad son, con frecuencia,
arrancados como perversa cizaña.)


Esta vez no había yo acertado; pero fue curioso observar cómo una de mis preguntas, yendo bien dirigida, iluminó el espíritu de mi colega de tal manera, que le permitió contestarme con una explicación que seguramente había permanecido hasta entonces oculta para él. Mirándome con expresión atormentada y en la que se notaba algún despecho, murmuró como para sí mismo los siguientes versos, que aparecen algo más adelante en la poesía goethiana:

Mírala bien.

Mañana habrá ella encanecido.

Y añadió a poco: «Ella es algo mayor que yo.»
Para no penarle más desistí de proseguir la investigación. Además, el caso me pareció suficientemente aclarado. Lo más sorprendente de él era ver cómo el esfuerzo efectuado para hallar la causa de un inocente fallo de la memoria había llegado a herir cuestiones particulares del sujeto de la experiencia, tan lejanas al contenido de ésta y tan íntimas y penosas.
C. G. Jung expone otro caso de olvido de varias palabras consecutivas de una poesía conocida, que quiero copiar aquí tal y como él lo relata.

«Un señor quiere recitar la conocida poesía `Un pino se alza solitario…' etcétera. Al llegar a la línea que comienza `Dormita…' se queda atascado, sin poder continuar. Ha olvidado por completo las palabras siguientes: `envuelto en blanco manto'. Este olvido de un verso tan vulgarizado me pareció extraño e hice que la persona que lo había sufrido me comunicase todo aquello que se le fuese ocurriendo al fijar su atención en las palabras olvidadas, las cuales le recordé, obteniendo la serie siguiente: Ante las palabras `envuelto en blanco manto', en lo primero que pienso es en un sudario -un lienzo blanco en el que se envuelve a los muertos-. (Pausa.) Luego, en un íntimo amigo mío. Su hermano ha muerto hace poco de repente; dicen que de una apoplejía. Era también muy corpulento. Mi amigo lo es también, y varias veces he pensado que podía sucederle lo mismo. Hace una vida muy sedentaria. Cuando me enteré de la muerte de su hermano, me entró el temor de que algún día pudiera yo sufrir igual muerte, pues en mi familia tenemos tendencia a la obesidad, y mi abuelo murió asimismo de una aplopejía. También yo me encuentro demasiado grueso y he emprendido en estos días una cura para adelgazar.»

Vemos, pues -comenta Jung-, que el sujeto se había identificado en el acto inconscientemente con el pino envuelto en un blanco sudario.

El ejemplo que a continuación exponemos, y que debemos a nuestro amigo S. Ferenczi, de Budapest, se refiere, a diferencia de los anteriores, a una frase no tomada de la obra de un poeta, sino pronunciada por el propio sujeto, que luego no logra recordarla. Además, nos presenta el caso, no muy común, en que el olvido se pone al servicio de nuestra discreción en momentos en que ésta se ve amenazada del peligro de sucumbir a una caprichosa veleidad. De este modo, la falla se convierte en una función útil, y cuando nuestro ánimo se serena hacemos justicia a aquella corriente interna, que anteriormente sólo podía exteriorizarse por una falla, un olvido, o sea una impotencia psíquica.

«En una reunión se mencionó la frase Tout comprendre c'est tout pardonner. Al oírla hice la observación de que con la primera parte bastaba, siendo un acto de soberbia el meterse a perdonar; misión que se debía dejar a Dios y a los sacerdotes. Uno de los presentes halló muy acertada mi observación, lo cual me animó a seguir hablando, y probablemente para asegurarme la buena opinión del benévolo crítico, le comuniqué que poco tiempo antes había tenido una ocurrencia aún más ingeniosa. Pero cuando quise comenzar a relatarla no conseguí recordar nada de ella. En el acto me retiré un poco de la reunión y anoté las asociaciones encubridoras. Primero acudió el nombre del amigo y el de la calle de Budapest, que fueron testigos del nacimiento de la ocurrencia buscada, y después, el nombre de otro amigo, Max, al que solemos llamar familiarmente Maxi. Este nombre me condujo luego a la palabra máxima y al recuerdo de que en aquella ocasión se trataba también, como en la frase inicial de este caso, de la transformación de una máxima muy conocida. Por un extraño proceso, en vez de ocurrírseme a continuación una máxima cualquiera, recordé la frase siguiente: `Dios creó al hombre a su imagen', y su transformación: `El hombre creó a Dios a la suya'. Acto seguido surgió el recuerdo buscado, que se refería a lo siguiente:

