HUMANIDAD
En todas las lenguas de nuestro ámbito cultural, hombre es equivalente a esclavo
y por tanto su correspondiente abstracto humanidad equivale a esclavitud.
Por eso, el que proclama "Homo sum..." no está proclamando una obviedad,
porque lo obvio hubiese sido "Vir sum...", sino que está haciendo un
acto de humildad. De ahí que la irrupción en nuestra cultura de una divinidad que
proclama como el más noble de sus atributos, su humanidad; que nos viene a decir:
"soy hombre", y no cualquiera, sino el más ignominioso de los hombres,
el esclavo condenado a la última humillación reservada a los esclavos, la cruz;
el que nos venga Dios con estas novedades, es que se están removiendo desde lo más hondo
los cimientos de la humanidad. (Obsérvese que
de la misma manera que el opuesto de homo es vir, el opuesto de humánitas
debería ser virílitas. Y probablemente lo fue antes de contaminarse las palabras.
Desviada la función de virílitas a otras significaciones, tendríamos que
considerar que es dominatio el opuesto natural de humánitas, puesto que dóminus
es el dueño, y homo el esclavo.)
Y lo que se remueve, es que se le reconoce carta de nobleza a la esclavitud, con lo que
se opera la mayor y más profunda revolución de la historia (a su lado, la Revolución Francesa no es más que un breve
apéndice; y fue también su desencadenante una cuestión de reconocimiento de dignidad.
Lo único que querían los burgueses era ser admitidos a la categoría de nobles. Al
negárseles esa dignidad, decidieron acabar con ella, sustituyéndola por la nobleza del
dinero, proclamada como nobleza del trabajo, para que nadie se sintiese excluido).
Y no se detiene ahí la revolución. En las relaciones de la humanidad con la divinidad
(en el judaísmo y el cristianismo, a diferencia de las
religiones griega y romana, el hombre siempre es siervo en relación con Dios; obsérvese
el título del sumo pontífice: Servus servorum Dei, "Esclavo de los esclavos
de Dios") los sacrificios constituyen el acto de
reconocimiento por parte del hombre, de su dependencia con Dios y de sus obligaciones para
con él. Y como acto más tangible de esa dependencia, Dios le exige que le sacrifique
asiduamente lo mejor que tenga: las primicias del campo si es campesino, los mejores
animales del rebaño si es pastor, los enemigos vencidos si es guerrero, y como prueba
máxima de sometimiento a su voluntad, le exige el sacrificio de los propios hijos
(recuérdese el sacrificio de Isaac).
En ese contexto, para que Dios, a quien hay que ofrecer lo mejor que se tiene, acepte
como sacrificio expiatorio de toda la humanidad y por tanto como la víctima más digna,
un esclavo en el paroxismo de su ignominia, en la cruz; para que esto ocurra, sólo una
condición puede darse, y es que la esclavitud y la cruz hayan sido elevadas a la más
alta dignidad. Esa es la novedad del cristianismo: un hombre nuevo, una cruz
resplandeciente y gloriosa, una esclavitud dignificada. Y lo más digno de esa
esclavitud no es el servicio (la simple condición de esclavo), sino el trabajo. En
el nuevo orden humano, el esclavo se dignifica gracias al pan y al vino que salen de sus
manos, que valen tanto como el más noble sacrificio: el del Dios-esclavo, y que
efectivamente son aceptados por el Dios-señor como el más noble sacrificio. Dios no se
hizo esclavo para acabar con la esclavitud, sino para dignificarla. No se hizo hombre para
acabar con la humanidad, sino para mejorarla.
Mariano Arnal
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