Antes de existir el mar, la
tierra y el cielo, continentes de todo, existía el Caos.
El sol no iluminaba aún el mundo. Todavía la luna no estaba sujeta a
sus vicisitudes. La tierra no se encontraba todavía suspensa en el
vacío, o tal vez quieta por su propio peso. No se conocían las
riberas de los mares.
El aire y el agua se confundían con la tierra, que todavía no había
conseguido solidez. Todo era informe. Al frío se oponía el calor. Lo
seco a lo húmedo. El cuerpo duro se hincaba en el blando. Lo pesado
era ligero a la vez. Los dioses, o la naturaleza, pusieron fin a
estos despropósitos, y separaron al cielo de la tierra, a ésta de
las aguas y al aire pesado del cielo purísimo. Y, así, el caos dejó
de ser. Los dioses pusieron a cada cuerpo en el lugar que les
correspondía y estableció las leyes que había de regirlos. El fuego,
que es el más ligero de los elementos, ocupó la región más elevada.
Más abajo, el aire. La tierra, encontraba su equilibrio, la más
profunda.
Hecha aquella primera
división, los dioses redondearon la superficie de la tierra y puso
límites al airado mar. En seguida, añadió las fuentes, los
estanques, los lagos, los ríos, corrientes por la tierra y devorados
por el océano. Él mandó extenderse a los campos, cubrirse de hoja a
los árboles, elevarse a los montes y a los valles hundirse. Y así
como el cielo estaba dividido en cinco zonas- dos a la derecha, dos
a la izquierda y una en el centro, que es la más ardiente-, así
mismo quedó dividido el universo.
De las cinco zonas la del medio quedó inhabitable por el fuego; las
dos de los extremos quedaron envueltas en nieves; únicamente las
centrales ofrecieron templanza a la vida. Sobre éstas se elevó el
aire, más pesado que el fuego, pero menos que el agua y la tierra; y
en él se dieron las nubes, la niebla espesa, los truenos que
espantan a los hombres, los vientos que forman vorágines y los
granizos. El autor del mundo estableció la armonía en esta región:
sin ella se hubieran desecho entre sí los elementos. Al
euro le hizo soplar hacia Oriente. Hacia el Occidente al
céfiro. Al bóreas le empujó hacia el
Septentrión, y al austro hacia el Mediodía. Y por
fin, dejo que el Éter, sin peso y sin escoria, formase ese color
azul que llamamos firmamento.