ESPÍRITUS Y FANTASMAS 

Al cristianismo, por la naturaleza de su doctrina, no le correspondía tomar parte en el mundo de los espíritus. La resurrección de Cristo y la que proclamaba en el Credo para todos los creyentes, era corpórea. Cristo resucitado no es en el dogma cristiano un espíritu, sino un hombre de carne y hueso que en esa forma corporal está a la derecha de Dios Padre en el cielo. Y es esa forma de resurrección la que esperan los fieles difuntos que reposan en el cementerio (cementerio deriva de una palabra griega que significa “dormitorio”, “lugar de descanso”; de ahí el “descanse en paz”, Requiescat In Pace; en abreviatura, RIP). 

Precisamente el mismo Jesús, cuando se aparece a sus discípulos después de la Resurrección, pide que le toquen (a Tomás le pidió que pusiese el dedo en la llaga para que palpase y creyese), y comprueben que no es un fantasma, sino él mismo en carne y hueso. No estaba el cristianismo para fantasmas. Pero el mundo al que predicó su doctrina, empezando por el romano, estaba atestado de espíritus y fantasmas. Los romanos convivían con sus antepasados remotos (los lares y los manes, elevados a la categoría de divinidades domésticas); y con sus difuntos más recientes (los lémures que venían a ser como nuestras ánimas; y las larvas que hacían de fantasmas maléficos). Pero no eran sólo ellos: en el sustrato cultural sobre el que fundaron su imperio, los espíritus ocupaban un espacio muy considerable entre los vivos. En las culturas celtas, brujos y brujas ejercían el papel de intermediarios entre ellos y los vivos (en Roma, este papel estaba reservado al oráculo). Y en las demás culturas de Europa también tienen los espíritus un papel preponderante. 

No olvidemos que venimos del animismo, que empezando por los vientos (los más auténticos espíritus de la naturaleza, y los primeros en la teogonía animista), nuestros antepasados adjudicaron un alma (ánima; de ahí animismo) a cada ser de la naturaleza. Para ellos el mundo estaba poblado de espíritus. Fue más tarde cuando se les asignó figura humana transformándolos en lo que en la mitología se denominan dioses. Era por tanto prácticamente imposible barrer de la cultura y de las conciencias esa multitud de fantasmas que nos han colonizado durante tantos miles de años. 

Por si fuera poco, la cultura musulmana tiene en gran estima a los espíritus del bien (los ángeles) y cultiva la aversión a los espíritus del mal: los demonios, con su príncipe a la cabeza. La contigüidad del cristianismo durante tantos siglos con esas creencias que por otra parte no les eran ajenas, fue decisiva para que se les cediese a los ángeles y a los demonios un espacio que no les correspondía en el esquema inicial. 

He ahí pues que, herencia de un pasado remotísimo, tenemos el aire poblado de espíritus y fantasmas, que proceden unos de la propia naturaleza (los más antiguos) y otros de nuestros antepasados, en un intento de perpetuación de nuestro espíritu (o de nuestros espíritus) fundiéndolos con el espíritu (o los espíritus) de la naturaleza. Es que teníamos que compensar en el plano del espíritu lo que rompimos en el plano de la materia sustrayéndonos a nuestra reintegración en la cadena biológica y geológica de la que formamos parte.