XX PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA 1900-1901 [1901]
VIII. -TORPEZAS O ACTOS DE TÉRMINO ERRÓNEO
De la obra de Meringer y Mayer, anteriormente citada, transcribo aún las siguientes líneas (1895, página 98):
«Las equivocaciones orales no son algo que se manifieste aislado dentro de su género, sino que va unido a los demás errores que los hombres cometen con frecuencia en sus diversas actividades, errores a los que solemos dar un tanto arbitrariamente el nombre de distracciones.»
Así, pues, no soy yo el primero que sospecha la existencia de un sentido y una intención detrás de las pequeñas perturbaciones funcionales de la vida cotidiana de los individuos sanos.
Si las equivocaciones en el discurso, el cual es, sin duda alguna, una función motora, admiten una concepción como la que hemos expuesto, es de esperar que ésta pueda aplicarse a nuestras demás funciones motoras. He formado en este punto dos grupos. Todos los casos en los cuales el efecto fallido, esto es, el extravío de la intención, parece ser lo principal los designo con el nombre de actos de término erróneo (Vergreifen), y los otros, en los que la acción total aparece inadecuada a su fin, los denomino actos sintomáticos y casuales (Symptom und Zufallshandlungen). Pero entre ambos géneros no puede trazarse un límite preciso, y debo hacer constar que todas las clasificaciones y divisiones usadas en el presente libro no tienen más que una significación puramente descriptiva y en el fondo contradicen la unidad interior de su campo de manifestación.
La inclusión de los actos de término erróneo entre las manifestaciones de la «ataxia», o, especialmente, de la «ataxia cortical», no nos facilita en manera alguna su comprensión psicológica. Mejor es intentar reducir los ejemplos individuales a sus propias determinantes. Para ello utilizaré también observaciones personales, aunque en mí mismo no he hallado sino muy escasas ocasiones de verificarlas.
(a) Años atrás, cuando hacía más visitas profesionales que en la actualidad, me sucedió muchas veces que al llegar ante la puerta de una casa, en vez de tocar el timbre o golpear con el llamador, sacaba del bolsillo el llavero de mi propio domicilio para, como es natural, volver en seguida a guardarlo un tanto avergonzado. Fijándome en qué casas me ocurría esto, tuve que admitir que mi error de sacar mi llavero en vez de llamar significaba un homenaje a la casa ante cuya puerta lo cometía, siendo equivalente al pensamiento: «Aquí estoy como en mi casa», pues sólo me sucedía en los domicilios de aquellos pacientes a los que había tomado cariño. El error inverso, o sea llamar a la puerta de mi propia casa, no me ocurrió jamás.
Por tanto, tal acto fallido era una representación simbólica de un pensamiento definido, pero no aceptado aún conscientemente como serio, dado que el neurólogo sabe siempre muy bien que, en realidad, el enfermo no le conserva unido sino mientras espera de él algún beneficio, y que él mismo no demuestra un interés excesivamente caluroso por sus enfermos más que en razón a la vida psíquica que en la curación pueda esto prestarle.
Numerosas autoobservaciones de otras personas demuestran que la significativa maniobra descrita, con el propio llavero, no es, en ningún modo, una particularidad mía.
A. Maeder relata una repetición casi idéntica de mi experiencia (Contributions à la psychopathologie de la vie quotidienne, en Arch. de Psychol., VI, 1906): «A todos nos ha sucedido sacar nuestro llavero al llegar ante la puerta de un amigo particularmente querido y sorprendernos intentando abrir con nuestra llave, como si estuviéramos en nuestra casa. Esta maniobra supone un retraso -puesto que al fin y al cabo hay que llamar-, pero es una prueba de que al lado del amigo que allí habita nos sentimos -o quisiéramos sentirnos- como en nuestra casa».
