VI ESTUDIOS SOBRE LA HISTERIA
1895
G) PSICOTERAPIA DE LA HISTERIA 1895
EN nuestra «comunicación preliminar» expusimos haber descubierto, al investigar la etiología de los síntomas histéricos, un método terapéutico al que adscribimos considerable significación práctica. Hemos hallado, en efecto, y para sorpresa nuestra, al principio, que los distintos síntomas histéricos desaparecían inmediata y definitivamente en cuanto se conseguía despertar con toda claridad el recuerdo del proceso provocador, y con él el afecto concomitante, y, describía el paciente, con el mayor detalle posible, dicho proceso, dando expresión verbal al afecto.
Procuramos luego hacer comprensible la forma en que actúa nuestro método psicoterápico: Anula la eficacia de la representación no descargada por reacción en un principio, dando salida, por medio de la expresión verbal, al afecto concomitante, que había quedado estancado, y llevándola a la reacción asociativa por medio de su atracción a la consciencia normal (era una ligera hipnosis) o de su supresión por sugestión médica, como sucede en los casos de sonambulismo con amnesia.
Cúmplenos hoy desarrollar una completa exposición de los alcances de este método, de sus ventajas sobre otros, de su técnica y de las dificultades con las que tropieza, aunque lo más esencial de estos extremos se encuentre ya contenido en los historiales clínicos que anteceden y hayamos de incurrir en repeticiones.
I
POR mi parte puedo decir que mantengo en sus extremos esenciales las afirmaciones de nuestra «comunicación preliminar». He de hacer constar, sin embargo, que en los años transcurridos desde aquella fecha -años de constante labor sobre los problemas allí tratados- se me han impuesto nuevos punto de vista, los cuales han traído consigo una distinta agrupación del material de hechos que por entonces nos era conocido. Sería injusto echar sobre Breuer parte de la responsabilidad correspondiente a este último desarrollo de las ideas que, en colaboración, expusimos en el indicado trabajo. Así, pues, cúmpleme hablar ahora en mi solo nombre.
Al intentar aplicar a una amplia serie de pacientes el método iniciado por Breuer de curación de síntomas histéricos por investigación psíquica y derivación por reacción en la hipnosis, tropecé con dos dificultades, y mis esfuerzos para vencerlas me llevaron a una modificación de la técnica y de mi primitiva concepción de la materia. En primer lugar, no todas las personas que mostraban indudables síntomas histéricos, y en las que regía muy verosímilmente el mismo mecanismo psíquico, resultaban hipnotizables. En segundo, tenía que adoptar una actitud definida con respecto a la cuestión de qué es lo que caracteriza esencialmente la histeria y en qué se diferencia ésta de otras neurosis.
Más adelante detallaré cómo llegué a dominar la primera dificultad y qué es lo que aprendí en esta labor. Por el momento quiero exponer cuál fue mi conducta en la práctica profesional con respecto al segundo problema. Es muy difícil ver acertadamente un caso de neurosis antes de haberlo sometido a un minucioso análisis; a un análisis tal y como sólo puede conseguirse empleando el método de Breuer. Pero la decisión del diagnóstico y de la terapia adecuada al caso tiene que ser anterior a tal conocimiento. No quedaba, pues otro remedio que elegir para el método catártico aquellos casos que podíamos diagnosticar provisionalmente de histeria, por presentar uno o varios de los estigmas o síntomas característicos de esta enfermedad. Sucedía así algunas veces que los resultados terapéuticos eran pobrísimos, no obstante haber diagnosticado la histeria, y que ni siquiera el análisis extraía a la luz nada importante. Otras, en cambio, intenté tratar con el método de Breuer neurosis que nadie hubiera sospechado fueran casos de histeria, y hallé, para mi sorpresa, que el método lograba actuar sobre ellas y hasta curarlas. Así me pasó, por ejemplo, con las representaciones obsesivas en casos que no presentaban carácter alguno de histeria. Por tanto, el mecanismo psíquico que nuestra «comunicación preliminar» había revelado no podía ser exclusivo de la histeria. Mas tampoco podía decidirme a acumular a la histeria, en méritos de tal mecanismo, una serie indefinida de neurosis. De todas estas dudas me sacó, por fin, el propósito de tratar todas las neurosis que se me presentaran como si de histerias se tratase, investigando en todas la etiología y la naturaleza del mecanismo psíquico, y hacer depender del resultado de esta investigación la confirmación del diagnóstico de histeria previamente sentado.
De este modo, y partiendo del método de Breuer, llegué a ocuparme de la etiología y del mecanismo de las neurosis en general. Por fortuna obtuve en un plazo relativamente breve resultados utilizables. En primer lugar hube de reconocer que dentro de la medida en que podía hablarse de una motivación mediante la cual se adquirieran las neurosis, habíamos de buscar la etiología en factores sexuales, y a esto se agregó luego el descubrimiento de que factores sexuales diferentes daban origen a diferentes enfermedades neuróticas. Por tanto, dentro de lo que esta relación permitía, podíamos atrevernos a utilizar la etiología para diferenciar las neurosis, estableciendo una precisa distinción de los cuadros patológicos de estas enfermedades. Si las características etiológicas coincidían constantemente con las clínicas, quedaría plenamente justificada nuestra conducta. Por este procedimiento hallé que a la neurastenia correspondía, en realidad, un cuadro patológico muy monótono, en el cual, como mostraban los análisis, no intervenía «mecanismo psíquico» alguno. De la neurastenia se diferenciaba en gran manera la neurosis obsesiva, con respecto a la cual se descubría un complicado mecanismo, una etiología análoga a la histérica y una amplia posibilidad de curación por medio de la psicoterapia. Por otro lado, me parecía necesario separar de la neurastenia un complejo de síntomas neuróticos, que dependía de una etiología muy diferente, e incluso, en el fondo, contraria, mientras que los síntomas de este complejo aparecían estrechamente unidos por un carácter común, ya reconocido por E. Hecker. Son, en efecto, síntomas o equivalentes y rudimentos de manifestaciones de angustia, razón por la cual he dado a este complejo, separable de la neurastenia, el nombre de neurosis de angustia, afirmando que nace por acumulación de estados de tensión física de origen sexual. Esta neurosis no tiene tampoco todavía un mecanismo psíquico, pero actúa regularmente sobre la vida psíquica, siendo sus manifestaciones peculiares la «expectación angustiosa», las fobias y las hiperestesias, con respecto a los dolores. Tal y como yo la defino la neurosis de angustia coincide ciertamente en parte con aquella neurosis que algunos autores agregan a la histeria y a la neurastenia, dándole el nombre de hipocondría; pero ninguno de ellos delimita exactamente, a mi ver, esta neurosis. Además, el empleo del nombre «hipocondria» queda siempre limitado por su estricta relación con el síntoma del «miedo a la enfermedad».
Después de haber fijado así los sencillos cuadros patológicos de la neurastenia, la neurosis de angustia y la neurosis obsesiva, me dediqué a concretar la concepción de aquellos corrientes casos de neurosis que comprendemos bajo el diagnóstico general de la histeria. Me parecía equivocado aplicar, como era uso habitual, el nombre de histeria a toda neurosis que presentara en su complejo de síntomas algún rasgo histérico, y aunque no extrañaba esta costumbre, por ser la histeria la más antigua y mejor conocida de las neurosis, me era preciso reconocer que había llegado a ser abusiva, habiendo acumulado injustificadamente a la histeria multitud de rasgos de perversión y degeneración. Siempre que en un complicado caso de degeneración psíquica se descubría un rasgo histérico, se daba a la totalidad el nombre de «histeria», pudiendo así resultar reunido bajo esta etiqueta lo más heterogéneo y contradictorio. Para huir de la inexactitud que este diagnóstico suponía habíamos de separar lo que correspondiera al sector neurótico, y conociendo ya, aisladas, la neurastenia, la neurosis de angustia, etc., no debíamos prescindir de ellas cuando las encontrásemos como elementos de alguna combinación.
Así, pues, la concepción más justa parecía ser la siguiente: las neurosis más frecuentes son, en su gran mayoría, «mixtas». No son tampoco raras las formas puras de neurastenia y neurosis de angustia, sobre todo en personas jóvenes. En cambio, es difícil hallar formas puras de histeria y de neurosis obsesiva, pues estas dos neurosis aparecen combinadas, por lo general, con la de angustia. Esta frecuencia de las neurosis mixtas se debe a que sus factores etiológicos se mezclan con gran facilidad, casualmente unas veces, y otras a consecuencia de relaciones causales entre los procesos, de los que nacen los factores etiológicos de las neurosis. De estas circunstancias, fácilmente demostrables en cada caso, resulta, con respecto a la histeria, lo que sigue: 1º No es posible considerarla aisladamente, separándola del conjunto de las neurosis sexuales. 2º En realidad, no representa sino un solo aspecto del complicado caso neurótico. 3º Sólo en los casos límites llega a presentarse como una neurosis aislada, y puede ser tratada como tal. En toda una serie de casos podemos, pues, decir: A POTIORI FIT DENOMINATIO.
Examinaremos ahora, desde este punto de vista, los historiales clínicos antes detallados con el fin de comprobar si confirman o no nuestra concepción de la falta de independencia clínica de la histeria. Ana O., la paciente de Breuer, parece contradecir nuestro juicio y padecer una histeria pura. Pero este caso, que tan importante ha sido para el conocimiento de la histeria, no fue examinado por su observador desde el punto de vista de la neurosis sexual, y, por tanto, no puede sernos de ninguna utilidad para nuestros fines actuales. Al comenzar el análisis de Emmy de N. no abrigaba yo la menor sospecha de que la base de la histeria pudiera ser una neurosis sexual. Acababa de regresar de la clínica de Charcot y consideraba el enlace de la histeria con el tema de la sexualidad como una especie de insulto personal, conducta análoga a la observada, en general, por las pacientes. Pero cuando ahora reviso mis notas de entonces sobre esta enferma me veo obligado a reconocer que se trataba de un grave caso de neurosis de angustia, con expectación angustiosa y fobias, originado por la abstinencia sexual y combinado con una histeria.
