LAS COSAS Y SUS NOMBRES  NOMINA RERUM                                    Mariano Arnal


CONSENTIR 

Quizá sean las sentinas, que corresponden al campo léxico de sentire, el más sólido argumento en el latín clásico para sostener que el primer significado de sentir es oler. Que en el latín vulgar era así, nos lo demuestra la persistencia de algunas lenguas románicas en esa línea significativa. De ahí pasó a indicar la actividad del sentido del oído, y luego pasó por fin a ser el denominador común de todos los sentidos. Difícilmente hubiese llegado a esta categoría sólo a partir del oído: para alcanzar el significado que ahora tiene, tuvo que nacer en el olfato. Pero una vez alcanzado para el verbo sentir un significado tan amplio que abarca no sólo los sentidos corporales, sino también los espirituales, y con ellos los sentimientos, no es relevante ya cuál es su más remoto origen. 

Si en el sentir físico nos movemos entre sutilezas, éstas son más pronunciadas cuando nos pasamos al sentir anímico, y no digamos cuando es el compartido. No basta con que le pongamos el prefijo con al verbo sentir para dejar sentado un significado estable; consentir, consentido, consenso, consentimiento son léxicamente lo mismo, y sin embargo abarcan una amplia gama de valores. En rigor consentir es sentir en común, compartir el sentido que les damos a las cosas y a la vida. El sustantivo correspondiente es consenso, formado a partir del participio irregular de sentir, que es senso (arcaizante). En este caso sí que hablamos de sentires y de voluntades comunes. Y puesto que se da un viraje importante en el sentido de ese nuevo sustantivo respecto del verbo del que procede, se acaba creando un nuevo verbo, consensuar, de entrada muy tardía en el lenguaje hablado y escrito. ¿Y cómo se decía antes lo mismo? Pues no se decía exactamente lo mismo, porque el que consensúa en muchas cosas ejerce de consentido. Es la novedad del consenso

En efecto, cuando nos pasamos al participio regular, consentido, el significado cambia profundamente, alejándose a gran distancia de sentires y sentimientos compartidos. Así cuando hablamos del marido consentido, nos referimos más bien al marido sin sentimientos, que si consensúa algo con alguien es con el que le pone los cuernos. Y si es el niño consentido, mal andamos también de sentido y de sentimientos. Estamos ahí en los dominios del consentir, es decir del soportar cosas que sabemos que están mal, pero que nos cargamos de paciencia y nos aguantamos.  

Hemos dado el salto a una extraña virtud política (de origen religioso, conviene recordarlo), la tolerancia: se trata de aguantarse a pesar de saber que algo está mal y es inadmisible. Es decir que hemos convertido el vicio en virtud. Y ahí es donde estamos. Ni el marido consentido, ni el niño consentido, ni el pueblo consentido son deseables. Se trata de graves errores de convivencia. En lo esencial hay que poner los puntos sobre las íes y ser intransigentes. Si en un matrimonio se consienten los malos tratos no se está aportando nada bueno para la convivencia; si una democracia consiente que se formen en su seno dos categorías de ciudadanos y que los de una categoría puedan darles a los de la otra todos los malos tratos tanto psíquicos como físicos, hasta llegar a la muerte, es que esa tal democracia ha abjurado de sí misma.