INCURABLE
¡Hay que ver lo que
son las palabras! Por supuesto que utilizamos el término incurable
para referirnos a la persona o preferentemente a la enfermedad que no
tiene cura o curación. Pero es que el verbo curar
del que proceden estos sustantivos, lo estamos empleando muy fuera de
su significado genuino, el de cuidar. Más aún, esta
tergiversación de significados, añadida a la que representa llamar doctor
a quien no lo es, halagándole con un título que no tiene, es el más
claro síntoma de nuestra profunda inclinación colectiva a adular al
médico para que él nos lo recompense con buenas palabras sobre
nuestra salud, a sabiendas de que muchas veces nos devuelve adulación
por adulación. Del mismo modo que quien acude a la persona amada
desea oír palabras de amor (¡aunque sean mentira!), quien acude al médico
desea oír palabras de salud aunque sean mentira. Cuando nos cuida,
que eso es curar, decimos que nos devuelve la salud perdida,
que nos sana. Y él acepta el halago y se recrea en él.
Pero vamos al término
opuesto, a incurable. Está claro que el significado de uso es
"que no tiene curación", "que no sanará de ese
mal". Y está claro también que el catálogo de enfermedades incurables
es infinito. Ahora bien, una cosa es que una enfermedad sea incurable,
y otra muy distinta que no se pueda y se deba cuidar (= curar)
al enfermo a pesar de que sabemos a ciencia cierta que no se recuperará
de esa enfermedad. Es paradójico que cuando las enfermedades son curables,
la medicina se ocupa preferentemente de la enfermedad (tecnología a
tope), dejando al enfermo en segundo plano. En cambio, cuando es incurable,
pasa el enfermo a primer plano y se le cuida (= cura) a
él.
Pero donde el
concepto de incurable adquiere una significación tan realista
y ominosa como en la vida misma, es en los hospitales penitenciarios y
en las enfermedades judiciales o de conveniencia. Porque lo justo y
coherente es que quien ha sido declarado enfermo ¡por un juez! (claro
que asesorado por un médico "judicial", es decir por un
forense), tenga que atenerse al diagnóstico de la enfermedad. Y si
las desviaciones graves de la conducta atribuidas a enfermedad mental
sólo son posibles si la enfermedad en cuestión es grave, en la mayoría
de los casos se tratará de enfermedades que clínicamente se
consideran incurables. Pero como una cosa son las enfermedades
reales, y otra muy distinta y surrealista las enfermedades judiciales,
viene a resultar en virtud del dogma de la reinserción que no hay
enfermedades judiciales incurables, y no sólo eso, sino que además
se curan muy fácilmente, con la sola virtud que emana de las paredes
de los hospitales penitenciarios.
Pero aquí aparece un
elemento nuevo: como que se trata de enfermedades inexistentes,
construidas y alegadas para eludir la pena de prisión, resulta que
son por su propia naturaleza incurables, porque no se puede curar
una enfermedad inexistente, como no se pudo curar el ciego fingido ni
el mudo fingido del Decamerón que ejercía de jardinero en el
convento de monjas. No hay de qué curar a esos enfermos
imaginarios, a esos incurables.
Mariano
Arnal