De E. Jones (1911, pág. 509) transcribo lo que sigue: «El uso de las llaves es un fértil manantial de incidentes de este género, de los cuales vamos a referir dos ejemplos. Cuando estando en mi casa dedicado a algún trabajo interesante tengo que interrumpirlo para ir al hospital y emprender en él alguna labor rutinaria, me sorprendo con mucha frecuencia intentando abrir la puerta del laboratorio con la llave del despacho de mi domicilio, a pesar de ser completamente diferentes una de otra. Mi error demuestra inconscientemente dónde preferiría hallarme en aquel momento. Hace años ocupaba una posición subordinada en una cierta institución cuya puerta principal se hallaba siempre cerrada y, por tanto, había que llamar al timbre para que le franqueasen a uno la entrada. en varias ocasiones me sorprendí intentando abrir dicha puerta con la llave de mi casa. Cada uno de los médicos permanentes de la institución, cargo al que yo aspiraba, poseía una llave de la referida entrada para evitarse la molestia de esperar a que le abriesen. Mi error expresaba, pues, mi deseo de igualarme a ellos y estar allí como `at home'».
El doctor Hans Sachs, de Viena, relata algo análogo: «Acostumbro llevar siempre conmigo dos llaves, de las cuales corresponde una a la puerta de mi oficina y otra a la de mi casa. Siendo la primera, por lo menos, tres veces mayor que la segunda, no son, desde luego, nada fáciles de confundir, y, además, llevo siempre la una en el bolsillo del pantalón y la otra en el chaleco. A pesar de todo esto, me sucedió con frecuencia el darme cuenta, al llegar ante una de las dos puertas, de que mientras subía la escalera había sacado del bolsillo la llave correspondiente a la otra. Decidí hacer un experimento estadístico, pues dado que diariamente llegaba ante las dos mismas puertas en un casi idéntico estado emocional, el intercambio de las llaves tenía que demostrar una tendencia regular, aunque psíquicamente estuviera determinado de manera distinta. Observando los casos siguientes, resultó que ante la puerta de la oficina extraía regularmente la llave de mi casa, y sólo una vez se presentó el caso contrario en la siguiente forma: regresaba yo fatigado a mi domicilio, en el cual sabía que me esperaba una persona a la que había invitado. Al llegar a la puerta intenté abrir con la llave de la oficina, que, naturalmente, era demasiado grande para entrar en la cerradura.»
(b) En una casa a la que durante seis años seguidos iba yo dos veces diarias me sucedió dos veces, con un corto intervalo, subir un piso más arriba de aquel al que me dirigía. La primera vez me hallaba perdido en una fantasía ambiciosa que me hacía «elevarme cada día más», y ni siquiera me di cuenta de que la puerta ante la que debía haber esperado se abrió cuando comenzaba yo a subir el tramo que conducía al tercer piso. La segunda vez también fui demasiado lejos, «abstraído en mis pensamientos». Cuando me di cuenta y bajé lo que de más había subido, quise adivinar la fantasía que me había dominado, hallando que en aquellos momentos me irritaba contra una crítica (fantaseada) de mis obras, en la cual se me hacía el reproche de «ir demasiado lejos», reproche que yo sustituía por el no menos respetuoso «de haber trepado demasiado arriba.»
(c) Sobre mi mesa de trabajo yacen juntos hace muchos años un martillo para buscar reflejos y un diapasón. Un día tuve que salir precipitadamente después de la consulta para alcanzar un tren, y a pesar de estar dichos objetos a la plena luz del día, cogí e introduje en el bolsillo de la americana el diapasón en lugar del martillo, que es lo que deseaba llevar conmigo. El peso del diapasón en mi bolsillo fue lo que me hizo notar mi error. Aquel que no esté acostumbrado a reflexionar ante ocurrencias tan pequeñas explicaría o disculparía mi acto erróneo por la precipitación del momento. Yo, sin embargo, preferí preguntarme por qué razón había cogido el diapasón en lugar del martillo. La prisa hubiera podido ser igualmente un motivo de ejecutar el acto con acierto, para no perder tiempo luego teniendo que corregirlo.
La primera pregunta que acudió a mi mente fue: «¿Quién cogió últimamente el diapasón?» El último que lo había cogido había sido, pocos días antes, un niño idiota cuya atención a las impresiones sensoriales estaba yo examinando y al que había fascinado de tal manera el diapasón, que me fue difícil quitárselo luego de las manos. ¿Querría decir esto que soy un idiota? Realmente parecería ser así, pues la primera idea que se asoció a martillo (Hammer) fue Chamer (en hebreo, burro).
