LAS COSAS Y SUS NOMBRES NOMINA RERUM Mariano Arnal |
Ya
es sorprendente que cuando la razón se llama número haya que
justificarlo todo, y cuando se llama palabra no haya que dar cuenta de
nada, y pueda emplearla uno con su valor, con su contrario o con
ninguno. Es evidente que vocabulario
viene de vocablo,
que a su vez procede del latín vocábulum
(la palabra que más emplea san Isidoro en sus ETIMOLOGÍAS); y ésta
viene del verbo voco, vocas,
vocare, vocavi, vocatum, que significa llamar
(es útil saber que nuestro llamar
procede del latín clamare,
¡gritar!). Dejemos ahí las palabras, y vayamos a por los hechos,
explicados por la comparación entre la ontogénesis y la filogénesis
del nombre;
no de la palabra, sino precisamente del nombre
(para San Isidoro, vocábulum). Hemos
de pasar por la ontogénesis (génesis de algo en el “ontos”,
el ser individual, o génesis del mismo ser “on”),
y la filogénesis (génesis o proceso de formación de algo en el “fylon”,
la especie, o formación de la misma especie: juw
(fýo)
es
plantar; julon
(fýlon)
todo
el plantío; jusiV
(fúsis)
la acción de plantar y su resultado, llamado también naturaleza; jusikh
(fysiké)
es
la física, a la que siguió la metafísica.) Hemos de pasar, digo,
por el examen de la ontogénesis y la filogénesis del lenguaje. Con
el término vocábulum
denominan
en latín el nombre de las cosas, el llamador de cosas. Con él
tratamos, en efecto, de llamar
a las cosas. En el bien entendido de que llamar significa en primer
lugar gritarle
a alguien para que venga; sí, gritar, de lo contrario no lo hubiésemos
tomado de clamare, que es
exactamente “gritar”; y luego pasó a significar simplemente
pronunciar el nombre de algo o de alguien. A la traducción literal de
vocare, llamar,
le dimos forma pronominal para referirnos al nombre que tienen las
personas y las cosas: y así decimos que éste o ésta, eso o aquello
“se llama”
(es llamado) tal o cual. Vamos
a la ontogénesis del llamar
y del llamarse.
¿Cómo nos iniciamos en la palabra cada uno de los seres humanos?
Pues de una forma bellísima, de cuento de hadas. El bebé nace con
una variedad fonadora increíble, mayor que la de cualquier otro
animal: tiene amplias modulaciones del llanto; es capaz de reír en
una notable gama de tonos; grita en distintas formas, según sus
estados anímicos, y juega con sus cada vez más amplias capacidades
de fonación parloteando y hasta discurseando muchísimo. Pero antes
de llegar a este nivel, repite incansable unos determinados sonidos, más
o menos parecidos a pa-pa-pa, ma-ma-ma-ma, ta-ta-ta-ta,
te-te-te-te-te… no importa cuál. Pero ahí están con el oído
atento el padre o la madre o el hermano, o la tía enseñándole a
desglosar de la inacabable secuencia de la misma sílaba, el apelativo
(el llamador) respectivo. La
madre o quien está más horas con él, le induce a desglosar esas
secuencias para convertirlas en nombres. Y en algún momento se
produce ese desglose: se colocan las pausas en su sitio, y de la
inacabable secuencia ma-ma-ma-ma-ma, se pasa a esta otra: mama, mama,
mama. Y es tal la gratificación que por ello recibe el bebé de quien
se siente llamado
el primero, que no tarda en interiorizar el valor que le resulta de
esa nueva técnica. Pero lo mejor está aún por llegar. También el
padre o la madre o el hermano o la tía se sienten sumamente
gratificados por ser de ese modo distinguidos por el bebé; y si están
ausentes de la habitación, o juegan a producir ese efecto, cada vez
que le oyen pronunciar esa secuencia se presentan radiantes, le hacen
fiestas y le halagan. Y es ahí donde se produce algo mágico: el efecto
llamada
que correspondía al simple llanto (cuyo valor diferencial lo daban
las distintas intensidades y modulaciones), ha sido transferido a esa
secuencia. (Continuará)
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