El caso de miss Lucy R. es, quizá, el que con mayor justificación podemos considerar como un caso límite de histeria pura. Constituye una histeria breve, de curso episódico y etiología innegablemente sexual, tal y como correspondería a una neurosis de angustia. Trátase, en efecto de una mujer ya en los linderos de la madurez y soltera aún, cuya inclinación amorosa despierta con rapidez excesiva, impulsada por una mala interpretación. Por defecto del análisis o por otras causas no encontré aquí indicio ninguno de neurosis de angustia. El caso de Catalina puede considerarse como el prototipo de aquello que hemos denominado «angustia virginal», consistente en una combinación de neurosis de angustia e histeria. La primera crea los síntomas, y la segunda los repite y labora con ellos. Por otra parte, se trata de un caso típico de las frecuentes neurosis juveniles, calificadas de «histeria». El caso de Isabel de R. tampoco fue investigado desde el punto de vista de las neurosis sexuales. Mi sospecha de que se hallaba basado en una neurastenia espinal no llegó a tener confirmación. Pero he de añadir que desde esta fecha aún se me han presentado menos casos de histeria pura, y que si pude reunir como tales los cuatro que anteceden y prescindir en su solución de toda referencia a las neurosis sexuales, ello se debió tan sólo a tratarse de casos anteriores a la época en la que comencé a investigar intencionada y penetrantemente la subestructura neurótica sexual. Y si en lugar de cuatro casos no he comunicado doce o más, cuyo análisis confirma en todos sus puntos nuestra teoría del mecanismo de los fenómenos histéricos, ha sido por forzarme a silenciarlos la circunstancia de que el análisis los revela como neurosis sexuales, aunque ningún médico les hubiera negado el «nombre» de histeria. Pero la explicación de estas neurosis sexuales sobrepasa los límites que nos hemos impuesto en el presente trabajo.
Todo esto no quiere decir que yo niegue la histeria como afección neurótica independiente, considerándola tan sólo como manifestación psíquica de la neurosis de angustia, adscribiéndole únicamente síntomas «ideógenos», y transcribiendo los síntomas somáticos (puntos histerógenos, anestesias) a las neurosis de angustia. Nada de eso. A mi juicio, puede tratarse aisladamente de la histeria, libre de toda mezcla desde todos los puntos de vista, salvo desde el terapéutico, pues en la terapia se persigue un fin práctico: la supresión del estado patológico en su totalidad, y si la histeria aparece casi siempre como componente de una neurosis mixta, nos encontraremos en situación parecida a la que nos plantea una infección mixta, en la cual la salvación del enfermo no puede conseguirse combatiendo uno solo de los agentes de la enfermedad.
Por tanto, es de gran importancia para mí separar la parte de la histeria en los cuadros patológicos de las neurosis mixtas de la correspondiente a la neurastenia, la neurosis de angustia, etc., pues una vez realizada esta separación, me resulta ya posible dar expresión concreta y precisa al valor terapéutico del método catártico. Puedo, en efecto, arriesgar la afirmación de que en principio es susceptible de suprimir cualquier síntoma histérico, siendo, en cambio, impotente contra los fenómenos de la neurastenia, y no actuando sino muy raras veces y por largos rodeos sobre las consecuencias psíquicas de la neurosis de angustia. De este modo su eficacia terapéutica dependerá en cada caso de que el componente histérico del cuadro patológico ocupe en él o no un lugar más importante, desde el punto de vista práctico, que los otros componentes neuróticos.
No es ésta la única limitación de la eficacia del método catártico. Existe aún otra, de la que ya tratamos en nuestra «comunicación preliminar». El método catártico no actúa, en efecto, sobre las condiciones causales de la histeria, y, por tanto, no puede evitar que surjan nuevos síntomas en el lugar de los suprimidos. En consecuencia, podemos atribuir a nuestro método terapéutico un lugar sobresaliente dentro del cuadro de la terapia de las neurosis, pero limitando estrictamente su alcance a este sector. No siéndome posible desarrollar aquí la exposición de una «terapia de las neurosis» tal y como sería necesaria para la práctica médica, agregaré únicamente a lo ya dicho algunas observaciones aclaratorias:
1ª No puedo afirmar haber logrado, en todos y cada uno de los casos tratados por el método catártico, la supresión de los síntomas histéricos correspondientes. Pero sí creo que tales resultados negativos han obedecido siempre a circunstancias personales del paciente y no deficiencias del método. A mi juicio, puede prescindirse de estos casos en la valoración del mismo, análogamente a como el cirujano que inicia una nueva técnica prescinde para enjuiciarla de los casos de muerte durante la narcosis o por hemorragia interna, infección casual, etc. Cuando más adelante nos ocupemos de las dificultades e inconvenientes de nuestro procedimiento, volveremos a tratar de los resultados negativos de este orden.
2ª El método catártico no pierde su valor por el hecho de ser un método sintomático y no causal pues una terapia causal no es, en realidad, más que profiláctica: suspende los efectos del mal, pero no suprime necesariamente los productos ya existentes del mismo, haciéndose precisa una segunda acción que lleve a cabo esta última labor. Esta segunda acción es ejercida insuperablemente en la histeria por el método catártico.
3ª Cuando se ha llegado a vencer un período de producción histérica o un paroxismo histérico agudo, y sólo quedan ya como fenómenos residuales los síntomas histéricos, se demuestra siempre eficaz y suficiente el método catártico, consiguiendo resultados completos y duraderos. Precisamente en el terreno de la vida sexual se nos ofrece con gran frecuencia una tal constelación, favorable a la terapia, a consecuencia de las grandes oscilaciones de la intensidad del apetito sexual y de la complicación de las condiciones del trauma sexual. En estos casos resuelve el método catártico todos los problemas que se planteen, pues el médico no puede proponerse modificar una constitución como la histeria, y ha de satisfacerse con suprimir la enfermedad que tal constitución puede hacer surgir con el auxilio de circunstancias exteriores. De este modo se dará por contento si logra devolver al enfermo su capacidad funcional. Por otro lado, puede considerar con cierta tranquilidad el futuro por lo que respecta a la posibilidad de una recaída. Sabe, en efecto, que el carácter principal de la etiología de las neurosis es la sobredeterminación de su génesis; o sea, que para dar nacimiento a una de estas afecciones es necesario que concurran varios factores, y, por tanto, puede abrigar la esperanza de que tal coincidencia tarde mucho en producirse, aunque algunos de los factores etiológicos hayan conservado toda su eficacia.
Podría objetarse que en tales casos, ya resueltos, de histeria van desapareciendo de todos modos por sí solos los síntomas residuales. Pero lo cierto es que tal curación espontánea no es casi nunca rápida ni completa; caracteres que puede darle la intervención terapéutica. La interrogación de si la terapia catártica cura tan sólo aquello que hubiera desaparecido por curación espontánea o también algo más que nunca se hubiese resuelto espontáneamente, habremos de dejarla por ahora sin respuesta.
4ª En los casos de histeria aguda, esto es, en el período de más intensa producción de síntomas histéricos y de dominio consecutivo del yo por los productos patológicos (psicosis histérica), el método catártico no consigue modificar visiblemente el estado del sujeto. El neurólogo se encuentra entonces en una situación análoga a la del internista ante una infección aguda. Los factores etiológicos han actuado con máxima intensidad en una época pretérita, cerrada ya a toda acción terapéutica, y se hacen ahora manifiestos, después del período de incubación. No hay ya posibilidad de interrumpir la dolencia, y el médico tiene que limitarse a esperar que la misma termine su curso, creando mientras tanto las circunstancias más favorables al paciente. Si durante tal período agudo suprimimos los productos patológicos, esto es, los síntomas histéricos recién surgidos, veremos aparecer en seguida otros en sustitución suya. La desalentadora impresión de realizar una labor tan vana como la de las Danaides, el constante y penoso esfuerzo de todos los momentos y el descontento de los familiares del enfermo hacen dificilísima al médico, en estos casos agudos, la aplicación del método catártico. Pero contra estas dificultades ha de tenerse en cuenta que también en tales casos puede ejercer una benéfica influencia la continuada supresión de los productos patológicos, auxiliando al yo del enfermo en su defensa y preservándole, quizá, de caer en la psicosis o en la demencia definitiva.
Esta actuación del método catártico en los casos de histeria agua, e incluso su capacidad de restringir visiblemente la producción de nuevos síntomas patológicos, se nos muestran con claridad suficiente en el historial clínico de Ana O., la paciente en la que Breuer aprendió a ejercer por vez primera tal procedimiento psicoterápico.
5ª En los casos de histeria crónica con producción mesurada, pero continua, de síntomas histéricos, se nos hace sentir más que nunca la falta de una terapia de eficacia causal; pero también aprendemos a estimar más que nunca el valor del método catártico como terapia sintomática. Nos hallamos en estos casos ante una perturbación dependiente de una etiología de actuación crónica y continua. Todo depende de robustecer la capacidad de resistencia del sistema nervioso del enfermo, teniendo en cuenta que la existencia de un síntoma histérico significa para este sistema nervioso una debilitación de su resistencia, y representa un factor favorable a la histeria. Como por el mecanismo de la histeria monosintomática podemos deducir, los nuevos síntomas histéricos se forman con máxima facilidad, apoyándose en los ya existentes y tomándolos por modelo. El camino seguido por un síntoma en su emergencia permanece abierto para otros y el grupo psíquico separado se convierte en núcleo de cristalización, sin cuya existencia nada hubiera cristalizado. Suprimir los síntomas existentes y las modificaciones psíquicas, dadas en su base, equivale a devolver por completo al enfermo toda su capacidad de resistencia, con la cual podrá vencer la acción de su padecimiento. Una larga y constante vigilancia y un periódico chimney sweeping puede hacer mucho bien a estos enfermos.
6ª Hemos afirmado que no todos los síntomas histéricos son psicógenos, y luego, que todos pueden ser suprimidos por un procedimiento psicoterápico. Esto parece contradecirse. La solución está en que una parte de estos síntomas no psicógenos constituye un signo de enfermedad, pero no puede considerarse como un padecimiento por sí misma (por ejemplo, los estigmas), resultando así carente de toda importancia práctica su subsistencia ulterior a la solución terapéutica del caso. Otros de estos síntomas parecen ser arrastrados por los psicógenos en una forma indirecta, siendo así de suponer que dependen también indirectamente de una causa psíquica.
