ETIMOLOGÍAS DE LAS PALABRAS QUE FORMAN LA IDEA DEL HOMBRE    Mariano Arnal Arnal


ETIMOLOGÍAS DE LAS PALABRAS 
QUE FORMAN LA IDEA
DE LA CIUDADANÍA

CIUDADANÍA Y CIUDAD 

¿Qué es antes, la ciudad o el ciudadano? En el orden léxico primero está ciudad, porque es el nombre primitivo, y de él derivamos ciudadano y ciudadanía. Pero en el orden histórico es la ciudadanía la que hace al ciudadano y a la ciudad. Es obvio que así no pueden coincidir nuestro concepto de ciudad y ciudadanía con su valor original. Tan claro está que no es la ciudad la que hace al ciudadano (como exigiría la lógica gramatical), que no coinciden los conceptos de habitante de ciudad y ciudadano; pero de forma distinta y por razones diferentes en la actualidad y en la antigüedad. Entonces se dio la circunstancia de que la mayoría de los habitantes de la ciudad no tenían la categoría de ciudadanos (entre ellos estaban los numerosos esclavos y extranjeros); y tanto entonces como ahora, se da el caso de que se llaman legítimamente ciudadanos, numerosas personas que no viven en ciudades.  

He ahí cómo la propia estructura léxica nos miente acerca del valor jerárquico de las palabras. Fue la ciudadanía la que hizo al ciudadano, y de ambos nació la ciudad. Primero fue la colectividad y la definición de sus derechos, que se desglosaron en cada uno de sus individuos, que detrajeron de la colectividad el nombre de ciudadanos. Y fue al cabo de mucho tiempo cuando el nombre de la colectividad se extendió también a su hábitat, que pasó a llamarse ciudad, relegando sus anteriores nombres. En efecto,  cuando se creó este término, la mayoría de “ciudadanías” no tenían ciudad, sino que eran seminómadas y tenían como mucho algunas aldeas (fortificadas o no). 

Este vuelco tiene una clara explicación: cuando nacen estas palabras, hace menos de 3.000 años, se estaba iniciando tan sólo el asentamiento de los pueblos en territorios concretos y en recintos cerrados. Eran muy pocos los que se habían asentado en ciudades. La mayoría de los pueblos eran nómadas o seminómadas, con lo que la ocupación del territorio, cuando se producía, era escasa y bastante provisional. En la Guerra de las Galias que nos cuenta César, poco les cuesta a los galos quemar todas sus ciudades y aldeas para irse a la guerra. Esa era la pauta de la precariedad de sus asentamientos, en los que obviamente no podía residir la sustancia y la fuerza de la ciudadanía. Ni las ciudades ni los territorios tenían propiamente dueño ni nombre. 

Pero al crecer la población humana en cada territorio, se hizo necesario ocuparlo asentándose firmemente en él, aferrándose más bien al territorio. En nuestra historia de la Reconquista, en que se disputó la tierra a los árabes, los asentamientos llegaron a fundarse sobre la servidumbre a la tierra, de manera que todo el que conseguía que un señor le permitiese comer de esa tierra, pasaba a ser de hecho siervo de esa tierra (de la gleba), en un momento en que los señores se avergonzaban ya de figurar como dueños de esos siervos. 

Y precisamente en ese contexto de servidumbre a la tierra surgieron las ciudades medievales (promovidas en su mayoría por la monarquía) para competir con los pueblos y aldeas bajo el dominio de la nobleza, y arrebatarles la población. ¿Cómo? Ofreciéndoles a los fugitivos de las tierras de los señores una libertad (esa es la palabra clave) frente a la que aparecía aún más negra la servidumbre a que estaban sometidos en los lugares bajo dominios distintos de los del rey. Y para la colectividad, para el común, un bloque de fueros que implicaban auténticos privilegios fiscales, de libertad de comercio, de liberación de prestaciones personales y otros. 

Es ahí donde se produce la vinculación de la ciudadanía a la ciudad (recordemos que en origen es a la inversa), pero con un elemento engañoso, y es que al estar vinculada la libertad a la ciudad, y la ciudadanía (la condición de libre) condicionada a la pertenencia a la ciudad, es decir al territorio; al darse esas nuevas vinculaciones, tenemos que es el territorio el que se ha hecho finalmente el auténtico titular de la libertad. 

