MUERTE
Del latín
mors, mortis, cuyo verbo es morior, mortuus, es una palabra antiquísima,
emparentada con el sánscrito mrtáh y el griego homérico brotoV
(brotós), cuya forma más arcaica pudo ser mbrotoV
(mbrotós) (cf. ambrotoV
/ámbrotos), puede denominar la misma realidad en su origen: la pérdida
de la vida por derramamiento de sangre (ver web inmortalidad). En español
tenemos diptongada la sílaba mor por la tendencia de nuestra lengua a
diptongar las sílabas tónicas (suerte, fuerte, puerta, duermo, sueño,
tierra, piedra..)
La
humanidad ha combatido la muerte y se ha hermanado con ella
especialmente en sus rituales, el más significativo de los cuales es
el enterramiento, que no es un tributo a la muerte, sino a la vida. Lo
que caracteriza a la especie humana frente a las demás especies, es
que por no querer aceptar su muerte, ésta acaba teniendo en su vida
una presencia a veces aplastante, mientras que se puede afirmar que en
las demás especies la vivencia de la muerte o no existe o es
totalmente fugaz. Mientras nosotros tenemos una aplastante experiencia
colectiva de la muerte, pero individualmente no podemos tener esa
experiencia (de peiraw/peiráo,
que significa probar, experimentar), parece claro que las demás
especies respecto a la muerte no tienen ni siquiera la percepción
colectiva, de manera que si fuesen capaces de describir esa vivencia,
sostendrían que son inmortales, porque no experimentan (no viven) la
muerte ni individual ni colectivamente.
La
humanidad vive la experiencia de la muerte, pero no la asume, de ahí
que la vista con ropajes que contribuyen a presentarla como situación
transitoria en que el principio de vida se ha separado del cuerpo. Los
sacrificios sangrientos en favor de los muertos tienen como objetivo
ofrecerles la sangre necesaria para evitar que se extinga del todo la
vida que se les supone. Cuando el principio de vida pasa a ser el
alma, la muerte se interpreta como un estado transitorio en que el
alma aún viva, vaga separada del cuerpo en un mundo de espíritus
sobrepuesto al mundo de los vivos. Los enterramientos constituyen un
acomodo del cuerpo, que ha de estar disponible para cuando pueda de
nuevo ser rescatado por el alma. En este sentido lo más ignominioso y
terrible es dejar que el cuerpo sea devorado por buitres, hienas o
chacales, porque de esa forma se le cierra definitivamente al muerto
el camino a la inmortalidad. Eso explica que los lugares de
enterramiento sean considerados sagrados en todas las culturas (en la
nuestra, las altas dignidades son enterradas en las iglesias).
Camposanto llamaban antiguamente al cementerio, que significa
literalmente "lugar de reposo", "dormitorio". Es
transcripción de una palabra griega, koimhthrion
(koimetérion), derivada del verbo koimaw
(koimáo), que significa, acostarse, dormir, descansar. Es innegable
la belleza del nombre, y más aún la del rótulo que algunos
cementerios llevan: "RESURRECTURI" . "Los que resucitarán".
Historia
Procedente esta
Hermandad de la fusión, en 1689, de dos antiguas corporaciones
trianeras: la del Santísimo Cristo de la Expiración y la de Nuestra
Señora del Patrocinio. Esta última, de cuya existencia se conocen
datos de un siglo aún más atrás, pudiera también provenir de la
remota de Nuestra Señora del Rosario o de las Cuevas.
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Asentada invariablemente durante centurias en su capilla propia del
barrio de Triana (en 1960 fue bendecido el nuevo templo que ha
absorbido al antiguo como sagrario), dos aportaciones espirituales la
han distinguido siempre.
De un lado la veneración a la Virgen como protectora especialísima
del linaje humano y la consecuente creencia en su capacidad mediadora,
creencia que se renueva con solemne juramento cada año y que está en
consonancia con la advocación de su imagen titular. Como día señalado
celebra la Hermandad, en noviembre, la Festividad del Patrocinio de
Nuestra Señora, instituida en 1656 por el Papa Alejandro VII a petición
de Felipe IV, monarca que según la tradición estuvo orando ante la
gloriosa y mariana efigie.
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De otro lado, la impresionante figura del crucificado que mueve a la
conversión. Representa el instante de la muerte de Jesús y
ciertamente este Cristo de la Expiración -«El Cachorro», como le
llama el pueblo-, obra de Francisco Antonio Gijón de 1682 y canto de
cisne de la imaginería barroca, sintetiza en su moribunda agonía al
Dios Salvador y al hombre sufriente. Unión hipostática que la saeta
expresó con sencillez al describirlo como "retrato del Dios
verdad". Presenta detalles difíciles de superar, como la boca
entreabierta que deja ver hasta la garganta, los signos premortales en
las pupilas, su paño de pureza agitado por la tormenta de la hora
nona.
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de angustia