Hembra
Una observación
léxica sobre fémina, la palabra latina de la que deriva
hembra y que hemos reservado para denominar a la hembra humana, la
mujer, y con su respectivo -ismo, el movimiento de liberación de la
mujer (el feminismo). El hecho de que al género gramatical
femenino se le denomine así, es una evidencia de que al menos como
cultismo (la gramática es toda ella un compendio de cultismos) la
palabra fémina servía indistintamente no sólo para la hembra
humana, sino también para las hembras de las demás especies. El
género femenino nos recuerda, por tanto, la condición de hembras de
las féminas. Parece ocioso indicar algo tan obvio, pero el esfuerzo
cultural que se hace por marcar distancias entre la mujer y las demás
hembras, es bastante mayor que el que se hace por marcar distancias
entre el hombre y los demás animales (en cuanto a la analogía entre
el macho humano y los demás machos de la naturaleza, aún no se ha
despertado el interés, porque no es culturalmente oportuno).
Efectivamente, al ser
tan corto el ciclo generativo del macho (en la inmensa mayoría de las
especies en la cópula empieza y acaba su oficio generador), que la
naturaleza lo ha diseñado como puro apéndice, mientras que el ciclo
reproductor de la hembra es inmensamente largo, no interesa destacar
esas diferencias, porque la historia las ha hecho desembocar en
escandalosas ventajas para la condición de macho del hombre, y
sangrantes desventajas para la condición de hembra de la mujer. Los
esfuerzos de igualación van encaminados a nivelar (prefiero este
término que el de igualar) los ciclos sexuales (ya no generativos, es
decir sexo sin reproducción) del macho y de la hembra, adoptando como
patrón el del macho (una vez más en dirección contraria a la
naturaleza, en que el cronómetro sexual corresponde a la hembra). De
lo que se trata, es, pues, de descartar de la vida de la hembra humana
la reproducción como característica diferencial del macho, de manera
que su contribución al relevo generacional tenga un carácter
episódico que de ningún modo tiene que marcar diferencialmente la
vida de la mujer.
Es inequívocamente
una forma de explotación de la mujer someterla a ejercer de hembra
desde el aspecto reproductor (que es el que funciona en la
naturaleza), ya sea el beneficiario la familia o el estado. Eso es
así. Modernamente los estados que viven con preocupación el problema
de la natalidad, se han planteado pagarla mediante diferentes
fórmulas, pero pagarla al cabo. Si nuestra cultura es al fin y al
cabo el resultado de relaciones económicas, ahí es donde
inevitablemente vamos a parar. Y ni siquiera vale la pena pensar si es
bueno o malo: es inexorable. Pero queda otro capítulo de explotación
de la mujer que salpica nuestra cultura: la explotación sexual (sin
reproducción). A esto se le llama actualmente prostitución; es un
capítulo largo con muchas ramificaciones y muchas palabras que
conviene analizar en su entorno (algunas, muy santas). De momento
señalo que a esto los griegos le llamaban porneia (pornéia),
y pornh (porné) a la prostituta. Es obvio que la palabra pornografía
(una de las grandes industrias de nuestros tiempos) viene de porné,
y esta de pernemi (pérnemi) vender, porque las prostitutas
eran esclavas.
Mariano
Arnal
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