Pasamos ahora a tratar de las dificultades e inconvenientes de nuestro procedimiento terapéutico, tema del cual ya hemos expuesto mucho en los historiales clínicos detallados y en las observaciones sobre la técnica del método. Nos limitaremos, pues, aquí a una simple enumeración. El procedimiento es muy penoso para el médico y le exige gran cantidad de su tiempo, aparte de una intensa afición a las cuestiones psicológicas y cierto interés personal hacia el enfermo. No creo que me fuera posible adentrarme en la investigación del mecanismo de la histeria de un sujeto que me pareciera vulgar o repulsivo, y cuyo trato no consiguiera despertar en mí alguna simpatía; en cambio, para el tratamiento de un tabético o un reumático no son necesarios tales requisitos personales. Por parte del enfermo son precisas también determinadas condiciones. El método resulta inaplicable a sujetos cuyo nivel intelectual no alcanza cierto grado, y toda inferioridad mental lo dificulta grandemente. Es, además, necesario un pleno consentimiento del enfermo y toda su atención; pero, sobre todo, su confianza en el médico, pues el análisis conduce siempre a los procesos psíquicos más íntimos y secretos. Gran parte de los enfermos a los que se podría aplicar tal tratamiento se sustraen al médico en cuanto sospechan el sentido en el que va a orientarse la investigación. Estos enfermos no han cesado de ver en el médico a un extraño. En aquellos otros que se deciden a poner en el médico toda su confianza, con plena voluntad y sin exigencia ninguna por parte del mismo, no puede evitarse que su relación personal con él ocupe debidamente por algún tiempo un primer término, pareciendo incluso que una tal influencia del médico es condición indispensable para la solución del problema.
Esta circunstancia no tiene relación alguna con el hecho de que el sujeto sea o no hipnotizable. Ahora bien: la imparcialidad nos exige hacer constar que estos inconvenientes, aunque inseparables de nuestro procedimiento, no pueden serle atribuidos, pues resulta evidente que tiene su base en las condiciones previas de las neurosis que se trata de curar, y habrán de presentarse en toda actividad médica que exija una estrecha relación con el enfermo y tienda a una modificación de su estado psíquico. No obstante haber hecho en algunos casos muy amplio uso de la hipnosis, nunca he tenido que atribuir a este medio terapéutico daño ni peligro alguno. Si alguna vez no ha sido provechosa mi intervención médica, ello se ha debido a causas distintas y más hondas. Revisando mi labor terapéutica de estos últimos años, a partir del momento en que la confianza de mi maestro y amigo el doctor Breuer me permitió aplicar el método catártico, encuentro muchos más resultados positivos que negativos, habiendo conseguido en numerosas ocasiones más de lo que con ningún otro medio terapéutico hubiera alcanzado. He de confirmar, pues, lo que ya dijimos en nuestra «comunicación preliminar»: el método catártico constituye un importantísimo progreso.
He de añadir aún otra ventaja del empleo de este procedimiento. El mejor medio de llegar a la inteligencia de un caso grave de neurosis complicada con más o menos mezcla de histeria, es también, para mí, su análisis por el método de Breuer. En primer lugar, conseguimos así hacer desaparecer todo aquello que muestra un mecanismo histérico, y en segundo, logramos interpretar los demás fenómenos y descubrir su etiología, adquiriendo con ello puntos de apoyo para la aplicación de la terapia correspondiente. Cuando pienso en la diferencia existente entre los juicios que sobre un caso de neurosis formo antes y después del análisis me inclino a considerar indispensable tal análisis para el conocimiento de todo caso de neurosis. Además, me he acostumbrado a enlazar la aplicación de la psicoterapia catártica con una cura de reposo, que en caso necesario puede intensificarse hasta el extremo de la cura de Weir-Mitchell. Este procedimiento combinado tiene la doble ventaja de evitar, por una parte, la intervención perturbadora de nuevas impresiones durante el tratamiento psicoterapéutico, excluyendo, por otra, el hastío de la cura de reposo, que da ocasión a los enfermos para ensoñaciones nada favorables. Podría suponerse que la labor psíquica, a veces muy considerable, impuesta al enfermo durante una cura catártica, y la excitación consiguiente a la reproducción de sucesos traumáticos, han de actuar en sentido contrario al de la cura de reposo de Weir-Mitchell e impedir su éxito. Pero en realidad sucede todo lo contrario, pues por medio de la combinación de la terapia de Breuer con la de Weir-Mitchell se consigue toda la mejora física que esperamos de esta última y un resultado psíquico más amplio del que jamás se obtiene por medio de la sola cura de reposo sin tratamiento psicoterápico simultáneo.
II
DIJIMOS antes que en nuestras tentativas de aplicar en amplia escala el método de Breuer tropezamos con la dificultad de que gran número de enfermos no resultaban hipnotizables, a pesar de haber sido diagnosticada de histeria su dolencia y ser favorables todos los indicios a la existencia del mecanismo psíquico por nosotros descrito. Siéndonos precisa la hipnosis para lograr la ampliación de la memoria, con objeto de hallar los recuerdos patógenos no existentes en la consciencia ordinaria, teníamos, pues, que renunciar a estos enfermos o intentar conseguir tal ampliación por otros caminos.
La razón de que unos sujetos fueran hipnotizables y otros no me era tan desconocida, como, en general, a todo el mundo, y de este modo no me era factible emprender un camino causal para salvar esta dificultad. Observé únicamente que en algunos enfermos era aún más considerable el obstáculo, pues se negaban incluso a la sola tentativa de hipnotizarlos. Se me ocurrió entonces que ambos casos podían ser idénticos, significando ambos una voluntad contraria a la hipnosis. Así, no serán hipnotizables aquellos sujetos que abrigaran recelos contra la hipnosis, se negasen o no abiertamente a toda tentativa de este orden. Pero en la hora presente no sé aún si debo o no sostener esta hipótesis.
Tratábase, pues, de eludir la hipnosis y descubrir, sin embargo, los recuerdos patógenos. He aquí cómo llegué a este resultado :
Cuando, al acudir a mí por vez primera los pacientes, les preguntaba si recordaban el motivo inicial del síntoma correspondiente, alegaban unos ignorarlo por completo, y comunicaban otros algo que les parecía un oscuro recuerdo, imposible de precisar y desarrollar. Si, ciñéndonos entonces a la conducta de Bernheim en la evocación de recuerdos correspondientes al sonambulismo y aparentemente olvidados, los apremiaba yo, asegurándoles que no podían menos de saberlo y recordarlo, emergía en unos alguna ocurrencia y ampliaban otros el recuerdo primeramente evocado. Llegado a este punto, extremaba yo mi insistencia, hacía tenderse a los enfermos sobre un diván y les aconsejaba que cerrasen los ojos para lograr mayor «concentración»; circunstancias que daban al procedimiento cierta analogía con el hipnotismo, obteniendo realmente el resultado de que, sin recurrir para nada a la hipnosis producían los pacientes nuevos y más lejanos recuerdos, enlazados con el tema de que tratábamos. Estas observaciones me hicieron suponer que había de ser posible conseguir por el simple apremio la emergencia de las series de representaciones patógenas seguramente dadas, y como este apremio constituía por mi parte un esfuerzo, hube de pensar que se trataba de vencer una resistencia del sujeto. De este modo concreté mis descubrimientos en la teoría de que por medio de mi labor psíquica había de vencer una fuerza psíquica opuesta en el paciente a la percatación consciente (recuerdo) de las representaciones patógenas. Esta energía psíquica debía de ser la misma que había contribuido a la génesis de los síntomas histéricos, impidiendo por entonces la percatación consciente de la representación patógena. Surgía aquí la interrogación de cuál podría ser esta fuerza y a qué motivos obedecía. Varios análisis, en los que se me ofrecieron ejemplos de representaciones patógenas olvidadas y rechazadas de la consciencia, me facilitaron la respuesta, descubriéndome un carácter común a este orden de representaciones. Todas ellas eran de naturaleza penosa, muy apropiadas para despertar afectos displacientes, tales como la vergüenza, el remordimiento, el dolor psíquico o el sentimiento de la propia indignidad; representaciones, en fin, que todos preferimos eludir y olvidar lo antes posible. De todo esto nacía como espontáneamente el pensamiento de la defensa. Sostienen, en general, los psicólogos que la acogida de una representación nueva (acogida en el sentido de creencia o de reconocimiento de su realidad) depende de la naturaleza y orientación de las representaciones ya reunidas en el yo, y han creado diferentes denominaciones técnicas para la censura, a la que es sometida la nueva representación afluyente. En nuestros casos ha afluido al yo del enfermo una representación que se demostró intolerable, despertando en él una energía de repulsión, encaminada a su defensa contra dicha representación. Esta defensa consiguió su propósito, y la representación quedó expulsada de la consciencia y de la memoria sin que pareciera posible hallar su huella psíquica. Pero no podía menos de existir tal huella. Al esforzarme yo en orientar hacia ella la atención del paciente, percibía, a título de resistencia, la misma energía que antes de la génesis del síntoma se había manifestado como repulsa. Si me era posible demostrar que la representación había llegado a ser patógena, precisamente por la repulsa y la represión de que había sido objeto habría quedado cerrado el razonamiento. En varias de las epicrisis de los historiales clínicos que preceden, y en un breve trabajo sobre las neurosis de defensa, he intentado exponer las hipótesis psicológicas, con cuyo auxilio podemos explicar estos extremos, o sea, el hecho de la conversión.
Así pues, una fuerza psíquica -la repugnancia del yo-excluyó primitivamente de la asociación a la representación patógena y se opuso a su retorno a la memoria. La ignorancia del histérico depende, por tanto, de una volición más o menos consciente, y el cometido del terapeuta consiste en vencer, por medio de una labor psíquica, esta resistencia a la asociación. Este fin se consigue, en primer lugar, por el «apremio», o sea por el empleo de una coerción psíquica que oriente la atención del enfermo hacia las huellas de las representaciones buscadas. Pero no basta con esto; la labor del terapeuta toma en el análisis, como luego demostraré, otras distintas formas, y llama en su auxilio a otras fuerzas psíquicas.