Mas ¿por qué tales conceptos insultantes? Sobre este punto había que interrogar la situación del momento. Yo me dirigía entonces a celebrar una consulta en un lugar situado en la línea del ferrocarril del Este, en el que residía un enfermo que, conforme a las informaciones que me habían escrito, se había caído por un balcón meses antes, quedando desde entonces imposibilitado para andar. El médico que me llamaba a consulta me escribía que no sabía si se trataba de una lesión medular o de una neurosis traumática (histeria). Esto era lo que yo tenía que decidir. En el error examinado debía de existir una advertencia sobre la necesidad de mostrarme muy prudente en el espinoso diagnóstico diferencial. Aun así y todo, mis colegas opinan que se diagnostica con ligereza una histeria en casos en que se trata de cosas más graves. Mas todo esto no era suficiente para justificar los insultos. La asociación siguiente fue el recuerdo de que la pequeña estación a que me dirigía era la del mismo lugar en que años antes había visitado a un hombre joven que desde cierto trauma emocional había perdido la facultad de andar. Diagnostiqué una histeria y sometí después al enfermo al tratamiento psíquico, demostrándose posteriormente que si mi diagnóstico no había sido del todo equivocado, tampoco había habido en él un total acierto. Gran cantidad de los síntomas del enfermo habían sido histéricos y desaparecieron con rapidez en el curso del tratamiento, mas detrás de ellos quedaba visible un remanente que permanecería inatacable por la terapia y que pudo ser atribuido a una esclerosis múltiple. Los que tras de mí reconocieron al enfermo pudieron apreciar con facilidad la afección orgánica, pero yo no podía antes haber juzgado ni procedido de otro modo. No obstante, la impresión era la de un grave error, y la promesa que de una completa curación había dado al enfermo era imposible de mantener. El error de coger el diapasón en lugar del martillo podía traducirse en las siguientes palabras: «¡Imbécil! ¡Asno! ¡Ten cuidado esta vez y no vayas a diagnosticar de nuevo una histeria en un caso de enfermedad incurable, como lo hiciste en este mismo lugar, hace años, con aquel pobre hombre!» Para suerte de este pequeño análisis, mas para mi mal humor, dicho individuo, atacado en la actualidad de una grave parálisis espasmódica, había estado dos veces en mi consulta pocos días antes y uno después del niño idiota.
Obsérvese que en este caso es la voz de la autocrítica la que se hace oír por medio del acto de aprehensión errónea. Este es especialmente apto para expresar autorreproches. El error actual intenta representar el que en otro lugar y tiempo cometimos.
(d) Claro es que el coger un objeto por otro o cogerlo mal es un acto erróneo que puede obedecer a toda una serie de oscuros propósitos. He aquí un ejemplo. Raras veces rompo algo. No soy extraordinariamente diestro; pero, dada la integridad anatómica de mis sistemas nervioso y muscular, no hay razones que provoquen en mí movimientos torpes de resultado no deseado. Así, pues, no recuerdo haber roto nunca ningún objeto de los existentes en mi casa. La poca amplitud de mi cuarto de estudio me obliga en ocasiones a trabajar con escasa libertad de movimientos y entre gran cantidad de objetos antiguos de greda y piedra, de los que tengo una pequeña colección. Los que me ven moverme entre tanta cosa me han expresado siempre su temor de que tirase algo al suelo, rompiéndolo, pero esto no ha sucedido nunca. ¿Por qué, pues, tiré un día al suelo y rompí la tapa de mármol de un sencillo tintero que tenía sobre mi mesa?
Dicho tintero estaba constituido por una placa de mármol con un orificio, en el que quedaba metido el recipiente de cristal destinado a la tinta. Este recipiente tenía una tapadera también de mármol con un saliente para cogerla. Detrás del tintero había, colocadas en semicírculo, varias estatuillas de bronce y terracota. Escribiendo sentado y ante la mesa hice con la mano en la que tenía la pluma un movimiento extrañamente torpe y tiré al suelo la tapa del tintero. La explicación de mi torpeza no fue difícil de hallar. Unas horas antes había entrado mi hermana en el cuarto para ver algunas nuevas adquisiciones mías, encontrándolas muy bonitas, diciendo: «Ahora presenta tu mesa de trabajo un aspecto precioso. Lo único que se despega un poco es el tintero. Tienes que poner otro más bonito.» Salí luego del cuarto acompañando a mi hermana y no regresé hasta pasadas algunas horas, siendo entonces cuando llevé a cabo la ejecución del tintero, juzgado ya y condenado. ¿Deduje acaso de las palabras de mi hermana su propósito de regalarme un tintero más bonito en la primera ocasión festiva y me apresuré, por tanto, a romper el otro, antiguo y feo, para forzarla a realizar el propósito que había indicado? Si así fuera, mi movimiento que arrojó al suelo la tapadera no habría sido torpe más que en apariencia, pues en realidad había sido muy hábil, poseyendo completa consciencia de su fin y habiendo sabido respetar, además, todos los valiosos objetos que se hallaban próximos.
