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HEMATOLOGÍA 

Para nombrar la sangre, los romanos disponían de dos palabras: sanguis, sánguinis y  cror, cruoris. Como cultismo refinado usaban también el término haema haématis, que es la transcripción de la respectiva palabra griega, siguiendo las normas de transcripción latina. A nuestra lengua ha pasado tan sólo sanguis dando lugar a sangre y su estela de derivados: sangrar, sangría, sangrador, sangrante, sangriento, sanguinario, sanguijuela; y en la línea de los cultismos, sanguíneo, sanguinolento; en la línea de cruor, cruento e incruento. La medicina encontró poco manejables estos términos para crear a partir de ellos todo el léxico relacionado con la sangre, por lo que echó mano, una vez más, de la respectiva palabra griega: aima (háima; la h procede del “espíritu áspero”, una notación de la que no dispongo). En esta palabra, como en muchas de la tercera declinación, el nominativo no contiene la raíz completa, por lo que tenemos una segunda forma, la del genitivo, para la formación de derivados. Del nominativo aima (háima) se forman hemorragia, hemoglobina, glucemia, leucemia, anemia, hemoglobina, hemofilia, hemorroide, y un largo etcétera de algo más de 50 términos. Tenemos pues la forma hemo cuando funciona de prefijo, y emia (obsérvese que falta la h de origen) cuando funciona de sufijo. 

El genitivo aimatoV (háimatos), cuyo significado es en rigor “de la sangre”, da lugar a otra línea de derivación, entre ellas la misma de la especialidad, hematología, que debería significar “conocimiento, estudio o doctrina de la sangre”. La medicina ha usado de esta forma con bastante profusión: hematoma, hematuria, hematócrito, hematíe, hematina, y así hasta más de un centenar de términos, de los que sólo se formaron en griego hematoposia y hematopóyesis, con significado notablemente distinto este último, que no se refiere a la producción, sino al derramamiento de sangre. Al explorar este campo léxico en el diccionario griego, llama la atención la gran cantidad de compuestos y derivados a que da lugar este término (cerca de un centenar), pero relacionados la mayoría con el aspecto agresivo y alimentario de la sangre; los únicos términos formados por los griegos y actualmente en uso son hemorragia y hemorroide. 

Fuera del griego, pasamos ya al término latino cruor, cruoris del que hemos formado los elegantísimos términos cruento e incruento, casi con la idea de nombrar la sangre sin mancharnos con ella. Pero curiosamente es en estos términos donde reside lo que de crueldad y crudeza tiene la sangre; porque cruor es propiamente la sangre que rezuma la sangre cruda, y por extensión la misma carne cruda; luego se extenderá este término a toda carnicería y matanza; y finalmente, pasará al valor más noble de sangre como vida, fuerza vital, energía. De la misma familia, crudus significa en primer lugar “sangrante”. Luego, por derivación, puesto que si la carne es sangrante es porque está sin cocer, se extendió el calificativo de crudo a todo aquello que estuviera sin cocer, aunque no sangrara. Sin embargo, cuando hablamos de crueldad (crudélitas), el referente vuelve a ser la sangre. Crudelis (cruel) es el que vierte sangre y se complace en ella, el sanguinario; pero luego se pasó a sus valores metafóricos, todos ellos más suaves que el primitivo y realista. Con todo eso el referente de la sangre ha quedado tan remoto, que apenas nos damos cuenta al usar estos términos que proceden todos ellos de la sangre. 

Lo que resulta sorprendente es que la palabra sangre, que es en fin de cuentas la más realista, haya superado felizmente su condición de tabú, y haya pasado al léxico con honores. Cuando usamos los términos de consanguíneo y exangüe, y las expresiones tener o no tener sangre en las venas, sangre azul, lavar con sangre, escribir con sangre, bullirle a uno la sangre en las venas, tener sangre de horchata, subírsele a uno la sangre a la cabeza, tener sangre fría, estamos dando carta de naturaleza civilizada a la sangre.

Mariano Arnal