CONSENTIR
Quizá sean las sentinas, que corresponden al
campo léxico de sentire, el más sólido argumento en el
latín clásico para sostener que el primer significado de sentir
es oler. Que en el latín vulgar era así, nos lo demuestra la
persistencia de algunas lenguas románicas en esa línea significativa.
De ahí pasó a indicar la actividad del sentido del oído, y luego pasó
por fin a ser el denominador común de todos los sentidos. Difícilmente
hubiese llegado a esta categoría sólo a partir del oído: para alcanzar
el significado que ahora tiene, tuvo que nacer en el olfato. Pero una
vez alcanzado para el verbo sentir un significado tan amplio
que abarca no sólo los sentidos corporales, sino también los
espirituales, y con ellos los sentimientos, no es relevante ya
cuál es su más remoto origen.
Si en el sentir
físico nos movemos entre sutilezas, éstas son más pronunciadas cuando
nos pasamos al sentir anímico, y no digamos cuando es el compartido.
No basta con que le pongamos el prefijo con al verbo sentir
para dejar sentado un significado estable; consentir,
consentido, consenso, consentimiento son léxicamente
lo mismo, y sin embargo abarcan una amplia gama de valores. En rigor
consentir es sentir en común, compartir el sentido que
les damos a las cosas y a la vida. El sustantivo correspondiente es
consenso, formado a partir del participio irregular de sentir, que
es senso (arcaizante). En este caso sí que hablamos de
sentires y de voluntades comunes. Y puesto que se da un viraje
importante en el sentido de ese nuevo sustantivo respecto del verbo
del que procede, se acaba creando un nuevo verbo, consensuar,
de entrada muy tardía en el lenguaje hablado y escrito. ¿Y cómo se
decía antes lo mismo? Pues no se decía exactamente lo mismo, porque el
que consensúa en muchas cosas ejerce de consentido. Es
la novedad del consenso.
En efecto, cuando
nos pasamos al participio regular, consentido, el significado
cambia profundamente, alejándose a gran distancia de sentires y
sentimientos compartidos. Así cuando hablamos del marido consentido,
nos referimos más bien al marido sin sentimientos, que si consensúa
algo con alguien es con el que le pone los cuernos. Y si es el niño
consentido, mal andamos también de sentido y de sentimientos.
Estamos ahí en los dominios del consentir, es decir del
soportar cosas que sabemos que están mal, pero que nos cargamos de
paciencia y nos aguantamos.
Hemos dado el salto a una extraña
virtud política (de origen religioso, conviene recordarlo), la
tolerancia: se trata de aguantarse a pesar de saber que algo está
mal y es inadmisible. Es decir que hemos convertido el vicio en
virtud. Y ahí es donde estamos. Ni el marido consentido, ni el
niño consentido, ni el pueblo consentido son deseables.
Se trata de graves errores de convivencia. En lo esencial hay que
poner los puntos sobre las íes y ser intransigentes. Si en un
matrimonio se consienten los malos tratos no se está aportando
nada bueno para la convivencia; si una democracia consiente que
se formen en su seno dos categorías de ciudadanos y que los de una
categoría puedan darles a los de la otra todos los malos tratos tanto
psíquicos como físicos, hasta llegar a la muerte, es que esa tal
democracia ha abjurado de sí misma.