Mi opinión es que hay que aceptar esta explicación para toda una serie de movimientos casualmente torpes en apariencia. Es cierto que tales movimientos parecen mostrar algo violento, impulsivo y como espasmodicoatáxico; pero, sometidos a un examen, se demuestran como dominados por una intención y consiguen su fin con una seguridad que no puede atribuirse, en general, a los movimientos voluntarios y conscientes. Ambos caracteres, violencia y seguridad, les son comunes con las manifestaciones motoras de la neurosis histérica y, en parte, con los rendimientos motores del sonambulismo, indicando una misma desconocida modificación del proceso de inervación.
La siguiente autoobservación de la señora Lou Andreas-Salomé nos muestra de un modo convincente cómo una «torpeza» tenazmente repetida sirve con extrema habilidad a intenciones inconfesadas [Ejemplo de 1919]:
«Precisamente en los días de guerra, en los que la leche comenzó a ser materia rara y preciosa, me sucedió, para mi sorpresa y enfado, el dejarla cocer siempre con exceso y salirse, por tanto, del recipiente que la contenía. Aunque de costumbre no suelo comportarme tan descuidada o distraídamente, en esta ocasión fue inútil que tratara de corregirme. Tal conducta me hubiera parecido quizá explicable en los días que siguieron a la muerte de mi querido terrier blanco, al que con igual justificación que a cualquier hombre llamaba yo Drujok (en ruso, `amigo'). Pero en aquellos días y después no volví a dejar salir ni una sola gota de leche al cocerla. Cuando noté esto, mi primer pensamiento fue: `Me alegro, porque ahora la leche vertida no tendría ni siquiera quien la aprovechara', y en el mismo momento recordé que mi `amigo' solía ponerse a mi lado durante la cocción de la leche, vigilando con ansia el resultado, inclinando la cabeza y moviendo la cola lleno de esperanza, con la consoladora seguridad de que había de suceder la maravillosa desgracia. Con esto quedó explicado todo para mí y vi también que quería a mi perro más de lo que yo misma me daba cuenta.»
En los últimos años y desde que vengo reuniendo esta clase de observaciones he vuelto a romper algún objeto de valor; mas el examen de estos casos me ha demostrado que nunca fueron resultados de la casualidad o de una torpeza inintencionada. Así, una mañana, atravesando una habitación al salir del baño, en bata y zapatillas de paja, arrojé pronto una de éstas, con un rápido movimiento del pie y como obedeciendo a un repentino impulso, contra la pared, donde fue a chocar con una pequeña Venus de mármol que había encima de una consola, tirándola al suelo. Mientras veía hacerse pedazos la bella estatuilla cité inconmovible los siguientes versos de Busch: Ach! die Venus ist perdü / Klickeradoms! / von Medici!.
Esta loca acción y mi tranquilidad ante el daño producido tienen su explicación en las circunstancias del momento. Teníamos entonces gravemente enferma a una persona de la familia, de cuya curación había yo desesperado. Aquella misma mañana se recibió la noticia de una notable mejoría, ante la cual recordaba yo haber exclamado: «Aún va a escapar con vida.» Por tanto, mi ataque de furor destructivo había servido de medio de expresión a un sentimiento agradecido al Destino y me había permitido llevar a cabo un acto de sacrificio, como si hubiera prometido que si el enfermo recobraba la salud sacrificaría en acción de gracias tal o cual cosa. El haber escogido la Venus de Médicis como víctima no podía ser más que un galante homenaje a la convaleciente. Lo que de este caso ha permanecido incomprensible para mí ha sido cómo decidí tan rápidamente y apunté con tal precisión que di al objeto deseado sin tocar ninguno de los que junto a él se hallaban.
