Si el hombre quiere comportarse libre de toda represión interna o externa, es decir si
quiere dejarse llevar por sus instintos, su conducta resulta nefasta. No importa
que se trate de satisfacer instintos de alimentación, de dominación o de reproducción.
Los resultados son siempre catastróficos. Esto se debe a que la opresión, la represión
o simplemente la presión, sea en el sentido que sea (no olvidemos la depresión) altera
profundamente cualquier naturaleza.
Lo mismo que ocurre con los líquidos o los gases, que si se encierran en una caldera
herméticamente y mediante el calentamiento se les va aumentando continuamente la
presión, acaban convirtiéndose en bombas; ocurre otro tanto con las conductas: si en vez
de dejarlas desarrollarse en plena libertad se las somete a presión, los daños que puede
ocasionar su estallido son incalculables, y son la más perfecta justificación del statu
quo represivo. Esto no ocurre sólo con la especie humana. Nada tiene que ver la
conducta de los animales en libertad, con la que mantienen en cautiverio. Particularmente
en las especies más sensibles a la falta de libertad, se alteran de forma muy notoria las
conductas sociales, alimentarias y sexuales. Todo el mundo sabe que es el perro atado el
más peligroso, y que cuando se le suelta sigue siendo temible, hasta que aprende a vivir
en libertad. No nos podemos guiar por nuestros instintos. La cautividad los ha
desnaturalizado.
En el mundo de los animales irracionales, es decir los no sometidos a ración ni a
trabajo, no existe la represión. La conducta la imponen la necesidad, administrada por
los instintos, y la posibilidad o imposibilidad física de satisfacerla. No existen para
ellos el bien ni el mal, sino el placer o el dolor. De la misma manera que dejan de comer
por falta de comida o por falta de hambre, pero no por razones de cálculo o de
conciencia, así también dejan de practicar el sexo por impedimento físico, nunca por
impedimento moral. No hay represión. No hay ni obligaciones ni prohibiciones. Hay
inclinaciones, que pueden ser satisfechas o no por razones siempre físicas. Lo que para
nosotros es el código moral o el código penal, para los animales libres es el código
genético combinado con la situación.
La especie humana, por razones de supervivencia, se ha sometido a una severa represión
sexual. La voluntad de ser más y de durar más, nos ha conducido a un determinado código
de conducta sexual-social (últimamente se está invirtiendo el sentido de la marcha). Y
sin ningún tipo de consideración estamos imponiendo los mismos sistemas de vida y
conducta sexual a los animales que nos sirven para alimentarnos y a los de compañía. Sin
la menor sensibilidad y sin miramiento alguno. Si nos conviene encerrar a una coneja con
un conejo, así lo hacemos. Y si a la coneja le va bien o no, no es asunto nuestro. Si una
vaca se muere sin saber lo que es ser montada por un toro, tampoco hay por qué
preocuparse. Si ha de andar uno con tantos miramientos, resultará que no podremos ni
comer. ¿Y qué hay de los animales de compañía, nuestros supuestos amigos?