PASIÓN
Del latín patior, passus, que significa experimentar, soportar, padecer, se
forma el sustantivo passio (acus. pl. Passiones). Es sintomático que nos
hayamos decantado con preferencia por los aspectos positivos de la palabra
"pasión". Así podemos sentir pasión o estar apasionados por los clásicos,
por la naturaleza, etc. En el compuesto "compasión", volvemos al valor original
del término. Compasión es el sufrimiento compartido. Pero es tal nuestra repugnancia al
dolor, que ni la compasión aceptamos. La consideramos ofensiva. Y como ocurre con todas
las realidades que nos empeñamos en disfrazar, nos hemos pasado al griego con unos
resultados parecidos: paqoV (pázos)
es el calco exacto de passio. Tiene las mismas acepciones que ésta. En
terminología especialmente culta se usa el término "pathos", escrito así con
el dígrafo th con valor de z. Pero la palabra griega que ha adquirido carta
de naturaleza en nuestras lenguas es "simpatía", que se corresponde elemento
por elemento con la palabra com-pasión, sum-paqia (sym-pazía), cuyo adjetivo sumpaqeV (sympazés) designa al que toma parte en el sufrimiento ajeno, al
compasivo, y eventualmente al simpático (por no devolver su valor original a
"simpatía" se introdujo con poco rigor el término "empatía"). En la
misma línea es sorprendente la fortuna que ha hecho, incluso en el argot juvenil, la
palabra "patético", cuya forma griega es paqhtikoV (pazetikós), derivado de paqoV (pázos), y que significa en origen tiene valor activo y significa
"capaz de sentir", "sensible"; pero que evolucionó hacia el valor
pasivo, con lo que pasó a significar "conmovedor", "que mueve a
compasión", "patético".
El cristianismo tuvo, entre sus objetivos diferenciales, la dignificación no sólo de
la esclavitud, sino también de las calamidades que la acompañaban, entre ellas la
humillación, el sufrimiento moral y el dolor físico. Como dijo Marx, una situación tan
dura, necesitaba unas altas dosis de opio para hacerse soportable. El cristianismo fue el
opio indispensable para aceptar una situación inaceptable, para la que sólo se había
ensayado la salida de la sublevación, que había fracasado cuantas veces se había
intentado. Fue el remedio homeopático. Fue curar el dolor con dolor, la humillación con
humillación, la muerte con la más ignominiosa y cruel de todas las muertes.
El Viernes Santo es el momento culminante de la santificación y exaltación del
dolor; pero no de un dolor gratuito, sino absolutamente necesario para el rescate de la
humanidad. La muerte de Cristo era el precio que Dios había puesto para redimir al hombre
(si renunciamos a la perspectiva religiosa para analizar la pasión de Cristo con mirada
simplemente antropológica, ése sigue siendo el único precio aceptable). Siendo esto
así no quedaba más camino que amar el dolor y abrazarse a la cruz. Hoy prácticamente ha
desaparecido el dolor de nuestra esclavitud, pero nos queda la sujeción, nos queda estar
uncidos al yugo. La propuesta evangélica es muy clara; cargar cada uno con su cruz y
abrazarse a ella si es posible, en vez de sublevarse. Es el sello cristiano, con el que
hemos andado dos mil años.
Mariano Arnal
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