Otro caso de rotura de un objeto, en el cual me serví de nuevo de la pluma escapada de mi mano, tuvo también la significación de un sacrificio; pero esta vez de ofrenda petitoria para evitar un mal. En esta ocasión me había complacido en hacer un reproche a un fiel y servicial amigo mío, reproche únicamente fundado en la interpretación de algunos signos de su inconsciente. Mi amigo lo tomó a mal y me escribió una carta en la que me rogaba que no sometiese a mis amigos al psicoanálisis. Tuve que confesarme que tenía razón y le aplaqué con mi respuesta. Mientras la estaba escribiendo tenía delante de mí mi última adquisición de coleccionista, una figurita egipcia preciosamente vidriada. La rompí en la forma mencionada y me di cuenta en seguida de que había provocado aquella desgracia en evitación de otra mayor. Por fortuna, ambas cosas -la amistad y la figurita- pudieron componerse con tal perfección que no se notaron las roturas.
Una tercera rotura tuvo menos seria conexión. Fue, para usar el término de Theodor Vischer en Auch Einer, una «ejecución» disfrazada de un objeto que no era ya de mi gusto. Durante algún tiempo había usado un bastón con puño de plata. La delgada lámina de este material que formaba el puño sufrió, sin culpa por mi parte, un desperfecto y fue muy mal reparada. Poco tiempo después, jugando alegremente con uno de mis hijos, me serví del bastón para agarrarle por una pierna con el curvado puño. Al hacerlo se partió, como era de esperar, y me vi libre de él.
La indiferencia con que se acepta en estos casos el daño resultante debe ser considerada como demostración de la existencia de un propósito inconsciente.
Investigando los fundamentos de actos fallidos tan nimios como la rotura de objetos, descubrimos a veces que dichos actos se hallan íntimamente enlazados al pasado del sujeto, apareciendo al mismo tiempo en estrecha conexión con su situación presente. El siguiente análisis de L. Jekels (International Zeitschrift f.Psychoanalyse, I, 1913) es un ejemplo de este género de casos:
«Un médico poseía un jarrón de loza nada valioso, pero sí muy bonito, que en unión de otros muchos objetos, algunos de ellos de alto precio, le había sido regalado por una paciente (casada). Cuando se manifestó claramente que dicha señora padecía una psicosis, el médico devolvió todos aquellos regalos a los allegados de la enferma, conservando tan sólo un modesto jarrón, del que, sin duda por su belleza, no acertó a separarse.
Esta ocultación no dejó, sin embargo, de promover en el médico, hombre muy escrupuloso, una cierta lucha interior. Comprendía la incorrección de su conducta, y para defenderse contra sus remordimientos, se daba a sí mismo la excusa de que el tal jarrón carecía de todo valor material, era difícil de empaquetar para mandarlo a su destino, etc.
Cuando meses después se le discutió el pago de un resto de sus honorarios por la asistencia a dicha paciente y se propuso encargar a un abogado el reclamarlo y hacerlos efectivos por la vía legal, volvió a reprocharse su ocultación. De repente le sobrecogió el miedo de que fuera descubierto por los parientes de la enferma y éstos opusieran por ello una reconvención a su demanda.
En los primeros momentos, sobre todo, fue tan fuerte este miedo que llegó a pensar en renunciar a sus honorarios, de un valor cien veces mayor al del objeto referido. Sin embargo, logró dominar este pensamiento, dándolo de lado como absurdo.
Durante esta situación le sucedió, a pesar de que raras veces rompía algo y de dominar muy bien su sistema muscular, que, estando renovando el agua del jarrón para poner en él unas flores, y por un movimiento no relacionado orgánicamente con dicho acto y extrañamente torpe, lo tiró al suelo, donde se rompió en cinco o seis grandes pedazos. Y esto después de haberse decidido la noche anterior, al cabo de grandes vacilaciones, a colocar precisamente este jarrón lleno de flores en la mesa, ante sus convidados, y después de haber pensado en él poco antes de romperlo, haberlo echado de menos en su cuarto y haberlo traído desde otra habitación por su propia mano.
