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VIAJES -TURISMO

FIESTAS Y FOLCLORE

Pamplona. Cuando la fiesta estalla

Con un inofensivo cohete, la capital navarra deja su aparente discreción y los bombos, las trompetas y los clarines se convierten en su banda sonora. Y aunque San Fermín ocupa un lugar importante, parece que el verdadero "patrón" de estas fiestas es el toro. Solo le falta el pañuelo rojo. El escenario no cambia, como tampoco cambian los ritos sustanciales de la fiesta: el dédalo de calles de una ciudad antigua y los toros. Calle y toros, toros y calle, y gente, mucha gente, y ruido y voces y charangas. 
Calles de una vieja ciudad a la que le creció otra nueva fuera de sus murallas y que forman un dédalo de forma más precisa de lo que parece, adoquinadas, estrechas, en las que el sol de la mañana juega a un escondite chinesco. Una ciudad virreinal, conventual también, de humo doliente y lluvia (dijo el cronista famoso) en cuyas calles resonaban hasta hace nada las cornetas y los tambores cuarteleros, y las campanas de las misas a oscuras, pero que una semana al año cambia su fisonomía discreta de una forma tan inexplicable que sólo da razón de ello el estampido de un cohete.

Un día aparecían los feriantes, los vendedores de cosas curiosas, siguen apareciendo, y sonaban bombos y trompetas y dulzainas y clarines. Aparecían los murcianos con su saco de tortugas al hombro, y los donnicanores y los pajaritos de la suerte, y la ciudad cambiaba de repente, y había que echarse a la calle para verlo, para vivirlo, y había que madrugar para ver el encierro y más tarde para correrlo con más miedo que alma, y había que hacer carrera de noctívago, y hasta de hombrico. Un día, en lugar de cornetas, había dulzainas (y bombos, muchos bombos, muy rotundos, no hagamos mala poesía), y las campanas tocaban a gloria, y la ciudad estaba iluminada con una luz, la de julio con el viento norte, inolvidable, y las trompetas dichosas competían con la cohetería fina y se escuchaba la voz cazallera de los reventas: «¡Hay sombra!».

Y uno quería irse a la calle y vivir en ella, porque es lo único que no cambia, porque la calle sigue siendo el único escenario de la fiesta, el de los encuentros felices, las sorpresas y las humoradas. Vaya el viajero donde vaya, verá que cada calle es un mundo, y hasta un gueto (abierto) si se tercia: Jarauta, antigua de mártires de Cirauqui, y sus muchachos, tan auténticos ellos, Cuesta de Labrit y los suyos, de Pamplona de toda la vida, aunque vengan de fuera, cosa muy de Pamplona esos días, Calderería y aledaños (que los naturales del país llamamos el Broncs) con sus rotundas, apabullantes tribus urbanas, plaza del Castillo (Baviera, Baviera y el Iruña redivivo, oh, mira, los arlequines), San Nicolás y San Gregorio, lugares de almuerzos mañaneros y contundentes como lo es el adoquín de la calle de la Campana o Casa Paco del rincón de San Nicolás, pote va, pote viene, con los amigos del alma, aunque los acabemos de conocer, hasta que se hace irremediablemente tarde para casi todo... Cada cual tiene la fiesta que se merece y todas son tan auténticas como inolvidables. No hace falta sino no ser cicatero con la propia alegría ni, por supuesto, con la ajena. Nada más.

No hay rutina que valga y eso que todos los años aparecen tradiciones centenarias que se han creado la víspera y que fundan la fiesta, como esas magras que se comen algunos subidos en la torre de la catedral cuando el primer sol de la mañana toca el bronce quebrado de la campana María y que -según me dijo uno que estaba- es la quintaesencia de lo pamplonés. El aquí no entiende de quintaesencias, pero así fue como un buen día apareció el momentico, cosa que, como no sé lo que es, me es imposible explicar, pero que igual es, no sé, cuando le da el sol a las puntillas de los gigantes que entran bailando en el atrio de la catedral y que sólo vemos los que gustamos del cortejo mañanero de gigantes y cabezudos, asunto éste que también está en la fiesta, porque no todo es engordar sin ton ni son el cebollón (cosa que harían mejor en no olvidar los viajeros ociosos). 

Un día me encontré en Mayorales (el barito que montan donde los corralillos de los toros y adonde van los auténticos después de los toros y antes del encierro) con Echeverría, que de la fiesta parece que sabe un rato, y me dijo que venía del tendido de sol, y que eso, para él, había sido como los misterios de Eleusis, los famosos, los que mostrando al peregrino el mundo al revés, le revelaban su misma esencia. Tal cual. Yo, para que no fuera a pasarme algo gordo, me fui ese día a casa, cosa que hay que evitar, porque el grito de guerra de la fiesta, cuando uno es joven es: ¡A casa, nunca!».
Y además, la fiesta no es para buscar quintaesencias. Vaya y verá de qué hablo. Uno va, sin más, se echa a la calle y que sea lo que Dios quiera: bailará aunque no sepa, hará amigos curiosos, arreglará salchuchos y a lo mejor hasta es posible que se enamore de una ciudad que hasta ayer desconocía. Lo mismo se hace el australiano y se tira de cabeza de la fuente ilustrada y virreinal que trazó Paret y Alcázar, que es algo que parece se lleva mucho últimamente, tanto que hasta viene gente de las tierras donde se andaba cabeza abajo, que anda y anda y va de un brazo a otro y termina como aquel célebre periodista de la vieja Pamplona que para jolgorio del vecindario se echó al cuello un cartel que rezaba: «Ausente». Y es que si no lo estamos, lo parecemos o queremos parecerlo: ausentes de nosotros mismos.
Los que entienden de esto dicen que una andada sanferminera se puede saber, más o menos, cómo empieza, pero jamás, o a duras penas, cómo y dónde y con quién termina. Los que saben dicen que lo mismo te da el don de lenguas, que te vas de bracete con Robinson Crusoe o acabas en extramuros, lejos, con un periódico que no vas a leer en la mano. Oíamos entusiasmados la enormidad y formábamos intención de hacer algo parecido cuando fuéramos mayores, como formábamos intención de hacernos kilikis o zaldikos maldikos, pero para siempre, para siempre, y de echarnos una orca de ajos al cuello y de correr el encierro en las astas y nada más que en las astas y de llevar un mono al hombro casi de por vida y de comprarnos un bombo para nosotros solos, para aporrearlo sin descanso ni misericordia. Luego pasa lo que pasa, que hemos sido mayores y casi no hemos sido otra cosa que mayores, y nos hemos quedado con la txirrinta de tantas cosas y no servimos más que para filosofar y calentarnos la cabeza. Así con todo. Eso lo vio muy bien don Ernesto, el inevitable, a quien la fiesta revisitada le hizo arrancarse por filosofías sobre le tempus fugit y el polvus eris y demás amenidades de ésas en las que en sanfermines no piensa nadie porque igual las fiestas están para eso, para no pensar en que un año detrás de otro los clarines de la ciudad, con su vibrante saludo, tallan una hosca más en el calendario del alma. A. GRAU [El Mundo, 29-06-1999]

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