Veamos primero el apremio. Con la simple afirmación «No tiene usted más remedio que saberlo. Reflexione un poco y se le ocurrirá», se adelanta muy poco. A las pocas frases y por intensa que sea su «concentración», pierde el hilo el paciente. Pero no debemos olvidar que se trata aquí siempre de una comparación cuantitativa de la lucha entre motivos diferentemente enérgicos e intensos. El apremio ejercido por el médico no integra energía suficiente para vencer la «resistencia a la asociación» en una histeria grave. Hemos tenido, pues, que buscar otros medios más eficaces.
En primer lugar nos servimos de un pequeño artificio técnico. Comunicamos al enfermo que vamos a ejercer una ligera presión sobre su frente; le aseguramos que durante ella surgirá ante su visión interior una imagen, o en su pensamiento una ocurrencia, y le comprometemos a darnos cuenta de ellas, cualesquiera que sean. No deberá detenerlas, pensando que no tienen relación con lo buscado, o, por serles desagradable, comunicarlas. Si nos obedece y prescinde de toda crítica y toda retención, hallaremos infaliblemente lo buscado. Dicho esto, aplicamos la mano a la frente del enfermo durante un par de segundos y, retirándola luego, le preguntamos con entonación serena, como si estuviéramos seguros del resultado: «¿Qué ha visto usted o qué se le ha ocurrido?»
Este procedimiento me ha descubierto muchas cosas, conduciéndome siempre al fin deseado. Sé, naturalmente, que podía sustituir la presión sobre la frente del enfermo por otra señal cualquiera, pero la he elegido por ser la que resulta más cómoda y sugestiva. Para explicar la eficacia de este artificio podría decir que equivalía a una «hipnosis momentáneamente intensificada», pero el mecanismo de la hipnosis tiene tanto de enigmático, que prefiero no referirme a él en una tentativa de aclaración. Diré, pues, más bien, que la ventaja de este procedimiento consiste en disociar la atención del enfermo de sus asuntos y reflexiones conscientes, análogamente a como sucede fijando la vista en una bola de vidrio, etcétera. Pero la teoría que deducimos del hecho de surgir siempre bajo la presión de nuestra mano los elementos buscados es la que sigue: la representación patógena, supuestamente olvidada, se halla siempre preparada «en lugar cercano», y puede ser encontrada por medio de una asociación asequible; trátase tan sólo de superar cierto obstáculo. Este obstáculo parece ser la voluntad misma del sujeto, y muchos de éstos aprenden a prescindir de tal voluntad y a mantenerse en una observación totalmente objetiva ante los procesos psíquicos que en ellos se desarrollan.
No es siempre un recuerdo «olvidado» lo que surge bajo la presión de la mano. Los recuerdos realmente patógenos rara vez se encuentran tan próximos a la superficie. Lo que generalmente emerge es una representación, que constituye un elemento intermedio entre aquella que tomamos como punto de partida y la patógena buscada, o es, a su vez, el punto inicial de una nueva serie de pensamientos y recuerdos, en cuyo otro extremo se encuentra la representación patógena. La presión no ha descubierto, entonces, la representación patógena -la cual, sin preparación previa y arrancada de su contexto, nos resultaría, además, incomprensible-, pero nos ha mostrado el camino que a ella conduce, indicándonos el sentido en el que debemos continuar nuestra investigación. La representación primeramente despertada por la presión puede corresponder también a un recuerdo perfectamente conocido y nunca reprimido. Cuando en el camino hacia la representación patógena pierde de nuevo el hilo la paciente, se hace necesario repetir el procedimiento para reconstituir el enlace y la orientación.
En otros casos despertamos con la presión un recuerdo que, no obstante ser familiar al paciente le sorprende con su emergencia, pues había olvidado su relación con la representación elegida como punto de partida. En el curso ulterior del análisis se hace luego evidente esta relación. Todos estos resultados de nuestro procedimiento nos dan la falsa impresión de que existe una inteligencia superior, exterior a la consciencia del enfermo, que mantiene en orden, para determinados fines, un considerable material psíquico, y ha hallado un ingenioso arreglo para su retorno a la consciencia. Pero, a mi juicio, esta segunda inteligencia no es sino aparente.
En todo análisis algo complicado laboramos repetidamente, o mejor aún, de continuo, con ayuda de este procedimiento (de la presión sobre la frente), el cual nos muestra, unas veces, el camino por el que hemos de continuar, a través de recuerdos conocidos desde el punto en el que se interrumpen las referencias despiertas del enfermo; nos llama, otras, la atención sobre conexiones olvidadas; provoca y ordena recuerdos que se hallaban sustraídos a la asociación desde muchos años atrás, pero que aún pueden ser reconocidos como tales, y hace emerger, en fin, como supremo rendimiento de la reproducción, pensamientos que el enfermo no quiere reconocer jamás como suyos, no recordándolos en absoluto, aunque confiesa que el contexto los exige indispensablemente, convenciéndole luego por completo al ver que precisamente tales representaciones traen consigo el término del análisis y la cesación de los síntomas.
Expondré aquí algunos ejemplos de los excelentes resultados de este procedimiento técnico. En una ocasión hube de someter a tratamiento a una muchacha, afecta desde seis años atrás de una insoportable tos nerviosa, que tomaba nuevas fuerzas con ocasión de cada catarro vulgar, pero que integraba, desde luego, fuertes motivos psíquicos. Habiendo fracasado todos los remedios puestos en práctica con anterioridad, intenté la supresión del síntoma por medio del análisis psíquico. La sujeto no sabía sino que su tos nerviosa comenzó cuando tenía catorce años y se hallaba viviendo con una tía suya. No recordaba haber experimentado por aquella época excitación psíquica ninguna, ni creía que su enfermedad tuviera un motivo de este orden. Bajo la presión de mi mano, se acordó, en primer lugar, de un gran perro. Luego reconoció esta imagen mnémica: era el perro de su tía, que le tomó mucho afecto y la acompañaba a todas partes. Inmediatamente, y sin auxilio alguno, recordó que este perro enfermó y murió; que entre ella y otros niños le hicieron un entierro solemne, y que al volver de este entierro fue cuando surgió por vez primera su tos. Preguntada por qué y auxiliándola de nuevo por medio de la presión sobre la frente, surgió la idea que sigue: «Ahora estoy ya sola en el mundo. Nadie me quiere. Este animal era mi único amigo y lo he perdido.» Luego prosiguió su relato: «La tos desapareció al dejar yo de vivir con mi tía, pero me volvió año y medio después.» «¿Por qué causa?» «No lo sé.» Volví a poner mi mano sobre su frente y la sujeto recordó la noticia de la muerte de su tía, al recibir la cual tuvo un nuevo ataque de tos. Luego emergieron pensamientos análogos a los anteriores. Su tía había sido la única persona de su familia que le había demostrado algún cariño. Así, pues, la representación patógena era la de que nadie la quería, prefiriendo todos siempre a los demás y siendo ella, en realidad, indigna de cariño, etc. Pero, además, la idea de «cariño» se adhería algo contra cuya comunicación surgió una tenaz resistencia. El análisis quedó interrumpido antes de llegar a un completo esclarecimiento.
Hace algún tiempo me fue confiada la labor de libertar de sus ataques de angustia a una señora ya entrada en años, cuyo carácter no era apropiado para el tratamiento psíquico. Desde la menopausia había caído en una exagerada devoción y me recibía siempre como si fuese el demonio, armada de un pequeño crucifijo de marfil que ocultaba en su mano derecha. Sus ataques de angustia, de naturaleza histérica, venían atormentándola desde su juventud, y provenían, a su juicio, del uso de un preparado de yodo que le recetaron contra una ligera inflamación del tiroides. Naturalmente rechacé yo este supuesto origen e intenté sustituirlo por otro, más de acuerdo con mis opiniones sobre la etiología de los síntomas neuróticos. A mi primera pregunta en busca de una impresión de su juventud, que se hallase en relación causal con los ataques de angustia, surgió bajo la presión de mi mano, el recuerdo de la lectura de uno de aquellos libros llamados de devoción, en el cual se integraba una mención de los procesos sexuales. Este pasaje hizo a la sujeto un efecto contrario al que el autor se proponía. Rompió a llorar y arrojó el libro lejos de sí. Esto sucedió antes del primer ataque de angustia. Una nueva presión sobre la frente de la enferma hizo surgir otra reminiscencia: el recuerdo de un preceptor de su hermano, que le demostraba una respetuosa inclinación y le había inspirado también amorosos sentimientos. Este recuerdo culminaba en la reproducción de una tarde que pasó con sus hermanos y el joven profesor en amena y gratísima conversación. Aquella misma noche la despertó el primer ataque de angustia, enlazado más bien con una rebelión de la sujeto contra un sentimiento sexual que con el medicamento que entonces tomaba. Sólo nuestra técnica analítica podía permitir el descubrimiento de tal conexión, tratándose de una paciente como ésta, tan obstinada y tan prevenida contra mí y contra toda terapia mundana.
Otra vez se trataba de una señora joven, muy feliz en su matrimonio, que ya en sus primeros años juveniles aparecía todas las mañanas tendida sin movimiento en su lecho, presa de un estado de estupor, rígida, con la boca abierta y la lengua fuera ataques que habían comenzado a repetirle, aunque no con tanta intensidad, cuando acudió a mí. No siéndome posible hipnotizarla con la profundidad deseable, emprendí el análisis en estado de concentración, y al ejercer por vez primera la presión sobre su frente le aseguré que iba a ver algo directamente relacionado con las causas de aquellos estados de su infancia. La sujeto se condujo tranquila y obedientemente, viendo de nuevo la casa en que había transcurrido su niñez, su alcoba, la situación de su cama, la figura de su abuela, que por entonces vivía con ellos y la de una de sus institutrices a la que había querido mucho. Luego se sucedieron varias pequeñas escenas sin importancia, que se desarrollaron en aquellos lugares y entre aquellas personas, terminando la evocación con la despedida de la institutriz, que abandonó la casa para contraer matrimonio. Ninguna de estas reminiscencias parecía poderme ser de alguna utilidad, pues no me era posible relacionarlas con la etiología de los ataques. Sin embargo, integraban diversas circunstancias, por las que revelaban pertenecer a la época en que dichos ataques comenzaron.