»Un amigo mío me dijo, paseando conmigo por la calle de Andrassy: `Nada humano me es ajeno', a lo cual respondí yo, aludiendo a las experiencias psicoanalíticas: `Debías continuar y reconocer que tampoco nada animal te es ajeno.'
»Después de haber logrado de este modo hacerme con el recuerdo buscado, me fue imposible relatarlo en la reunión en que me hallaba. La joven esposa del amigo, a quien yo había llamado la atención sobre la animalidad de lo inconsciente, estaba también entre los presentes, y yo sabía que se hallaba poco preparada para el conocimiento de tales poco halagadoras opiniones. El olvido sufrido me ahorró una serie de preguntas desagradables que no hubiera dejado de dirigirme y quizá una inútil discusión, lo cual fue, sin duda, el motivo de mi amnesia temporal.

»Es muy interesante el que se presentase como idea encubridora una frase que rebaja la divinidad hasta considerarla como una invención humana, al par que en la frase buscada se alude a lo que de animal hay en el hombre. Ambas frases tienen, por tanto, común una idea de capitis diminutio (privar a uno del status), y todo el proceso es, sin duda, la continuación de la serie de ideas sobre el comprender y el perdonar, sugeridas por la conversación.
»El que en este caso surgiese tan rápidamente lo buscado débese, quizá, a que en el acto de ocurrir el olvido abandoné momentáneamente la reunión, en la que se ejercía una censura sobre ello, para retirarme a un cuarto solitario.»


He analizado numerosos casos de olvido o reproducción incorrecta de varias palabras de una frase, y la conformidad de los resultados de estas investigaciones me inclina a admitir que el mecanismo del olvido, descubierto al analizar los casos de aliquis y de La prometida de Corinto, posee validez casi universal. No es fácil publicar con frecuencia tales ejemplos de análisis, dado que, como se habrá visto por los anteriores, conducen casi siempre a asuntos íntimos del analizado, y a veces hasta desagradables y penosos para él; razón por la cual no añadiré ningún otro a los ya expuestos. Lo que de común tienen todos estos casos, sin distinción del material, es que lo olvidado o deformado entra en conexión, por un camino asociativo cualquiera, con un contenido psíquico inconsciente, del que parte aquella influencia que se manifiesta en forma de olvido.


Volveré, pues al olvido de nombres, cuya casuística y motivos no han quedado aún agotados por completo, y como esta clase de rendimientos fallidos (Fehlleistungen) los puedo observar con bastante frecuencia en mí mismo, no he de hallarme escaso de ejemplos que exponer a mis lectores. Las leves jaquecas que padezco suelen anunciarse unas horas antes de atacarme por el olvido de nombres, y cuando llegan a su punto cumbre, si bien no son lo suficientemente intensas para obligarme a abandonar el trabajo, me privan con frecuencia de la facultad de recordar todos los nombres propios. Casos como este mío pudieran hacer surgir una vigorosa objeción a nuestros esfuerzos analíticos. ¿No habrá, acaso, que deducir de él que la causa de los olvidos, y en especial del olvido de nombres, está en una perturbación circulatoria o funcional del cerebro y que, por tanto, no hay que molestarse en buscar explicaciones psicológicas a tales fenómenos? Mi opinión es en absoluto negativa, y creo que ello equivaldría a confundir el mecanismo de un proceso, igual en todos los casos, con las condiciones variables, y no evitablemente necesarias, que puedan favorecer su desarrollo. En vez de discutir con detención la objeción expuesta, voy a exponer una comparación, con la que creo quedará más claramente anulada.

