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ENCARNACIÓN

¿Dices que no es un nombre bello? Lo es tanto como lo fue Dios al decidir fundirse con el Hombre; que ese supremo acto de generosidad recordamos cuando nombramos la Encarnación. Es un nombre que llevan con orgullo aún muchas mujeres, aunque se elige hoy mucho menos, debido a que la nueva cultura televisiva inspira otros nombres más livianos. 

El más grave traspié que dio la especie humana, su acto fundacional sin duda, fue escindirse en carne y espíritu, en Hombre y Dios. El espíritu, la fuerza, la voluntad de la especie decidió tener vida propia, independiente, convirtiendo así en “carne” la mayor parte de sí misma, a la que despojó de toda facultad y de toda belleza espiritual, para así disponer de ella como disponía de las otras especies: como carne. 

A partir de ahí el Espíritu, la voluntad, la fuerza de la especie creció de forma independiente, hasta alcanzar la categoría de Dios; entretanto la carne crecía también y se multiplicaba y se arrastraba por toda la faz de la tierra. Hasta que llegó la plenitud de los tiempos, cuando el Espíritu, humano al fin y al cabo, decidió fundirse de nuevo con la carne, excesivamente humana, haciéndose él mismo carne para divinizarla. Desde entonces el cuerpo y la sangre del Dios hecho Hombre suplantó en el altar de los sacrificios el cuerpo y la sangre del hombre. Mucho misterio junto para que quepa en tan pocas palabras: pero ahí está encerrada toda la vida de la humanidad: es el lamentable proceso de descarnamiento del Espíritu, al que la antropología llama humanización, y el glorioso retorno a la reencarnación del Espíritu, al que el cristianismo llama divinización del Hombre.  

He ahí a qué llamamos Encarnación en el plano de las ideas: profundo misterio en que se funde de nuevo con el Hombre el Dios que se había escindido de él. Y ambos, Dios y Hombre, apuraron en ese irse de sí mismos y retornar a sí mismos el cáliz amargo de la infelicidad. En el plano del mito para unos, y de la historia religiosa para otros, la Encarnación se produce cuando el ángel Gabriel anuncia a María, que en aquel momento es todavía la esclava del Señor, que Dios ha decidido tomar en ella carne humana, hacerse hombre. La onomástica la celebran las que llevan este inconmensurable nombre, el día 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, justo nueve meses antes de la Natividad. El Espíritu Santo cubrió a María, dice el Evangelio, y de él concibió. Vuelven a unirse la carne, nunca antes tan sublimada, y el Espíritu. Esa es la Encarnación.  

Felices los tiempos en que las gentes vivían apasionadas por los grandes misterios en que hundía la vida sus cimientos; y los padres y padrinos gustaban de recordarlos y ensalzarlos en los nombres de sus hijas: Inmaculada, Dolores, Asunción, Natividad, Encarnación, Montserrat, Guadalupe… son el recuerdo de lo más querido y admirado. No pueden quejarse de la insignificancia de sus nombres las que así se llaman, porque llevan en sus nombres el inmenso caudal del misterio y la tradición sobre los que se edificaron nuestras vidas. Si para andar por casa te haces llamar sólo Encarna, en los momentos solemnes de la vida hazte llamar Encarnación, que no hay ni puede haber en el mundo nombre más grande. ¡Felicidades!