Pero antes de poder reanudar el análisis en busca de más amplios datos, tuve ocasión de hablar con un colega, que había sido el médico de cabecera de los padres de la sujeto, asistiéndola cuando comenzó a padecer los ataques referidos. Era entonces nuestra paciente todavía una niña, pero de robusto y adelantado desarrollo. Al visitarla, hubo de observar mi colega el exagerado cariño que demostraba a su institutriz, y concibiendo una determinada sospecha, aconsejó a la abuela que vigilara las relaciones entre ambas. Al poco tiempo le dio cuenta la señora de que la institutriz acudía muchas noches al lecho de su educanda, la cual, siempre que esto ocurría, aparecía a la mañana con el ataque. No dudaron, pues, en alejar, sin ruido, a la corruptora. A los niños, e incluso a la madre, se les hizo creer que la institutriz abandonaba la casa para contraer matrimonio.
La terapia consistió en comunicar a la paciente esta aclaración, cesando, por lo pronto, los ataques.
En ocasiones, los datos que obtenemos por el procedimiento de la presión sobre la frente del sujeto surgen en forma y circunstancias tan singulares, que nos inclinamos nuevamente a la hipótesis de una inteligencia inconsciente. Así, recuerdo de una señora, atormentada desde muchos años atrás por representaciones obsesivas y fobias, que, al interrogarla yo sobre el origen de sus padecimientos, me señaló como época del mismo sus años infantiles, pero sin que supiera precisar las causas que en ellos produjeron tales resultados patológicos. Era esta señora muy sincera e inteligente, y no oponía al análisis sino muy ligera resistencia. (Añadiré aquí que el mecanismo psíquico de las representaciones obsesivas presenta gran afinidad con el de los síntomas histéricos, empleándose para ambos en el análisis la misma técnica.)
Al preguntar a esta señora si, bajo la presión de mi mano, había visto algo o evocado algún recuerdo, me respondió que ninguna de las dos cosas, pero que, en cambio, se le había ocurrido una palabra. «¿Una sola palabra?» «Si, y, además, me parece una tontería.» «Dígala, de todos modos.» «Porteros.» «¿Nada más?» «Nada más.» Volviendo a ejercer presión sobre la frente de la enferma, obtuve otra palabra aislada: «Camisa.» Me encontraba, pues, ante una nueva forma de responder al interrogatorio analítico, y repitiendo varias veces la presión sobre la frente, reuní una serie de palabras sin coherencia aparente: «Portero-camisa-cama-ciudad-carro.» Luego pregunté qué significaba todo aquello y la paciente, después de un momento de reflexión, me contestó como sigue: «Todas esas palabras tienen que referirse a un suceso que ahora recuerdo. Teniendo yo diez años y doce mi hermana mayor, sufrió ésta, por la noche, un ataque de locura furiosa, y hubo que atarla y llevarla en un carro a la ciudad. Me acuerdo que fue el portero quien la sujetó y la acompañó luego al manicomio.»
Prosiguiendo en esta forma la investigación, obtuvimos otras series de palabras, y aunque no todas nos revelaron su sentido, sí fueron suficientes para continuar la historia iniciada y enlazarla con un segundo suceso. Pronto se nos descubrió también la significación de esta reminiscencia. La enfermedad de su hermana la había impresionado tanto porque tenía con ella un secreto común. Ambas dormían en el mismo cuarto y cierta noche habían ambas tolerado contactos sexuales por parte de la misma persona masculina. La mención de este trauma sexual sufrido en la niñez nos descubrió no sólo el origen de las primeras representaciones obsesivas, sino también el trauma patógeno ulterior. La singularidad de este caso consistía tan sólo en la emergencia de palabras aisladas que habíamos de transformar en frases, pues la aparente falta de relación y de coherencia es un carácter común a todas las ideas y escenas que surgen al ejercer presión sobre la frente de los sujetos. Luego, en el curso ulterior del análisis, resulta siempre que las reminiscencias aparentemente incoherentes se hallan enlazadas, en forma muy estrecha, por conexiones mentales, conduciendo directamente al factor patógeno buscado.
Así, recuerdo con agrado un análisis en el que mi confianza en los resultados de mi técnica fue duramente puesta a prueba, al principio, para quedar luego espléndidamente justificada: una señora joven, muy inteligente y aparentemente feliz, me consultó sobre un tenaz dolor que sentía en el bajo vientre y que ninguna terapia había logrado mitigar. Diagnostiqué una leve afección orgánica y ordené un tratamiento local.
Al cabo de varios meses volvió la sujeto a mi consulta, manifestándome que el dolor había desaparecido bajo los efectos del tratamiento prescrito, sin atormentarla de nuevo durante mucho tiempo, pero que ahora había surgido otra vez, y ésta con carácter nervioso. Reconocía este carácter en el hecho de no sentirlo como antes, al realizar algún movimiento, sino sólo a ciertas horas -por ejemplo, al despertar- y bajo los efectos de determinadas excitaciones. Este diagnóstico, establecido por la propia enferma, era rigurosamente exacto. Tratábase, pues, de encontrar la causa de tal dolor, para lo cual se imponía el análisis psíquico. Hallándose en estado de concentración y bajo la presión de mi mano, al preguntarle yo si se le ocurría algo o veía alguna cosa; se decidió por esto último y comenzó a describirme sus imágenes visuales. Veía algo como el sol con sus rayos, imagen que, naturalmente, supuse fuese un fosfeno producido por la presión de mi mano sobre sus ojos. Esperé, pues, que a continuación vendría algo más aprovechable para nuestros fines analíticos, pero la enferma prosiguió: «Veo estrellas de una singular luz azulada, como de luna; puntos luminosos, resplandores etcétera.» Me disponía, por tanto, a contar este experimento entre los fracasados y a salir del paso en forma que la sujeto no advirtiese el fracaso, cuando una de las imágenes que iba describiendo me hizo rectificar. Veía ahora una gran cruz negra, inclinada hacia un lado, circunscrita por un halo de la misma luz lunar que había iluminado las imágenes anteriores y coronada por una llama. Esto no podía ser ya un fosfeno. Luego, y siempre acompañadas del mismo resplandor, fueron surgiendo otras muchas imágenes: signos extraños, semejantes a los de la escritura del sánscrito; figuras triangulares y un gran triángulo bajo ellas; otra vez la cruz… Sospechando que esta última imagen pudiera tener una significación alegórica, pregunté sobre ello a la sujeto. «Probablemente es una alusión a mis dolores.» A esto objeté yo que la cruz era, más corrientemente, un símbolo de una pesadumbre moral, e inquirí si en este caso se escondía algo semejante detrás de sus padecimientos físicos; pero la enferma no supo darme respuesta alguna y continuó atendiendo a sus imágenes visuales: un sol de dorados rayos, que interpretó como símbolo de Dios; la fuerza original, un monstruoso lagarto, un montón de serpientes; otra vez el sol, pero menos brillante y con rayos de plata, e interpuesta entre él y su propia persona, una reja que le oculta su centro.
Seguro de que todas estas imágenes eran alegorías, pregunté a la sujeto cuál era la significación de la última imagen, obteniendo sin vacilación ni reflexión algunas la siguiente respuesta: «El sol es la perfección, el ideal, y la reja son mis defectos y debilidades, que se interponen entre el ideal y yo.» «Pero ¿es que está usted descontenta consigo misma y se reprocha algo?» «¡Ya lo creo!» «¿Desde cuándo?» «Desde que formo parte de una sociedad teosófica y leo los escritos que publica. De todos modos, nunca he tenido gran opinión de mí.» «¿Qué es lo que le ha impresionado más en estos últimos tiempos?» «Una traducción del sánscrito, que la sociedad está publicando ahora por entregas.» Momentos después me hallaba al corriente de sus luchas espirituales y oía el relato de un pequeño suceso que le dio motivo para hacerse objeto de un reproche y con ocasión del cual aparecieron por vez primera, como consecuencia de una conversión de excitación, sus dolores, antes orgánicos. Las imágenes que al principio supuse fosfenos eran símbolos de pensamientos ocultistas y quizá emblemas de las cubiertas de los libros ocultistas leídos por la sujeto.
He alabado tan calurosamente los resultados del procedimiento auxiliar de ejercer presión sobre la frente del sujeto y he descuidado tan por completo mientras tanto, la cuestión de la defensa o la resistencia, que seguramente habré dado al lector la impresión de que por medio de aquel pequeño artificio no es posible vencer todos los obstáculos psíquicos que se oponen a una cura catártica. Pero tal creencia constituiría un grave error. En la terapia no existe jamás tan gran facilidad, y toda modificación de importancia en cualquier terreno, exige una considerable labor. La presión sobre la frente del enfermo no es sino una habilidad para sorprender al yo, eludiendo así, por breve tiempo, su defensa. Pero en todos los casos algo importantes reflexiona en seguida el yo y desarrolla de nuevo toda su resistencia.
Indicaremos las diversas formas en las que esta resistencia se exterioriza. En primer lugar, la presión fracasa a la primera o segunda tentativa, y el sujeto exclama, decepcionado: «Creía que se me iba a ocurrir algo, pero nada se ha presentado.» El paciente toma ya, así, una actitud determinada, pero esta circunstancia no debe contarse aún entre los obstáculos. Nos limitamos a decirle: «No importa; la segunda vez surgirá algo.» Y así sucede, en efecto. Es singular cuán en absoluto olvidan, con frecuencia, los enfermos -incluso los más dóciles e inteligentes-el compromiso solemnemente contraído al comenzar el tratamiento. Han prometido decir todo lo que se les ocurriera al poner nuestra mano sobre su frente, aunque les pareciera inoportuno o les fuera desagradable comunicarlo; esto es, sin ejercer sobre ello selección ni crítica alguna. Pero jamás cumplen esta promesa, que parece superior a sus fuerzas. La labor analítica queda constantemente interrumpida por sus afirmaciones de que otra vez vuelve a no ocurrírseles nada, afirmaciones a las que el médico no debe dar crédito ninguno, suponiendo siempre que el paciente silencia algo, por parecerle nimio o serle desagradable comunicarlo. Manifestándolo así al enfermo, renovará entonces la presión hasta obtener un resultado. En tales casos, suele el sujeto añadir: «Esto se lo hubiera podido decir ya la primera vez.» «¿Y por qué no me lo dijo?» «Porque suponía que no tenía relación alguna con el tema que tratábamos. Sólo al ver que volvía a surgir una y otra vez es cuando me he decidido a decírselo» o «Porque creí que no era lo que buscábamos y esperaba poder evitarme el desagrado que me produce hablar de ello. Pero cuando me di cuenta de que no había medio de alejarlo de mi pensamiento, resolví decírselo». De este modo delata el enfermo, a posteriori, los motivos de una resistencia que al principio no quería reconocer, pero que no puede por menos de oponer a la investigación psíquica.