Supongamos que he cometido la imprudencia de ir a pasear de noche por los desiertos arrabales de una gran ciudad y que, atacado por unos ladrones, me veo despojado de mi dinero y mi reloj. En el puesto de policía más próximo hago luego la denuncia con las palabras siguientes: «En tal o cual calle, la soledad y la oscuridad me han robado el reloj y el dinero.» Aunque con esto no diga nada inexacto, correría el peligro de ser considerado -juzgándome por la manera de hacer la denuncia- como un completo chiflado. La correcta expresión de lo sucedido sería decir que, favorecidos por la soledad del lugar y al amparo de la oscuridad que en él reinaba, me habían despojado de mi dinero y mi reloj unos desconocidos malhechores. Ahora bien: la cuestión del olvido de los nombres es algo totalmente idéntico. Un poder psíquico desconocido, favorecido por la fatiga, la perturbación circulatoria y la intoxicación, me despoja de mi dominio sobre los nombres propios pertenecientes a mi memoria, y este poder es el mismo que en otros casos puede producir igual falla de la memoria, gozando el sujeto de perfecta salud y completa capacidad mental.

Al analizar los casos de olvido de nombres propios observados en mí mismo, encuentro casi regularmente que el nombre retenido muestra hallarse en relación con un tema concerniente a mi propia persona y que con frecuencia puede despertar en mí intensas y a veces penosas emociones. Conforme a la acertada y recomendable práctica de la Escuela de Zurich (Bleuler, Jung, Riklin), puedo expresar esta opinión en la forma siguiente: El nombre perdido ha rozado en mí un «complejo personal». La relación del nombre con mi persona es una relación inesperada y facilitada en la mayoría de los casos por una asociación superficial (doble sentido de la palabra o similicadencia) y puede reconocerse casi siempre como una asociación lateral. Unos cuantos sencillos ejemplos bastarán para aclarar su naturaleza.


1) Un paciente me pidió que le recomendase un sanatorio situado en la Riviera. Yo conocía uno cerca de Génova y recordaba muy bien el nombre del médico alemán que se hallaba al frente de él; pero por el momento me fue imposible recordar el nombre del lugar en que se hallaba emplazado, aunque sabía que lo conocía perfectamente. No tuve más remedio que rogar al paciente que esperase un momento y recurrir en seguida a las mujeres de mi familia para que me dijesen el nombre olvidado. ¿Cómo se llama la población próxima a Génova donde tiene el doctor X su pequeño establecimiento en el que tanto tiempo estuvieron en cura las señoras N. y R.? «¡Es muy natural que hayas olvidado el nombre de esa población! -me respondieron-. Se llama Nervi.»

En efecto, los nervios y las cuestiones relativas a ellos me dan ya de por sí quehacer suficiente.

2) Otro paciente me habló de una cercana estación veraniega y manifestó que, además de las dos posadas más conocidas, existía una tercera, cuyo nombre no podía decirme en aquel momento y a la que estaban ligados para él determinados recuerdos. Yo le discutí la existencia de esta tercera posada, alegando que había pasado siete veranos en la localidad referida y debía conocerla, por tanto, mejor que él. Excitado por mi contradicción, recordó el paciente el nombre de la posada. Se llama Der Hochwartner. Al oír su nombre tuve que reconocer que mi interlocutor tenía razón y confesar, además, que durante siete semanas había vivido en la más próxima vecindad de dicha posada, cuya existencia negaba ahora con tanto empeño. ¿Cuál es la razón de haber olvidado tanto la cosa misma como su nombre? Opino que la de que el nombre Hochwartner suena muy parecidamente al apellido de uno de mis colegas vieneses dedicado a mi misma especialidad. Es, pues, en este caso, el «complejo profesional» el que había sido rozado en mí.


3) En otra ocasión, al ir a tomar un boleto en la estación Reichenhall, me fue imposible recordar el nombre, muy familiar para mí, de la más próxima estación importante, por la cual había pasado numerosas veces anteriormente, y me vi obligado a buscarlo en un itinerario. El nombre era Rosenheim (casa de rosas). Al verlo descubrí en seguida cuál era la asociación que me lo había hecho olvidar. Una hora antes había estado en casa de una hermana mía que vive cerca de Reichenhall. Mi hermana se llama Rosa y, por tanto, venía de casa de Rosa «Rosenheim». Este nombre me había sido robado por el «complejo familiar».


