LAS COSAS Y SUS NOMBRES  NOMINA RERUM                                    Mariano Arnal


VOCABULARIO 2 

Decía que vocare (de donde proceden vocablo y vocabulario) es llamar (procedente del latín clamare), que significa gritar. Y que la primera lección de lenguaje que le damos al bebé es la de convertir su interminable declamación ma-ma-ma-ma-ma… en llamada: ma-ma, en clamor en el que la intención genérica de llamar que corresponde a la pura fonación, matizada por el tono, la modulación y el volumen, se transfieren a una serie de secuencias fónicas cuya virtud es hacer acudir personas o cosas distintas según sea la secuencia fónica, que a partir de ahora funcionará de “llamador”, es decir de vocablo. 

Y es ahí donde se produce algo mágico: el efecto llamada que correspondía al simple llanto (cuyo valor diferencial lo daban las distintas intensidades y modulaciones), ha sido transferido a esa secuencia: he aquí que cada vez que el bebé dice ma-ma, se hace presente su madre, como si esa exacta modulación de la voz tuviese una virtud mágica. Luego la propia madre le enseñará que si la modulación es pa-pa, será el padre quien se presente al conjuro de la voz. Hemos puesto ya felizmente en el bebé los cimientos del lenguaje. Constata una vez tras otra que diciendo pa-pa se presenta su padre, y clamando ma-ma se presenta su madre. Y claro, juega a llamar a uno o a otro hasta llegar a cansarlos de ese juego. Afortunadamente se va ampliando su vocabulario (el catálogo primero de personas, y luego de cosas a las que llamar) y se va repartiendo la carga. Pero siempre espera el milagro: que clamando (llamando) ma-ma, se presente su madre; que clamando (llamando, pidiendo) agua (será ba-ba o algo así), se presentará el agua; clamando te-te o algo parecido, recuperará el chupete. 

¿Qué ha ocurrido? Pues que la capacidad de gritar (que eso es clamare) de que nos dotó la naturaleza para atraer la atención de nuestros semejantes y para exteriorizar ante ellos nuestras sensaciones, sentimientos y emociones, la hemos convertido en el arte de llamar a cada uno diferenciadamente, y de llamar incluso a las cosas. Porque lo que empezó produciéndose en la realidad con el auxilio de la madre, que “llamando” al agua aparecía el agua; acabó produciéndose en nuestra mente, de manera que al decir alguien la palabra “agua”, aparecía como por arte de magia en su mente y en la de todos los que le escuchaban, el agua tal como es, y al pronunciar “árbol”, aparecía el árbol. Y así sucesivamente, tal como iba llamando a las personas y a las cosas por su nombre, por su vocablo (¡llamador!), así iban presentándosele en la mente. 

Esa es la ontogénesis del lenguaje, es decir la manera de nacer éste en cada uno de nosotros: llamando a las cosas mediante su nombre. A este nombre San Isidoro lo llama vocábulum, como si dijese “llamador” (porque viene de vocare, llamar). La filogénesis del lenguaje (su nacimiento y desarrollo en la especie) no puede ser muy distinta. Nadie estuvo ahí para comprobarlo, pero el proceso de formación en el individuo nos legitima a pensar que pudo ser idéntico el desarrollo en la especie. El análisis lingüístico nos lleva de todos modos por ese mismo camino. El hombre empezó aprendiendo las voces de los animales a los que quería atraer para cazarlos. Ese fue nuestro primer vocabulario: la reproducción de las voces de las cosas capaces de acudir por sí mismas a su voz, a su vocablo, a su llamador (esta forma tan inteligente de cazar, todavía se usa en algunos lugares). Lo demás fueron ampliaciones y adaptaciones de este mismo fenómeno. Pero la capacidad de asignar un vocablo (un llamador) a las cosas, y a partir de ahí llamar a cada cosa por su nombre no se agota, sino que tan sólo empieza, en el efecto llamada.