Es singular detrás de qué evasivas se oculta muchas veces esta resistencia: «Hoy estoy distraído. Me perturba el tictac del reloj o el piano que suena en la habitación de al lado.» A estas aseveraciones he aprendido ya a contestar: «Nada de eso. Ha tropezado usted ahora con algo que no le es grato decir y quiere eludirlo.» Cuanto más larga es la pausa entre la presión de mi mano y las manifestaciones del enfermo, mayor es mi desconfianza y más las probabilidades de que el sujeto esté dedicado a arreglar a su gusto la ocurrencia emergida, mutilándola al comunicarla. Las manifestaciones más importantes aparecen a veces -como princesas disfrazadas de mendigas- acompañadas de la siguiente superflua observación: «Ahora se me ha ocurrido algo, pero no tiene nada que ver con lo que tratamos. Se lo diré a usted, sólo porque lo quiere saber todo.» Después de esta introducción surge casi siempre la solución que veníamos buscando desde mucho tiempo atrás. De este modo, extremo mi atención siempre que un enfermo comienza a hablarme despreciativamente de alguna ocurrencia. El hecho de que las representaciones patógenas parezcan, al resurgir, tan exentas de importancia es signo de que han sido antes victoriosamente rechazadas. De él podemos deducir en qué consistió el proceso de la repulsa: consistió en hacer de la representación enérgica una representación débil, despojándola de su afecto.
Así, pues reconocemos el recuerdo patógeno, entre otras cosas, por el hecho de que el enfermo lo considera nimio, y sin embargo, da muestras de resistencia al reproducirlo. Hay también casos en los que el enfermo intenta todavía negar su autenticidad: «Ahora se me ha ocurrido algo, pero seguramente me lo ha sugerido usted.» Una forma especialmente hábil de esta negación consiste en decir: «Ahora se me ha ocurrido algo, pero me parece que no se trata de un recuerdo, sino de una pura invención mía en este momento.» En todos estos casos me muestro inquebrantable, rechazo tales distingos y explico al enfermo que no son sino formas y pretextos de la resistencia contra la reproducción de un recuerdo que hemos de acabar por reconocer como auténtico.
En el retorno de imágenes se hace más fácil nuestra labor que cuando se trata de representaciones
III
EN el capítulo que precede hemos expuesto con toda claridad las dificultades de nuestra técnica. Ahora bien: habiendo agrupado en él todas las que nos han suscitado los casos más complicados, debemos también hacer constar que en muchos otros no es tan penosa nuestra labor. De todos modos, se habrá preguntado el lector si en lugar de emprender la penosa y larga labor que representa la lucha contra la resistencia, no sería mejor poner más empeño en conseguir la hipnosis o limitar la aplicación del método catártico a aquellos enfermos susceptibles de un profundo sueño hipnótico. A esta última proposición habría que contestar que entonces quedaría para mí muy limitado el número de enfermos, pues mis condiciones de hipnotizador no son nada brillantes. A la primera opondría mi sospecha de que el logro de la hipnosis no ahorra considerablemente la resistencia. Mi experiencia sobre este extremo es singularmente limitada, razón por la cual no puedo convertir tal sospecha en una afirmación; pero sí puedo decir que cuando he llevado a cabo una cura catártica, utilizando la hipnosis en lugar de la concentración, no he comprobado simplificación alguna de mi labor. Hace poco he dado fin a tal tratamiento, en cuyo curso logré la curación de una parálisis histérica de las piernas. La paciente entraba durante el análisis en un estado psíquico muy diferente del de vigilia, y caracterizado desde el punto de vista somático, por el hecho de serle imposible abrir los ojos o levantarse antes que yo le ordenase despertar. Y, sin embargo, en ningún caso he tenido que luchar contra una mayor resistencia. Por mi parte, no di valor alguno a aquellas manifestaciones somáticas, que al final de los diez meses, a través de los cuales se prolongó el tratamiento, resultaban ya casi imperceptibles. El estado en que entraba esta paciente durante nuestra labor no influyó para nada en la facultad de recordar lo inconsciente ni en la peculiarísima relación personal del enfermo con el médico, propia de toda cura catártica. En el historial de Emmy de N. hemos descrito un ejemplo de una cura catártica realizada en un profundo estado de sonambulismo, en el cual apenas si existió alguna resistencia. Pero ha de tenerse en cuenta que esta sujeto no me comunicó nada que le fuera penoso confesar; nada que no hubiera podido decirme, igualmente, en estado de vigilia, en cuanto el trato conmigo le hubiera inspirado alguna confianza y estimación. Además, era éste mi primer ensayo de la terapia catártica y no penetré hasta las causas efectivas de la enfermedad, idénticas seguramente a las que determinaron las recaídas posteriores al tratamiento; pero la única vez que por casualidad la invité a reproducir una reminiscencia en la que intervenía un elemento erótico, mostró una resistencia y una insinceridad equivalentes a las de cualquiera de mis enfermas posteriores, tratadas sin recurrir al estado de sonambulismo. En el historial clínico de esta sujeto he hablado ya de su resistencia durante el estado hipnótico a otras sugestiones y mandatos. El valor de la hipnosis para la simplificación del tratamiento catártico se me ha hecho, sobre todo, dudoso, desde un caso en el que la más absoluta indocilidad terapéutica aparecía al lado de una completa obediencia en todo otro orden de cosas, hallándose la sujeto en un profundo estado de sonambulismo. Otro caso de este género es el de la muchacha que rompió su paraguas contra las losas de la calle, comunicado en el primer tercio del presente trabajo. Por lo demás, confieso que me satisfizo comprobar esta circunstancia, pues era necesaria a mi teoría la existencia de una relación cuantitativa, también en lo psíquico, entre la causa y el efecto.
En la exposición que antecede hemos hecho resaltar en primer término la idea de la resistencia. Hemos mostrado cómo en el curso de la labor terapéutica llegamos a la concepción de que la histeria nace por la represión de una representación intolerable, realizada a impulso de los motivos de la defensa, perdurando la representación como huella mnémica poco intensa y siendo utilizado el afecto que se le ha arrebatado para una inervación somática. Así, pues, la representación adquiriría carácter patógeno, convirtiéndose en causa de síntomas patológicos, a consecuencia, precisamente, de su represión. Aquellas histerias que muestran este mecanismo pueden, pues, calificarse de histerias de defensa. Ahora bien: Breuer y yo hemos hablado repetidas veces de otras dos clases de histeria a las cuales aplicamos los nombres de «histeria hipnoide» e «histeria de retención». La histeria hipnoide fue la primera que surgió en nuestro campo visual. Su mejor ejemplo es el caso de Ana O., investigado por Breuer, el cual ha adscrito a esta histeria un mecanismo esencialmente distinto del de la defensa por medio de la conversión. En ella se haría patógena la representación por el hecho de haber surgido en ocasión de un especial estado psíquico, circunstancia que la hace permanecer, desde un principio, exterior al yo. No ha sido, por tanto, precisa fuerza psíquica alguna que mantenga fuera del yo a la representación, la cual no debería despertar resistencia ninguna al ser introducida en el yo, con ayuda de la actividad del estado de sonambulismo. Así, el historial clínico de Ana O. no registra el menor indicio de resistencia.
Me parece tan importante esta distinción, que ella me decide a mantener la existencia de la histeria hipnoide, a pesar de no haber encontrado en mi práctica médica un solo caso puro de esta clase. Cuantos casos he investigado han resultado ser de histeria de defensa. No quiere esto decir que no haya tropezado nunca con síntomas nacidos evidentemente, en estados aislados de consciencia y que por tal razón habían de quedar excluidos del yo. Esta circunstancia se ha dado también en algunos de los casos por mí examinados; pero siempre que se me ha presentado he podido comprobar que el estado denominado hipnoide debía su aislamiento al hecho de basarse en un grupo psíquico previamente disociado por la defensa. No puedo, en fin, reprimir la sospecha de que la histeria hipnoide y la defensa coinciden en alguna raíz, siendo la defensa el elemento primario. Pero nada puedo afirmar con seguridad sobre este extremo.
Igualmente inseguro es, por el momento mi juicio sobre la «histeria de retención», en el cual tampoco tropezaría la labor terapéutica con resistencia alguna. Una vez se me presentó un caso que me pareció típico de la histeria de retención, haciéndome esperar un éxito terapéutico pronto y sencillo. La labor catártica se desarrolló, en efecto, sin dificultad ninguna, pero también sin el menor resultado positivo. Así, pues, sospecho nuevamente, aunque con todas las reservas impuestas por mi imperfecto conocimiento de la cuestión, que también en el fondo de la histeria de retención hay algo de defensa, que ha dado carácter histérico a todo el proceso. Observaciones ulteriores decidirán si con esta tendencia a la extensión del concepto de la defensa a toda la histeria corremos peligro de caer en error.
He tratado hasta aquí de la técnica y las dificultades del método catártico, y quisiera agregar ahora algunas indicaciones de cómo con esta técnica se lleva a cabo un análisis. Es éste un tema para mí muy interesante; pero claro es que no puedo esperar que despierte igual interés en los que no han realizado ninguno de tales análisis. Nuevamente hablaré de la técnica pero esta vez trataré de aquellas dificultades intrínsecas de las que no puede hacerse responsable al enfermo, dificultades que en parte habrán de ser las mismas en los casos de histeria hipnoide o de retención que en los de histeria de defensa, tomados aquí por modelo. Al iniciar esta última parte de mi exposición lo hago con la esperanza de que las singularidades psíquicas que aquí vamos a revelar puedan tener algún día cierto valor como materia prima para una dinámica de las representaciones.