4) Esta influencia depredadora del «complejo familiar» puede demostrarse con una numerosa serie de ejemplos.
Un día acudió a mi consulta un joven, hermano menor de una de mis clientes, al cual yo había visto innumerables veces y al que acostumbraba llamar por su nombre de pila. Al querer después hablar de su visita me fue imposible recordar dicho nombre, que yo sabía no era nada raro, y no pude reproducirlo por más intentos que hice. En vista de ello, al salir a la calle fui fijándome en los nombres escritos en las muestras de las tiendas y en las placas de anuncios hasta reconocer el nombre buscado en cuanto se presentó ante mis ojos. El análisis me demostró que había yo trazado un paralelo entre el visitante y mi propio hermano, paralelo que culminaba en la siguiente pregunta reprimida: «En un caso semejante, ¿se hubiera conducido mi hermano igualmente o hubiera hecho más bien todo lo contrario?» La conexión exterior entre los pensamientos concernientes a la familia extraña y a la mía propia había sido facilitada por el hecho de que en una y otra llevaba la madre igual nombre: el de Amalia. Subsiguientemente comprendí los nombres sustitutivos, Daniel y Francisco, que se habían presentado sin explicación ninguna. Son éstos, así como Amalia, nombres de personajes de Los bandidos, de Schiller, y todos ellos están en conexión con una chanza del popular tipo vienés Daniel Spitzer.


5) En otra ocasión me fue imposible hallar el nombre de un paciente que pertenecía a asociaciones de juventud. El análisis no me condujo hasta el nombre buscado sino después de un largo rodeo. El paciente me había manifestado su temor de perder la vista. Esto hizo surgir en mí el recuerdo de un joven que se había quedado ciego a consecuencia de un disparo, y a este recuerdo se agregó el de otro joven que se había suicidado de un tiro. Este último individuo se llamaba de igual modo que el primer paciente, aunque no tenía con él parentesco ninguno. Pero hasta después de haberme dado cuenta de que en aquellos días abrigaba el temor de que algo análogo a estos dos casos ocurriera a una persona de mi propia familia no me fue posible hallar el nombre buscado.

Así, pues, a través de mi pensamiento circula una incesante corriente de «autorreferencia» (Eigenbeziehung), de la cual no tengo noticia alguna generalmente, pero que se manifiesta en tales ocasiones de olvido de nombres. Parece como si hubiera algo que me obligase a comparar con mi propia persona todo lo que sobre personas ajenas oigo y como si mis complejos personales fueran puestos en movimiento al percatarse de la existencia de otros. Esto no puede ser una cualidad individual mía, sino que, por el contrario, debe de constituir una muestra de la manera que todos tenemos de comprender lo que nos es ajeno. Tengo motivos para suponer que a otros individuos les sucede en esta cuestión lo mismo que a mí.

El mejor ejemplo de esta clase me lo ha relatado, como una experiencia personal suya, un cierto señor Lederer. En el curso de su viaje de novios encontró en Venecia a un caballero a quien conocía, aunque muy superficialmente, y tuvo que presentarle a su mujer. No recordando el nombre de dicho sujeto, salió del paso con un murmullo ininteligible. Mas al encontrarle por segunda vez y no pudiendo esquivarle, le llamó aparte y le rogó le sacase del apuro diciéndole su nombre, que sentía mucho haber olvidado. La respuesta del desconocido demostró que poseía un superior conocimiento de los hombres: «No me extraña nada que no haya podido usted retener mi nombre. Me llamo igual que usted: ¡Lederer!»

No podemos reprimir una impresión ligeramente desagradable cuando encontramos que un extraño lleva nuestro propio nombre. Yo sentí claramente esta impresión al presentárseme un día en mi consulta un señor S. Freud. (De todos modos, hago constar aquí la afirmación de uno de mis críticos, que asegura comportarse en este punto de un modo opuesto al mío.)

6) El efecto de la referencia personal aparece también en el siguiente ejemplo, comunicado por Jung.

