LA INMORTALIDAD HAY QUE GANÁRSELA

Estamos en los días en que hacemos memoria de los que se fueron, contando con que de algún modo sigan entre nosotros. Y lo están en la medida en que siguen vivos para nosotros. ¿Y vale la pena pasarse la vida labrándose esta especie de eternidad? Sí vale, y no sólo para la eternidad, sino también para la vida. Es a esto a lo que llaman la gloria, que si no la dejamos caer se convierte en la gloria eterna. Y en eso andamos estos días: en recordar a aquellos que se fueron y no les hemos dejado morir porque alcanzaron el reconocimiento de toda la comunidad de los creyentes, porque son vida en nosotros, y por eso los hemos declarado santos, elegidos y gloriosos.
Estos son los que vivieron para todos y por consiguiente gozan del reconocimiento de todos. Pero a continuación, después del día de Todos los Santos, viene el día de los difuntos, el de aquellos que no han alcanzado el reconocimiento colectivo, pero sí merecen el de los suyos.
Tampoco a éstos los dejamos morir, porque quien más, quien menos, han dejado en nosotros su huella (el que menos su huella genética, que no es poco). Vale la pena vivir para alguien, porque esa es quizá la manera más bella y más digna de no morir. Quien ha vivido para alguien, sigue vivo en aquellos para quienes vivió; en aquellos que le dieron cuerda, que le dieron vida, porque sin ellos se hubiera apagado mucho antes, y que siguen manteniéndole vivo en ellos. Pero no en vano tenemos un arraigadísimo pasado animista, que nos empuja a asignarles un espíritu vivo, un alma sin cuerpo, una vida en sí mismos y para sí mismos. Y esto (hoy somos más conscientes que nunca al haber dado un fuerte impulso a las formas precristianas de la celebración de los difuntos o de los espíritus) no es un invento cristiano, sino que es más antiguo que las mismas sepulturas. Los griegos y los romanos mantuvieron vivo el espíritu de los muertos, y una vez al año, en una gran celebración, les ofrecían un festín, generalmente sobre la misma sepultura; y disfrazándose como ellos, se hacían a la idea de que les prestaban sus cuerpos por un día para que gozasen del mundo de los vivos. Era el tributo anual que había que ofrecerles para tenerlos a favor durante el resto del año. San Agustín, en el norte de África, peleaba inútilmente por poner freno a las borracheras y a las orgías que se montaban en el cementerio sobre las tumbas de los difuntos. No conseguía cristianizar esta fiesta, que acarreaba seguramente milenios consigo.