Después de la primera sorpresa comenzó a recoger del suelo los pedazos, y en el momento en que, viendo que éstos calzaban perfectamente, se dio cuenta de que el jarrón podía reconstruirse sin defecto alguno, volvieron a escapársele de las manos dos de los pedazos más grandes, haciéndose añicos y quedando perdida toda esperanza de reconstitución.
Sin disputa alguna, el acto fallido cometido poseía la tendencia actual de hacer posible al médico la prosecución de su derecho, libertándole de aquello que le retenía y le impedía en cierto modo reclamar lo que le era debido.
Pero, además de esta determinación directa, posee este rendimiento fallido, para todo psicoanalítico, una determinación simbólica más amplia, profunda e importante, pues el jarrón es un indudable símbolo de la mujer.
El héroe de esta historia había perdido de un modo trágico a su joven y bella mujer, a la que amaba ardientemente. Después de su desgracia contrajo una neurosis, cuya nota predominante era creerse culpable de aquélla. («Haber roto un bello jarrón.»)
Asimismo le era imposible entrar en relaciones con ninguna mujer y repugnaba casarse de nuevo o emprender amores duraderos, que en su inconsciente eran valorados como una infidelidad a su difunta mujer; pero que su consciencia racionalizaba, acusándole de atraer la desdicha sobre las mujeres y causarles la muerte, etc. («Siendo así, no podía conservar duraderamente el jarrón.»)
Dada su fuerte libido, no es de extrañar que se presentaran ante él, como las más adecuadas, las relaciones pasajeras con mujeres casadas. (Por ello conservó o retuvo el jarrón a otro perteneciente.)
A consecuencia de su neurosis se sometió a tratamiento psicoanalítico, y los datos siguientes nos proporcionan una preciosa confirmación del simbolismo antes apuntado.
En el curso de la sesión en la que relató la rotura del jarrón «de tierra» volvió a hablar de sus relaciones con las mujeres y expresó que era en ellas de una exigencia casi insensata, exigiendo, por ejemplo, que la amada fuera de una «beIleza extraterrena». Esto constituye una clara acentuación de que aún se hallaba ligado a su mujer (muerta; esto es, extraterrena) y que no quería saber nada de «bellezas terrenales». De aquí la rotura del jarrón «de tierra».
Precisamente por los días en los que, según demostró el análisis, forjaba la fantasía de pedir en matrimonio a la hija de su médico regaló a éste un jarrón, indicando así cuál era la correspondencia que deseaba.
A priori se dejó cambiar de varias maneras la significación simbólica del acto erróneo; por ejemplo, no querer llenar el vaso, etc. Mas lo que me parece interesante es la consideración de que la existencia de varios, por lo menos de dos motivos actuales, desde lo preconsciente a lo inconsciente y probablemente separados, se refleje en la duplicación de acto erróneo: tirar al suelo el jarrón y luego los pedazos.»
(e) El dejar caer algún objeto, tirarlo o romperlo parece ser utilizado con gran frecuencia para la expresión de series de pensamientos inconscientes, cosa que se puede demostrar por medio del análisis, pero que también podría adivinarse casi siempre por las interpretaciones que a tales accidentes da, por burla o por superstición, el sentido popular. Conocida es la interpretación que se da a los actos de derramar la sal o el vino o de que un cuchillo que caiga al suelo quede clavado de punta en él, etc. Más adelante expondré el derecho que a ser tomadas en consideración tienen tales interpretaciones supersticiosas. Por ahora sólo haré observar que tales torpezas no tienen, de ningún modo, un sentido constante, sino que, según las circunstancias, se ofrecen como medio de representaciones de intenciones en absoluto indiferentes.
Hace poco hubo en mi casa una temporada durante la cual se rompió en ella una extraordinaria cantidad de objetos de cristal y porcelana. Yo mismo contribuí a tal destrozo repetidas veces. Esta pequeña epidemia psíquica fue fácil de explicar. Eran aquéllos los días que precedieron al matrimonio de mi hija mayor. En tales fiestas se suele romper intencionadamente un utensilio, haciendo al mismo tiempo un voto de felicidad. Esta costumbre debe significar un sacrificio y expresar algún otro sentido simbólico.