«Un cierto señor Y. se enamoró, sin ser correspondido, de una señorita, la cual se casó poco después con el señor X. A pesar de que el señor Y. conoce al señor X. hace ya mucho tiempo y hasta tiene relaciones comerciales con él, olvida de continuo su nombre, y cuando quiere escribirle tiene que acudir a alguien que se lo recuerde.»
La motivación del olvido es, en este caso, más visible que en los anteriores, situados bajo la constelación de la referencia personal. El olvido parece ser aquí la consecuencia directa de la animosidad del señor Y. contra su feliz rival. No quiere saber nada de él.


7) El motivo del olvido de un nombre puede ser también algo más sutil; puede ser, por decirlo así, un rencor «sublimado» contra su portador. La señorita I. von K. relata el siguiente caso:
«Yo me he construido para mi uso particular la pequeña teoría siguiente: Los hombres que poseen aptitudes o talentos pictóricos no suelen comprender la música, y al contrario. Hace algún tiempo hablaba sobre esta cuestión con una persona, y le dije: «Mi observación se ha demostrado siempre como cierta, excepto en un caso.» Pero al querer citar al individuo que constituía esta excepción no me fue posible recordar su nombre, no obstante saber que se trataba de uno de mis más íntimos conocidos. Pocos días después oí casualmente el nombre olvidado y lo reconocí en el acto como el del destructor de mi teoría. El rencor que inconscientemente abrigaba contra él se manifestó por el olvido de su nombre, en extremo familiar para mí.»


8) El siguiente caso, comunicado por Ferenczi, y cuyo análisis es especialmente instructivo, por la explicación de los pensamientos sustitutivos (como Botticelli y Boltraffio en sustitución de Signorelli), muestra cómo por caminos algo diferentes de los seguidos en los casos anteriores conduce la autorreferencia al olvido de un nombre.
«Una señora que ha oído hablar algo de psicoanálisis no puede recordar en un momento dado el nombre del psiquiatra Jung.»
En vez de este nombre se presentan los siguientes sustitutivos: Kl (un nombre)-Wilde-Nietzsche-Hauptmann.

No le comunico el nombre que busca y le ruego me vaya relatando las asociaciones libres que se presenten al fijar su atención en cada uno de los nombres sustitutivos.
Con Kl, piensa en seguida en la señora de R. y en que es un tanto cursi y afectada, pero que se conserva muy bien para su edad. «No envejece.» Como concepto general y principal sobre Wilde y Nietzsche, habla de «perturbación mental». Después dice irónicamente: «Ustedes, los freudianos, investigarán tanto las causas de las enfermedades mentales, que acabarán por volverse también locos.» Y luego: «No puedo resistir a Wilde ni a Nietzsche. No los comprendo. He oído que ambos eran homosexuales. Wilde se rodeaba siempre de muchachos jóvenes (junge Leute). Aunque al final de la frase ha pronunciado la palabra buscada (aunque en húngaro), no se ha dado cuenta y no le ha servido para recordarla.

Al fijar la atención en el nombre de Hauptmann asocia a él las palabras mitad (Halbe) y juventud (Jugend), y entonces, después de dirigir yo su atención sobre la palabra juventud (Jugend), cae en que Jung era el nombre que buscaba.
Realmente, esta señora, que perdió a su marido a los treinta y nueve años y no tiene probabilidades de casarse otra vez, posee motivos suficientes para evitar el recuerdo de todo aquello que se refiera a la juventud o a la vejez. Lo interesante del caso es que las asociaciones de los pensamientos sustitutivos del nombre buscado son puramente de contenido, no presentándose ninguna asociación por similicadencia.


9) Otra distinta y muy sutil motivación aparece en el siguiente ejemplo de olvido de nombre, aclarado y explicado por el mismo sujeto que lo padeció.
«Al presentarme a un examen de Filosofía, examen que consideraba como algo secundario y al margen de mi verdadera actividad, fui preguntado sobre las doctrinas de Epicuro, y después sobre si sabía quién había resucitado sus teorías en siglos posteriores. Respondí que Pierre Gassendi, nombre que había oído citar dos días antes en el café como el de un discípulo de Epicuro. El examinador me preguntó, un tanto asombrado, que de dónde sabía eso, y yo le contesté, lleno de audacia, que hacía ya mucho tiempo que me interesaba Gassendi y estudiaba sus obras. Todo esto dio como resultado que la nota obtenida en el examen fuera un magna cum laude; pero más tarde me produjo, desgraciadamente, una tenaz inclinación a olvidar el nombre de Gassendi, motivada, sin duda, por mis remordimientos. Tampoco hubiera debido conocer anteriormente dicho nombre.»