¿Qué ha ocurrido? Pues que aquello que parecía la huida de la servidumbre de la gleba no fue tal, sino tan sólo el cambio de una servidumbre más pobre y por tanto más dura, a otra más opulenta y por tanto menos onerosa; pero servidumbre al cabo. Y como en la edad media se avergonzaban ya los señores de figurar como propietarios de sus siervos (porque en innegable servidumbre vivían), y asignaban a la gleba como titular de esa servidumbre; así ahora los estados se avergüenzan de figurar como propietarios de sus habitantes, y le asignan la propiedad al territorio. El territorio es SEÑOR, y todo el que vive en ese territorio está sometido a su señorío en condiciones de auténtica servidumbre. 

Y así el ciudadano de hoy (el titular de derechos frente al estado, que el súbdito no los tenía) lleva siempre el apellido del estado del que es ciudadano, no de la ciudad en que vive. Uno puede ser barcelonés sin más, pero no ciudadano barcelonés, sino ciudadano español. Porque es el estado el que le reconoce la condición y los derechos del ciudadano, no la ciudad. De hecho, son irrisorios los derechos que puede acreditar y reivindicar un barcelonés ante el ayuntamiento de su ciudad; porque no es la ciudad la que le hace ciudadano, sino el estado; no es la circunstancia de vivir en Barcelona la que le hace acreedor de esos derechos de ciudadanía, sino su condición de habitante del territorio español. ¡Y pensar que hubo un tiempo en que ciudad significaba tanto como estado, y que la ciudad o el estado era el conjunto de los ciudadanos!  

Resulta que a los inventores de la palabra y el concepto de ciudad y ciudadanía se les movía el territorio bajo los pies como una cinta sin fin, y eran ellos los titulares de la ciudadanía, no el territorio. Pero esa cinta se encalló y se nos pegaron los pies a ella, con lo que se ha hecho el territorio titular de los derechos, y generoso o mezquino dispensador de los mismos. He ahí la diferencia que va de ser nómada a echar raíces en la tierra; he ahí la enorme diferencia de color entre el alma del pastor y la del agricultor. 

¿Hemos avanzado? ¡Qué va!, al hacernos sedentarios y agarrarnos a nuestros asentamientos, hemos retrocedido a las brumas del animismo, en que determinados territorios eran sagrados: tenían ardiendo a su entrada una zarza que nunca se consumía, y una voz que ordenaba desde lo alto: “descálzate, porque la tierra en que vas a entrar es sagrada”. Esas eran tierras muy peculiares, morada de dioses naturalmente, a los que todo el que venía de fuera además de descalzarse tenía que servirles y rendirles culto. ¡Faltaría más! Ya se veía venir la superioridad de los sedentarios (los dioses eligieron serlo, y en los mejores parajes de la tierra) sobre los pobres nómadas. La única diferencia entre entonces y ahora es que han proliferado cada vez más esos dioses de la tierra, y cada vez son más las tierras que les exigen a los que entran en ellas que se descalcen (que dejen fuera todo lo que traían) y que sirvan y rindan culto, sobre todo culto a los señores de la tierra. Y los nómadas no se acaban: nunca han faltado a lo largo de la historia pueblos dispuestos a desplazarse en busca de mejores tierras, que encuentran siempre ocupadas. Pero las palabras nos recuerdan, y la palabra ciudad más que ninguna, que nómadas lo fuimos todos y que en sus orígenes todas las ciudades fueron semovientes. 

Claro que con estos cambios tan radicales tenía que cambiar profundamente el sentido de las palabras; claro que hay leguas de distancia entre la titularidad de los derechos de ciudadanía (“políticos” se llaman en griego) por parte de los pueblos, y la titularidad por parte de los territorios. Claro que no es lo mismo que una tierra sea sagrada, y dioses sus poseedores; o que sea simplemente un hábitat humano, en el que son los habitantes los que la hacen habitable y habitada. (memento el término oikoumenh y oikoumenikoV), y es la simple condición de habitante la que le hace a uno señor de la tierra, y no que resulte que uno es siervo de esa tierra, siervo explotable, dominable y eliminable, según sea la voluntad del Señor de la gleba, que se escuda en ella porque le da vergüenza aparecer directamente él, a estas alturas de la civilización (¿y eso qué es?) como dueño y señor de esas servidumbres. 

