Esta palabra se fragua en el latín
eclesiástico (sanctorale), sin ser en él de uso preferente, puesto que comparte
su significado con otros términos: sanctorum acta, martyrologium y algunos otros.
Es en la lengua vulgar donde se fragua la idea de santoral, y precisamente en
razón de la santa costumbre de celebrar "el santo" (no el nombre). Esta
tradición que arraigó profundamente en nuestra sociedad, hizo necesarios unos
instrumentos en que sostenerse. Éstos fueron en la liturgia, los antifonarios con los
introitos y las antífonas especiales de la festividad de cada santo, por lo que se les
llamó también sanctorale o santoral; y en la devoción popular se llamó
santorales a los libros de vidas de santos y a las listas de los santos indicando su
patronazgo, si lo tienen, y el día en que se celebran.
Pero no fue ese el origen de las
listas de santos. La primera de todas fue la que figura en el canon de la misa. En
los primeros tiempos del cristianismo, en cada sede episcopal figuraban en el canon los
mártires propios de la diócesis, lo que dio lugar a que allí donde les faltaban
mártires a los que invocar, canonizasen con mayor ligereza que en el resto de la
Iglesia; esto obligó al papado a poner orden y crear un registro universal de santos, en
el que se entraba según unas reglas iguales para toda la Iglesia. A esto se le llamó
proceso de canonización. Hasta toda la edad media persistió una cierta anarquía. Hay
que tener presente que mientras duró la conversión de Europa fue preciso ir incorporando
nuevas hornadas de nombres que carecían de tradición cristiana. No siempre ocurría que
al bautizarse cambiasen el nombre; ni menos que ese cambio que se hacía en la ceremonia
del bautismo, fuese efectiva en la realidad (en especial cuando se trataba de conversiones
en masa). La solución fue crear nuevos santos con los nombres que llevaban y amaban los
nuevos conversos. Esta situación se prolongó hasta el siglo XII (ver canonizar). El
resultado de los acomodos rápidos fue que se llenó el santoral de nombres detrás de los
cuales había biografías irrelevantes o que carecían incluso de biografía. La ventaja
fue que todos pudieron celebrar su santo y contar con un patrón más o menos influyente
en el cielo.
Por fin, desde el siglo XVII al XIX los
jesuitas, auxiliados de muchos expertos de otras órdenes y universidades, se toman en
serio el crear el catálogo general de todos los santos de la Iglesia, con toda la
documentación a ellos referente. La inicia Juan Boland o Bolando (1596-1665), de quien
toma nombre el grupo de estudio y edición llamado los bolandistas, nombre clave en
cuanto se refiere a santorales críticos y a vidas de santos rigurosamente verificadas. Su
obra magna tiene por título Acta Sanctorum (hechos de los santos), una colección
que en 1867 contaba con 13 volúmenes, y que se ha reeditado varias veces. El grupo de los
Bolandistas sufrió todo tipo de persecuciones (expulsión de los jesuitas y condena por
la Inquisición entre otras), pero ha sobrevivido a todas ellas. Por su mano han pasado
todos los martirologios, que fueron las primeras colecciones de vidas de santos
(mártir, en origen, significa "testigo", es decir quien da testimonio público
de su fe); han pasado por ellos y han ganado fiabilidad todas las leyendas y tradiciones
referentes a los santos.