La primera y más intensa impresión que tal análisis nos causa es, sin duda alguna, la de comprobar que el material psíquico patógeno que aparentemente ha sido olvidado, no hallándose a disposición del yo ni desempeñando papel alguno en la memoria ni en la asociación, se encuentra, sin embargo, dispuesto y en perfecto orden. No se trata sino de suprimir las resistencias que cierran el camino hasta él. Logrado esto, se hace consciente, como cualquier otro complejo de representaciones. Cada una de las representaciones patógenas tiene con las demás y con otras no patógenas, con frecuencia recordadas, enlaces diversos, que se establecieron a su tiempo y que quedaron conservados en la memoria. El material psíquico patógeno parece pertenecer a una inteligencia equivalente a la del yo normal. A veces, esta apariencia de una segunda personalidad llega casi a imponérsenos como una realidad innegable.
No queremos entrar a examinar por el momento si esta impresión responde efectivamente a un hecho real o si lo que hacemos es transferir a la época de la enfermedad la ordenación que nos muestra el material psíquico después de lograda la solución del caso. De todos modos, como mejor podemos describir la experiencia lograda en estos análisis es colocándonos en el punto de vista que, una vez llegados al fin de nuestra labor, adoptamos para revisarla.
La cuestión no es casi nunca tan sencilla como se ha representado para determinados casos; por ejemplo, para el de un síntoma histérico nacido en un único gran trauma. En la inmensa mayoría de los casos no nos encontramos ante un único síntoma, sino ante cierto número de ellos, en parte independientes unos de otros y en parte enlazados entre sí. No esperaremos, pues, hallar un único recuerdo traumático, y como nódulo del mismo una sola representación patógena, sino, por el contrario, series enteras de traumas parciales y concatenaciones de procesos mentales patógenos. La histeria traumática monosintomática representa un organismo elemental, un ser monocelular, comparada con la complicada estructura de las graves neurosis histéricas corrientes.
El material psíquico de estas últimas histerias se nos presenta como un producto de varias dimensiones y, por lo menos de una triple estratificación. Espero poder demostrar en seguida estas afirmaciones. Existe, primero, un nódulo, compuesto por los recuerdos (de sucesos o de procesos mentales) en los que ha culminado el factor traumático o hallado la idea patógena su más puro desarrollo. En derrededor de este nódulo se acumula un distinto material mnémico, con frecuencia extraordinariamente amplio, a través del cual hemos de penetrar en el análisis, siguiendo, como indicamos antes, tres órdenes diferentes. Primeramente se nos impone la existencia de una ordenación cronológica lineal dentro de cada tema. Como ejemplo, citaré la correspondiente al análisis de Ana O., llevado a cabo por Breuer. El tema era aquí el de «quedarse sorda» o «no oír», diferenciado conforme a siete distintas condiciones, cada una de las cuales encabezaba un grupo de diez a cien recuerdos cronológicamente ordenados. Parecía estar revisando un archivo, mantenido en el más minucioso orden. También en el análisis de mi paciente Emmy de N., y, en general, en todo análisis de este orden, aparecen tales «inventarios de recuerdos», que surgen siempre en un orden cronológico tan infaliblemente seguro como la serie de los días de la semana o de los nombres de los meses en el pensamiento del hombre psíquicamente normal y dificultan la labor analítica por su particularidad de invertir en la reproducción el orden de su nacimiento; el suceso más próximo y reciente del inventario emerge primero como «cubierta» del mismo, y el final queda formado por aquella impresión con la cual comenzó realmente la serie.
A esta agrupación de recuerdos de la misma naturaleza en una multiplicidad linealmente estratificada, análoga a la constituida por un paquete de legajos, le he dado el nombre de formación de un tema. Ahora bien: estos temas muestran una segunda ordenación; se hallan concéntricamente estratificados en derredor del nódulo patógeno. No es difícil precisar qué es lo que constituye esta estratificación y conforme al aumento o la disminución de qué magnitud queda establecida la ordenación. Son estratos de la misma resistencia, creciente en dirección al nódulo, y con ello, zonas de la misma modificación de la consciencia, a las cuales se extienden los demás temas dados. Los estratos periféricos contienen de los diversos temas aquellos recuerdos (o inventarios de recuerdos) que el sujeto evoca con facilidad, habiendo sido siempre conscientes. Luego, cuanto más profundizamos, más difícil se hace al sujeto reconocer los recuerdos emergentes, hasta tropezar, ya cerca del nódulo, con recuerdos que el enfermo niega aun al reproducirlos.
Esta estratificación concéntrica del material psíquico-patógeno es, como más tarde veremos, la que presta al curso de nuestros análisis rasgos característicos. Hemos de mencionar todavía una tercera clase de ordenación, que es la esencial y aquella sobre la cual resulta más difícil hablar en términos generales. Es ésta la ordenación conforme al contenido ideológico, el enlace por medio de los hilos lógicos que llegan hasta el nódulo; enlace al que en cada caso puede corresponder un camino especial, irregular y con múltiples cambios de dirección. Esta ordenación posee un carácter dinámico, en contraposición del morfológico de las otras dos estratificaciones antes mencionadas. En un esquema espacial habrían de representarse estas últimas por líneas rectas o curvas, y, en cambio, la representación del enlace lógico formaría una línea quebrada de complicadísimo trazado, que yendo y viniendo desde la periferia a las capas más profundas y desde éstas a la periferia, fuera, sin embargo, aproximándose cada vez más al nódulo, tocando antes en todas las estaciones. Sería, pues, una línea en zigzag, análoga a la que trazamos sobre el tablero de ajedrez en la solución de los problemas denominados «saltos de caballo». O más exactamente aún: el enlace lógico constituiría un sistema de líneas convergentes y presentaría focos en los que irían a reunirse dos o más hilos, que a partir de ellos continuarían unidos, desembocando en el nódulo varios hilos independientes unos de otros o unidos por caminos laterales. Resulta así el hecho singular de que cada síntoma aparece con gran frecuencia múltiplemente determinado o sobredeterminado.
Esta tentativa de esquematizar la organización del material psíquico-patógeno quedará completada introduciendo en ella una nueva complicación. Puede, en efecto, suceder que el material patógeno presente más de un nódulo; por ejemplo, cuando nos vemos en el caso de analizar un segundo acceso histérico, que poseyendo su etiología propia se halla, sin embargo, enlazado a un primer ataque de histeria aguda dominado años atrás. No es difícil imaginar qué estratos y procesos mentales han de agregarse en estos casos para establecer un enlace entre los dos nódulos patógenos.
A este cuadro de la organización del material patógeno añadiremos aún otra observación. Hemos dicho que este material se comporta como un cuerpo extraño y que la terapia equivaldría a la extracción de un tal cuerpo extraño de los tejidos vivos. Ahora podemos ya ver cuál es el defecto de esta comparación. Un cuerpo extraño no entra en conexión ninguna con las capas de tejidos que lo rodean, aunque los modifica y les impone una inflamación reactiva. En cambio, nuestro grupo psíquico-patógeno no se deja extraer limpiamente del yo. Sus capas exteriores pasan a constituir partes del yo normal, y en realidad, pertenecen a este último tanto como a la organización patógena. El límite entre ambos se sitúa en el análisis convencionalmente, tan pronto en un lugar como en otro, habiendo puntos en los que resulta imposible de precisar. Las capas interiores se separarán del yo cada vez más, sin que se haga visible el límite de lo patógeno. La organización patógena no se conduce, pues, realmente como un cuerpo extraño, sino más bien como un infiltrado. El agente infiltrante sería en esta comparación la resistencia. La terapia no consiste tampoco en extirpar algo -operación que aún no puede realizar la psicoterapia-, sino en fundir la resistencia y abrir así a la circulación el camino hacia un sector que hasta entonces le estaba vedado.
(Me sirvo aquí de una serie de comparaciones incompatibles entre sí y que no presentan sino una limitada analogía con el tema tratado. Pero dándome perfecta cuenta de ello, estoy muy lejos de engañarme sobre su valor. Ahora bien: mi intención es más que la de presentar claramente, desde diversos puntos de vista, una cuestión nueva, nunca expuesta hasta ahora, y por este motivo me habré de permitir la libertad de continuar en páginas posteriores tales comparaciones, a pesar de su reconocida imperfección.)
Si una vez resuelto el caso pudiéramos mostrar el material patógeno en su descubierta organización complicadísima y de varias dimensiones a un tercero, nos plantearía éste, seguramente, la interrogación de cómo un tan amplio producto ha podido hallar cabida en la consciencia de cuya «angostura» se habla tan justificadamente. Este término de la «angostura de la consciencia» adquiere sentido y nueva vida a los ojos del médico que practica tal análisis. Nunca penetra en la consciencia del yo sino un solo recuerdo. El enfermo que se halla ocupado en la elaboración del mismo no ve nada de lo que detrás de él se agolpa y olvida lo que ya ha penetrado con anterioridad. Cuando el vencimiento de este recuerdo patógeno tropieza con dificultades (por ejemplo, cuando el enfermo mantiene su resistencia contra él y quiere reprimirlo y mutilarlo), queda interceptado el paso e interrumpida la labor. Nada nuevo puede emerger mientras dura esta situación, y el recuerdo en vías de penetración permanece ante el enfermo hasta que el mismo lo acoge en el área de su yo. Toda la amplia masa que forma el material patógeno tiene así que ir filtrándose a través de este desfiladero, llegando, por tanto, en fragmentos a la consciencia. De este modo, el terapeuta se ve obligado a reconstituir luego con estos fragmentos la organización sospechada, labor comparable a la de formar un puzzle.
Al comenzar un análisis en el que esperamos hallar tal organización del material patógeno, deberemos tener en cuenta que es totalmente inútil penetrar directamente en el nódulo de la organización patógena. Aunque llegáramos a adivinarla, no sabría el enfermo qué hacer con la explicación que le proporcionásemos, ni produciría en él tal explicación modificación psíquica alguna.
No hay, pues, más remedio que limitarse en un principio a la periferia del producto psíquico-patógeno. Comenzamos, pues, por dejar relatar al enfermo todo lo que sabe y recuerda, orientando su atención y venciendo, por medio del procedimiento de la presión, las ligeras resistencias que puedan presentarse. Siempre que este procedimiento abre un nuevo camino, podemos esperar que el enfermo avance por él algún trecho sin nueva resistencia.