Cuando los criados destruyen objetos frágiles dejándolos caer al suelo, nadie suele pensar, ante todo, en una explicación psicológica de ello, y, sin embargo, no es improbable la existencia de oscuros motivos que coadyuvan a tales actos. Nada más lejano a las personas ineducadas que la apreciación del arte y de las obras de arte. Una sorda hostilidad contra estos productos domina a nuestros criados, sobre todo cuando tales objetos, cuyo valor no aprecian, constituyen un motivo de trabajo para ellos. En cambio, personas de igual origen que se hallan empleadas en alguna institución científica se distinguen por la gran destreza y seguridad con que manejan los más delicados objetos en cuanto comienzan a identificarse con sus amos y a contarse entre el personal esencial del establecimiento.
Incluso aquí la comunicación de un joven técnico, que nos permite penetrar en el mecanismo del desperfecto de objetos [Ejemplo de 1912]:
«Hace algún tiempo trabajaba con varios colegas en el laboratorio de la Escuela Superior, en una serie de complicados experimentos de elasticidad, labor emprendida voluntariamente, pero que comenzaba a ocuparnos más tiempo de lo que hubiésemos deseado. Yendo un día hacia el laboratorio en compañía de mi colega el señor F., expresó éste lo desagradable que era para él verse obligado a perder aquel día tanto tiempo, pues tenía mucho trabajo en su casa. Yo asentí a sus palabras y añadí, medio en broma, aludiendo a un incidente de la pasada semana: `Por fortuna, es de esperar que la máquina falle otra vez y tengamos que interrumpir el experimento. Así podremos marcharnos pronto.'
En la distribución del trabajo tocó a F. regular la válvula de la prensa; esto es, iría abriendo con prudencia para dejar pasar poco a poco el líquido presionador desde los acumuladores al cilindro de la prensa hidráulica. El director del experimento se hallaba observando el manómetro, y cuando éste marcó la presión deseada, gritó: `¡Alto!' Al oír esta voz de mando cogió F. la válvula y le dio vuelta con toda su fuerza hacia la izquierda. (Todas las válvulas, sin excepción, se cierran hacia la derecha.) Esta falsa maniobra hizo que la presión del acumulador actuara de golpe sobre la prensa, cosa para la cual no estaba preparada la tubería, y que hizo estallar una unión de ésta, accidente nada grave para la máquina, pero que nos obligó a abandonar el trabajo por aquel día y regresar a nuestras casas.
Aparte de esto, es muy característico el hecho de que algún tiempo después, hablando de este incidente, no pudo F. recordar las palabras que le dije al dirigirnos juntos al laboratorio, palabras que yo recordaba con toda seguridad.»
Caerse, tropezar o resbalar son actos que no deben ser interpretados siempre como una falla puramente casual de una función motora. El doble sentido lingüístico de estas expresiones indica ya las ocultas fantasías que puede hallar una representación en tales perturbaciones del equilibrio corporal. Recuerdo gran número de ligeras enfermedades nerviosas surgidas en sujetos femeninos después de una caída en la que no sufrieron herida alguna y diagnosticadas como histerias traumáticas subsiguientes al susto. Ya estos casos me dieron la impresión de que la relación de causa a efecto era distinta de la que se suponía y de que la caída era un anuncio de la neurosis y una expresión de las fantasías inconscientes de contenido sexual de la misma, fantasías que deben considerarse como fuerzas actuantes detrás de los síntomas. ¿Acaso no expresa esta misma idea el proverbio que dice: «Cuando una muchacha cae, cae siempre de espaldas»?
Entre los actos de término erróneo puede incluirse el de dar a un mendigo una moneda de oro por una de cobre o de plata. La explicación de tales errores es muy sencilla. Son actos de sacrificio destinados a apaciguar al Destino, desviar una desgracia, etc. Si antes de salir a paseo se ha oído hablar a una madre o parienta amorosa de su preocupación por la salud de un hijo o allegado, y luego se las ve proceder con la involuntaria generosidad citada, no se podrá dudar del sentido del aparentemente indeseado incidente. De esta manera, nuestros actos erróneos hacen posible el ejercicio de aquellas piadosas y supersticiosas costumbres, que a causa de la resistencia de nuestra razón, que se ha hecho descreída, tienen que rehuir la luz
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