He ahí cómo la razón del mal entendimiento de las palabras está en que hubo un cambio profundo de la realidad que por ellas circulaba. Al prevalecer los derechos de la tierra sobre los derechos de sus habitantes (¡y era el señor de la tierra el que les atraía con señuelos, espejuelos y espejismos), éstos dejaron de necesitar el nombre de “ciudad”, que les pertenecía a ellos, porque ellos eran en estricta propiedad léxica la ciudad), porque tan nadie eran en la ciudad como en la aldea, aunque un nadie mucho más pomposo; y transfirieron el nombre a la tierra y a las piedras, que pasaron a ser el poder y la potencia.  

Y vino a residir ese poder nada más y nada menos que en las murallas (¡santo cielo, los prisioneros de las murallas ensalzando a éstas como símbolo y expresión máxima de su libertad!). Por eso, cuando una ciudad era vencida, lo primero que hacía el vencedor, si encima quería humillarla, era derribar sus murallas. Porque adoraban sus altas murallas como adoraban las pesadas cadenas los esclavos que las tenían doradas y bruñidas. 

Pero hay un hecho más que contribuye a distorsionar nuestra visión de la realidad, y es el haber olvidado que la “polis” es también la ciudad, el modelo griego no sólo de ciudad, sino también de estado. Y si olvidamos la conexión inseparable de la “política” con la “ciudadanía”, y de ambas con la ciudad, si olvidamos estas conexiones, la desorientación puede ser de antología. Es que la política, es decir la ciudadanía, progresó de abajo arriba, de la ciudad al estado.  

La clave está en que el estado nació ciudad en Grecia y villa en Roma (¡tamaña villanía!, con la familia aherrojada en ella, y ¡el padre! dueño y señor y soberano y sumo sacerdote de ese minúsculo reino). Pero es ahí donde tienen su origen nuestros dos patrones de “sociedad civil” o de “comunidad política”, y la disciplina lógica nos exige que los tengamos ahí, como kilómetro cero de nuestro recorrido hasta llegar a donde está hoy la “sociedad civil (de ciudadanos)” o la “comunidad política (también de ciudadanos)”. 

Por eso, no podemos pensar seriamente en una auténtica sociedad civil (de ciudadanos) o en una verdadera comunidad política (de ciudadanos) olvidando a la ciudad. Es antinatural y es contrario a la rectitud del sentido de las palabras, que no podamos ser realmente ciudadanos de nuestra ciudad, que no emane de ella ni un átomo de nuestra ciudadanía; que nuestro civismo y las demás virtudes cívicas que se esperan de nosotros no tengan su campo de desarrollo en nuestra ciudad, sino en esa impracticable ciudad virtual en que se ha convertido el estado. Es una lástima que nuestro civismo tenga que quedar reducido a mera urbanidad o cortesía.  

Es un tremendo error, que estamos pagando carísimo, el haber privado a las ciudades de su carácter político. Si la política no nace en la “polis” ni se generan la ciudadanía y el civismo en la ciudad, ¿de dónde han de partir? Pues de donde parten actualmente: no de los ciudadanos, sino de los profesionales de la política, versión actualizada de los señores de la Edad Media y de los príncipes del Renacimiento, que agrandaron unos y otros su dominación a costa de los ciudadanos. 

Hasta iguales son en la fórmula empleada, que no es la soberanía personal, tan mal vista, sino la soberanía de la tierra en unos casos, y de la religión política en todos. Ahora la soberanía reside de derecho en los pobladores, pero de hecho en el territorio. Y el que se alza con la administración “autonómica” del territorio (que no de la comunidad), se alza con la soberanía, y reina como soberano en su territorio. Es el precio que pagamos por haber transferido al territorio lo que correspondía a la comunidad (y así llamamos comunidad al territorio), y a la ciudad lo que correspondía a los ciudadanos. 

Tanto hemos enflaquecido a la ciudad políticamente (ciudadanamente), que ya ni siquiera es capaz de conferir a sus habitantes ni la condición de ciudadanos, ni la ciudadanía. 

Una de las secuelas que nos ha quedado de nuestra servidumbre de la gleba abrillantada por nuestra condición urbana (dos formatos distintos de la transferencia de los derechos de la colectividad, primero al titular de su representación y luego al territorio); una secuela evidente de esa enfermedad ha sido nuestra vinculación de por vida al territorio mediante la compra de la vivienda. Y con un agravante que incide en la misma enfermedad: la servidumbre del crédito con que uno se ata casi de por vida.

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