ARTICULOS - RELIGIÓN Y VALORES HUMANOS

BEN-DECIR Y MAL-DECIR

Es absurdo actuar como si no hubiese día y noche, luz y tinieblas, blanco y negro, bien y mal, Dios y Diablo, elegidos y réprobos. Es absurdo empeñarse en negar los colores, porque a fuerza de negarlos, se acaba perdiendo la facultad de percibirlos. No se trata de reivindicar el maniqueísmo para dividir el mundo entre buenos y malos, no. Se trata de no perder la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, entre la acciones buenas y las malas, entre los que han elegido hacernos el bien y los que han optado por hacernos el mal. ¿Adónde iríamos a parar si todo nos pareciese bien, si lo viésemos todo blanco y luminoso, si todos los actos tuviesen para nosotros el mismo color? ¿Cómo vamos a negar lo malo? ¿Cómo vamos a llamar bueno al que se emplea en hacernos mal? Perder la capacidad de percibir la diferencia entre lo bueno y lo malo, entre lo que nos beneficia y lo que nos perjudica, sería una de las peores cosas que nos podrían ocurrir; si en el plano de la percepción consideraríamos esto como el preludio de nuestra total perdición, ¿por qué tendríamos que considerar que nos beneficia no distinguir entre el bien y el mal en el plano de la expresión, de la comunicación, del lenguaje? ¿A quién beneficia que pongamos la misma cara de comprensión y conformidad ante lo que nos está bien y lo que nos está mal, como si cualquier cosa nos estuviese bien? ¿Qué ganamos siendo ecuánimes (es decir teniendo equus ánimus, un ánimo exactamente igual para el que nos oprime y busca medrar con nuestra perdición, y para el que defiende nuestros derechos y nuestros intereses? ¿De verdad hay que ser ecuánimes? ¿A beneficio de quién? ¿Para qué sirven esas conductas, sino para ponernos como blanda alfombra bajo los pies de quienes buscan su bien a costa de nuestro mal? ¿Es que tienes sólo una bendición?, le dijo Esaú a Isaac, su padre, después de bendecir a Jacob, que le suplantó aprovechando la ceguera del padre y valiéndose de la complicidad de la madre. Y en efecto, sólo tenía una bendición, porque sólo había una primogenitura con las ventajas a ella inherentes. Dos primogenituras desembocaban en guerra. No sólo eso, sino que enfrente de una sola bendición son muchas las maldiciones no sólo posibles, sino también necesarias. En nuestra historia sagrada aparece la primera bendición en el capítulo primero del Génesis, vers. 27: "Y los bendijo Dios diciéndoles: creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla..." Y no tarda en aparecer la primera maldición, explícitada contra la serpiente, que es aceptada por Dios como la gran culpable del pecado original. (¿De quién o de qué es alegoría la serpiente?) Y a partir de aquí menudean las maldiciones. No puede ser de otro modo: el buen camino suele ser uno solo, mientras que los malos caminos se multiplican. Tan importante es la bendición del bien como la maldición del mal. Blasfemia sería bendecir el mal, o guardar silencio ante él, que es lo mismo que la alabanza, porque el silencio es siempre reverencial, y callar es aceptar. Alabanza, silencio, e incluso buena obra (concretamente, la limosna) están en griego bajo la misma palabra eulogia (euloguía). Es que si se calla ante el que hace el mal, en realidad se le está ofreciendo un apoyo muy valioso. Del mal es necesario hablar mal, en primer lugar nombrándolo por su mal nombre, dejándose de eufemismos y de modales exquisitos. Dejando las sutiles y engañosas distinciones entre delincuente y delito para el momento procesal oportuno.

EL ALMANAQUE se detiene hoy en la maldición y su entorno léxico.

Mariano Arnal

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