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IMPOTENCIA

Si existe este término en nuestra cultura, es porque antes tuvo entidad jurídica, ya desde el derecho romano. De ahí pasó al derecho canónico y al derecho civil, para acabar finalmente en las consultas de psicólogos y psiquiatras, sexólogos, andrólogos, ginecólogos y urólogos. Es una incógnita qué porvenir le espera. De momento, ahí está detenido. Este largo peregrinaje se debió a que afectaba de forma definitiva al motivo esencial por el que los romanos instituyeron lo que entendemos por matrimonio en la cultura occidental: la procreación. En cuanto se hacía evidente que existía en un matrimonio la impotentia generandi (impotencia de engendrar; que englobaba también la impotentia concipiendi), es decir la incapacidad de tener hijos, la situación se hacía dramática, y entraba en juego la justicia: si se podía probar de algún modo que había habido fraude en el matrimonio, éste se declaraba nulo. La prueba más evidente del posible fraude por parte del marido era la llamada impotentia coeundi (impotencia para el coito). Los romanos contemplaban sólo dos casos de impotentia coeundi: el estar castrado y el ser mayor de 60 años el hombre, y de 50 la mujer. En ambos casos prohibían el matrimonio, porque no cumplía su fin, que era la "generatio". El derecho canónico lo planteó en otros términos: si el varón era incapaz de inseminar a la mujer o porque no conseguía "erígere membrum", erigir el miembro (por la frigidez, puntualiza el código), o porque una vez erigido se derramaba el semen antes de conseguir penetrar en la vagina (frígidis opponebantur nimis cálidi, qui extra vas mulíeris effundebant semen, dice el texto; "a los frígidos se oponían los demasiado calientes, que derramaban el semen fuera del vaso de la mujer". De los nimis cálidi, decimos hoy que sufren de eyaculación precoz); si el varón no conseguía penetrar en la mujer y fecundarla por cualquiera de estas dos causas, era declarado impotente y se le alejaba del derecho al matrimonio. Eso sí, se le daban tres años de plazo para intentarlo. Es digno de observarse que la impotentia generandi del hombre (cuya única demostración inequívoca era la impotentia coeundi) era tratada por el derecho canónico con una dureza que no se vio más que excepcionalmente, y sólo por razones dinásticas, en el tratamiento de la impotentia concipiendi de la mujer. Prejuicios inveterados le achacaban a ella a priori la esterilidad del matrimonio.

Es evidente que el concepto de impotencia, al igual que el de frigidez, ha dado un vuelco muy importante. En efecto, puesto que la impotentia coeundi se contemplaba en tanto en cuanto afectaba a la impotentia generandi (ese era el nudo del problema), para el derecho canónico tan impotente era el castrado como aquel al que se le había practicado la vasectomía. Por eso, en cualquier diccionario se define la impotencia como la imposibilidad de realizar el coito, tanto por parte del varón como por parte de la hembra, prescindiendo totalmente de que la copulación o el intento de la misma pueda dar lugar o no a la concepción, puesto que esos problemas están superadísimos técnicamente. Otra cosa es que las distintas concepciones éticas lo admitan o no. De lo que se trata hoy no es de conseguir la potentia generandi, que esa ya no interesa, sino la potentia coeundi. De todos modos, la misma congoja que sintió antaño el hombre por no poder engendrar hijos, la siente ahora por no poder erguirse.

Mariano Arnal

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