SANTORAL - ONOMÁSTICA

ALGO MÁGICO

"¡Eh, tú!", "Ey, usted, sí usted, el de la derecha!" Imposible. Nadie que tenga un mínimo de educación se aviene a llamar a otro de esta manera, ni acepta de buen grado que le llamen así. A todos nos gusta que nos llamen por nuestro nombre. Preferiblemente el de pila, si las circunstancias no obligan a un trato distante. El nombre propio es uno de los grandes hallazgos de la humanidad, y un don que hemos dejado de valorar como si fuese algo inherente a la persona, que no lo es; la prueba la tenemos en las situaciones más degradadas del hombre, en las que se le convierte en número: "el preso número 9". El simple hecho de que seamos llamados por el nombre denota, pues, un cierto grado de reconocimiento. Pero el nombre es más, mucho más que eso y mucho más que una matrícula para tenernos identificados. Quizás fue en la época animista de la humanidad cuando mayor relevancia tuvo el nombre. Es que entonces era vital conocer el sonido, el ruïdo (¡el rugido!) que emitían las cosas, y aquel con el que se las identificaba; que ése era en fin de cuentas su nombre. El nombre residía en las cosas y de ellas emanaba; era por tanto manifestación, expresión de las cosas, no significación. Y puesto que era alma de las cosas, pronunciar su nombre era tanto como evocarlas. A voluntad. Algo realmente mágico. Por eso, cuando nuestros más remotos antepasados les imponían el nombre a sus hijos en mágicos ritos, lo elegían cuidadosamente, teniendo en cuenta que cada vez que pronunciasen el nombre activarían en quien lo llevaba, su virtud mágica. Por eso se servían de dos nombres: uno de todo llevar, y otro para las grandes ocasiones. Eso mismo hacemos nosotros sin darnos cuenta, pero con el mismo nombre, cambiando sólo la forma de pronunciarlo: que una cosa es invocar, y otra llamar. En el uso ordinario llamamos y nombramos a cada uno por su nombre; pero en las grandes ocasiones, cuando median el amor o el poder, lo invocamos. El mismo nombre tiene un sabor muy distinto: tiene un gran poder mágico; jugamos con los nombres a hacer de magos, como los que inventaron la palabra. Aún tuvo que venir Platón a darles totalmente la razón; a decir que es en los nombres y no en las cosas donde reside la autenticidad; es decir que mediante el nombre les damos el ser a las cosas (no lo dijo así, claro está; pero al final resulta ser así). Y vino a ratificarse en la misma fe el platónico evangelista, diciendo que la Palabra ocupaba el lugar de Dios, y que Dios era la Palabra; y que todas las cosas se hicieron por la Palabra y sin ella nada se hizo. Eso lo saben hasta los niños de pecho (de biberón hemos de decir ahora). En cuanto aprenden a decir "mamá" juegan a magos: saben que cada vez que pronuncien esa palabra aparecerá su madre, y si está presente les ofrecerá todo su corazón maternal. Hasta que de tanto pronunciar ese santo nombre en vano, pierde buena parte de su virtud. Pues no es menor la virtud de nuestro nombre, en el que se contienen como en un dije o talismán muchos de los valores, anhelos e ideales de nuestros padres, que a su vez recibieron en sus respectivos nombres los de sus padres, y así desde generaciones remotas. En nuestros nombres hemos recibido tradición familiar, valores y personas que han dejado huella en la familia, anhelos y esperanzas por cumplir. Es nuestro deber de reconocimiento para con nuestros padres descubrir esos valores.

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