Para poder apreciar la intensidad de la repugnancia que el narrador experimenta al recordar este episodio de examen, hay que reconocer lo mucho en que estima ahora su título de doctor y que por muchas otras cosas le sirve de sustituto.

10) Añadiré aquí un ejemplo de olvido del nombre de una ciudad, ejemplo que no es quizá tan sencillo como los anteriormente expuestos, pero que parecerá verosímil y valioso a las personas familiarizadas con esta clase de investigaciones. Trátase en este caso del nombre de una ciudad italiana, que se sustrajo al recuerdo a consecuencia de su gran semejanza con un nombre propio femenino, al que se hallaban ligadas varias reminiscencias saturadas de afecto y no exteriorizadas seguramente hasta su agotamiento. El doctor S. Ferenczi, de Budapest, que observó en mí mismo este caso de olvido, lo trató -y muy acertadamente- como un análisis de un sueño o de una idea neurótica.

«Hallándome de visita en casa de una familia de mi amistad, recayó la conversación sobre las ciudades del norte de Italia. Uno de los presentes observó que en ellas se echa de ver aún la influencia austríaca. A continuación se citaron los nombres de algunas de estas ciudades, y al querer yo citar también el de una de ellas, no logré evocarlo, aunque sí recordaba haber pasado en tal ciudad dos días muy agradables, lo cual no parece muy conforme con la teoría freudiana del olvido. En lugar del buscado nombre de la ciudad se presentaron las siguientes ideas: Capua-Brescia-El león de Brescia.

Este león lo veía objetivamente ante mí bajo la forma de una estatua de mármol; pero observé en seguida que semejaba mucho menos al león del monumento a la Libertad existente en Brescia (monumento que sólo conozco por fotografía) que a otro marmóreo león visto por mí en el panteón erigido en el cementerio de Lucerna a la memoria de los soldados de la Guardia Suiza muertos en las Tullerías, monumento del que poseo una reproducción en miniatura. Por último, acudió a mi memoria el nombre buscado: Verona.

Inmediatamente me di cuenta de la causa de la amnesia sufrida, causa que no era otra sino una antigua criada de la familia en cuya casa me hallaba en aquel momento. Esta criada se llamaba Verónica, en húngaro Verona, y me era extraordinariamente antipática por su repulsiva fisonomía, su voz ronca y destemplada y la inaguantable familiaridad a la que se creía con derecho por los muchos años que llevaba en la casa. También me había parecido insoportable la tiranía con que trataba a los hijos pequeños de sus amos. Descubierta esta causa de mi olvido, hallé en el acto la significación de los pensamientos sustitutivos.

Al nombre de Capua había asociado en seguida caput mortuum, pues con frecuencia había comparado la cabeza de Verónica a una calavera. La palabra húngara kapzsi (codicioso) había constituido seguramente una determinante del desplazamiento. Como es natural, hallé también aquellos otros caminos de asociación, mucho más directos, que unen Capua y Verona como conceptos geográficos y palabras italianas de un mismo ritmo.
Esto último sucede asimismo con respecto a Brescia. Pero también aquí hallamos ocultos caminos laterales de las asociaciones de ideas.

Mi antipatía por Verónica llegó a ser tan intensa, que la vista de la infeliz criada me causaba verdadera repugnancia, pareciéndome imposible que su persona pudiese inspirar alguna vez sentimientos afectuosos. Besarla -dije en una ocasión- tiene que provocar náuseas (Brechreiz). Sin embargo, esto no explica en nada su relación con los muertos de la Guardia Suiza.
Brescia, por lo menos en Hungría, suele unirse no con el león, sino con otra fiera. El hombre más odiado en esta tierra, como también en toda la Italia septentrional, es el del general Haynau, al cual se le ha dado el sobrenombre de la hiena de Brescia. 

Siguiente

INDICE

EL ALMANAQUE   PSICOLOGÍA - PSICOANÁLISIS