Una vez que hemos laborado en esta forma durante algún tiempo, surge por lo general en el paciente una fuerza colaboradora. Evoca, en efecto, multitud de reminiscencias sin necesidad de interrogatorio por nuestra parte. Esto quiere decir que nos hemos abierto camino hasta una capa interior, dentro de la cual dispone ahora espontáneamente el sujeto de todo el material de igual resistencia. Durante algún tiempo deberemos entonces dejarle evocar sus recuerdos sin influir sobre él. No podrá, ciertamente, descubrir así enlaces importantes, y los elementos que vaya reproduciendo parecerán muchas veces incoherentes, pero nos proporcionarán el material al que más tarde dará coherencia el descubrimiento de la conexión lógica.
Hemos de guardarnos, en general, de dos cosas. Si coartamos al enfermo en la reproducción de las ocurrencias emergentes, puede quedar «enterrado» algo que luego ha de costarnos trabajo extraer a luz. Por otro lado, tampoco hemos de confiar demasiado en su «inteligencia» inconsciente, abandonándole la dirección del análisis. Esquematizando nuestra forma de laborar, podríamos, quizá, decir que tomamos a nuestro cargo la penetración en los estratos interiores, la penetración en dirección radial, y dejamos al enfermo la labor periférica.
La penetración se lleva a cabo venciendo la resistencia en la forma antes indicada. Sin embargo, hemos de realizar aún previamente una labor distinta. Tenemos, en efecto, que hacernos con una parte del hilo lógico, sin cuya guía no podemos abrigar esperanza alguna de penetrar en el interior. No debemos tampoco confiar en que las libres manifestaciones del enfermo, o sea, el material correspondiente a los estratos más superficiales, revelen al analista el lugar del que parte el camino hacia el interior; esto es, cuál es el punto al que vienen a enlazarse los procesos mentales buscados. Por el contrario, queda este extremo cuidadosamente encubierto. La exposición del enfermo parece completa y segura sin conexiones ni apoyos de ningún género. Al principio nos encontramos ante ella como ante un muro que tapa por completo la vista y no deja sospechar lo que al otro lado pueda haber.
Pero cuando consideramos críticamente la exposición que sin gran trabajo ni considerable resistencia hemos obtenido del enfermo, descubrimos siempre en ella lagunas y defectos. En unos puntos aparece visiblemente interrumpido el curso lógico y disimulada la solución de continuidad con un remiendo cualquiera; en otros, tropezamos con un motivo que no hubiera sido tal para un hombre normal. El enfermo no quiere reconocer estas lagunas cuando le llamamos la atención sobre ellas. Pero el médico obrará con acierto buscando detrás de estos puntos débiles el acceso a los estratos más profundos y esperando hallar aquí precisamente los hilos del enlace lógico. Así, pues, decimos al enfermo: «Se equivoca usted; eso no puede tener relación ninguna con lo demás de su relato. Tenemos que tropezar con algo distinto que va a ocurrírsele a usted ahora bajo la presión de mi mano.»
Podemos, en efecto, exigir a los procesos mentales de un histérico, aunque se extienda hasta lo inconsciente, iguales concatenación lógica y motivación suficiente que a los de un hombre normal. La neurosis carece de poder bastante para debilitar estas relaciones. Si las concatenaciones de ideas del neurótico, y especialmente del histérico, nos dan una impresión diferente, y si en estos casos parece imposible explicar, por condiciones únicamente psicológicas, la relación de las intensidades de las diversas representaciones, ello no es sino una apariencia, debida, como ya indicamos, a la existencia de motivos inconscientes ocultos. Así, pues, siempre que tropezamos con una solución de continuidad en la coherencia o una motivación insuficiente, habremos de suponer existentes tales motivos.
Naturalmente, hemos de mantenernos libres, durante esta labor, del prejuicio teórico de que nos las habemos con cerebros anormales de degenerados y desequilibrados, a los que fuese propia, como estigma, la libertad de infringir las leyes psicológicas generales de la asociación de ideas, pudiendo crecer en ellas extraordinariamente y sin motivo de intensidad de una representación cualquiera y permanecer otra inextinguible sin razón psicológica que lo justifique. La experiencia muestra que en la histeria sucede todo lo contrario: una vez descubiertos y tomados en cuenta los motivos -que muchas veces han permanecido inconscientes-, no presenta la asociación de ideas histéricas nada enigmático ni contrario a las reglas.
De este modo, o sea, descubriendo las lagunas de la primera exposición del enfermo, disimuladas a veces por «falsos enlaces», nos apoderamos de una parte del hilo lógico en la periferia, y desde ella nos vamos abriendo luego camino hacia el interior.
Sin embargo, sólo muy raras veces conseguimos penetrar hasta los estratos más profundos guiados por el mismo hilo lógico. La mayor parte de las veces queda interrumpido en el camino, no proporcionándonos ya el procedimiento de la presión resultado ninguno, o proporcionándonos resultados que rehúyen toda aclaración y continuación. En estos casos aprendemos pronto a no incurrir en error y a descubrir en la fisonomía del enfermo si realmente hemos llegado a agotar el tema, si nos hallamos ante un caso que no precisa de aclaración psíquica, o si se trata de una extraordinaria resistencia que nos impone un alto en nuestra labor. Tratándose de esto último, y cuando no logramos vencer en breve plazo tal resistencia, podemos pensar que hemos perseguido el hilo hasta un estrato por ahora impenetrable. Deberemos, pues, abandonarlo y seguir otro, que podrá igualmente no llevarnos sino hasta el mismo estrato, y una vez que hemos perseguido todos los hilos conducentes a él, hallando así el punto de convergencia, del que no pudimos pasar siguiendo un hilo aislado, podemos disponernos a atacar de nuevo la resistencia.
No es difícil darse cuenta de lo complicada que puede llegar a ser tal labor. Penetramos, venciendo constantes resistencias, en los estratos interiores; adquirimos conocimiento de los temas acumulados en estos estratos y de los hilos que los atraviesan; probamos hasta dónde podemos penetrar con los medios de los que por el momento disponemos y los datos adquiridos; nos procuramos, por medio del procedimiento de la presión, las primeras noticias del contenido de las capas inmediatas abandonamos y recogemos los hilos lógicos, los perseguimos hasta los puntos de convergencia, volvemos constantemente atrás y entramos, persiguiendo los «inventarios de recuerdos», en caminos laterales, que afluyen luego a los directos. Por último, avanzamos así hasta un punto en el que podemos abandonar la labor por capas sucesivas y penetrar por un camino principal directo hasta el nódulo de la organización patógena. Con esto queda ganada la batalla, pero no terminada. Tenemos aún que perseguir los hilos restantes y agotar el material. Mas el enfermo nos auxilia ya enérgicamente, habiendo quedado ya rota, por lo general, su resistencia.
En estos estados avanzados de la labor analítica es conveniente adivinar la conexión buscada y comunicársela al enfermo antes que el mismo análisis la descubra. Si acertamos, apresuraremos el curso del análisis, y si nuestra hipótesis es errónea, nos auxiliará de todos modos, obligando al enfermo a tomar partido y arrancándole energías negativas, que delatarán un mejor conocimiento.
De este modo observamos con asombro que no nos es dado imponer nada al enfermo con respecto a las cosas que aparentemente ignora ni influir sobre los resultados del análisis orientando su expectación. No hemos comprobado jamás que nuestra anticipación modificara o falsease la reproducción de los recuerdos ni la conexión de los sucesos circunstancia que se habría manifestado en alguna contradicción. Cuando algo de lo anticipado surge, efectivamente, luego queda siempre testimoniada su exactitud por múltiples reminiscencias insospechables. Así, pues, no hay temor alguno de que las manifestaciones que hagamos al enfermo puedan perturbar los resultados del análisis.
Otra observación que siempre podemos comprobar se refiere a las reproducciones espontáneas del enfermo. Podemos afirmar que durante el análisis no surge una sola reminiscencia carente de significación. En ningún caso vienen a mezclarse imágenes mnémicas impertinentes, asociadas en una forma cualquiera a las importantes. No debe pues, admitirse una excepción de esta regla para aquellos recuerdos que, siendo nimios en sí, constituyen, sin embargo, elementos intermedios indispensables, pues forman el puente por el que pasa la asociación entre los recuerdos importantes. El tiempo que un recuerdo permanece en el desfiladero de acceso a la consciencia del enfermo es, como ya dijimos, directamente proporcional a su importancia. Una imagen que se resiste a desaparecer es que necesita ser considerada por más tiempo; un pensamiento que permanece fijo es que demanda ser continuado. Pero una vez agotada una reminiscencia o traducida una imagen en palabras, jamás emergen por segunda vez. Cuando esto sucede, habremos de esperar; con toda seguridad, que la segunda vez se enlazarán a la imagen nuevas ideas -o a la ocurrencia nuevas deducciones-; esto es, que no ha tenido efecto un agotamiento completo. En cambio, observamos con gran frecuencia, sin que ello contradiga las afirmaciones que preceden, un retorno de la misma reminiscencia o imagen con intensidades diferentes, emergiendo, primero, como simple indicación, y luego, con toda claridad.
Cuando entre los fines del análisis figura el de suprimir un síntoma susceptible de intensificación o retorno (dolores, vómitos, contracturas, etc.), observamos durante la labor analítica el interesantísimo fenómeno de la intervención de dicho síntoma. Este aparece de nuevo o se intensifica cada vez que entramos en aquella región de la organización patógena que contiene su etiología y acompaña así la labor analítica con oscilaciones características muy instructivas para el médico. La intensidad del síntoma (por ejemplo, de las náuseas) va creciendo conforme vamos penetrando más profundamente en los recuerdos patógenos correspondientes, alcanza su grado máximo inmediatamente antes de dar el enfermo expresión verbal a dichos recuerdos y disminuye luego de repente o desaparece por algún tiempo. Cuando el enfermo dilata mucho la expresión verbal de los recuerdos patógenos, oponiendo una enérgica resistencia, se hace intolerable la tensión de la sensación -en nuestro caso de las náuseas-, y si no logramos forzarle por fin a la reproducción verbal deseada, aparecerán incoerciblemente los vómitos. Recibimos así una impresión plástica de que el «vómito» sustituye a una acción psíquica, como lo afirma la teoría de la conversión.
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