CAMPO

La palabra latina campus de la que deriva la española campo tiene los mismos significados que ésta: es una llanura que lo mismo sirve para cultivar como para hacer la guerra. Lo singular de esta palabra es que haya sido arrastrada con fuerza al campo militar. Para dos derivados que tiene relacionados con la agricultura (campesino y campiña), tiene casi una docena relacionados con la guerra: campamento, acampar, campeador, campeón, campeonato, campear, escampar, campaña, edecán (del fr., oficial auxiliar de un militar de grado superior), más todas las expresiones en que se usa campo con valor militar: campo de batalla, ayuda de campo, levantar el campo... Y un detalle más: ha saltado al alemán en kamp, que en principio significa cercado o coto, del que derivan kampf (lucha), kämpe (campeón), këmpfen (luchar), kämpfer (luchador). Si tenemos en cuenta que el latín tiene una palabra en exclusiva para el campo de cultivo (agrum) que nosotros no tenemos, veremos que desde la perspectiva léxica, la ocupación militar de los campos destinados a la agricultura, ha sido aplastante. Como forma superculta se usa agro en vez de campo, y sus derivados agricultor en vez de campesino (que, mira por dónde, tiene un cierto aire despectivo, junto con la expresión "ser de campo"), agrimensor, agrónomo...

Está bien claro, visto desde el léxico, que la guerra se ha adueñado del campo, y para nada bueno. Cuando eran las que llamamos guerras convencionales, era el destrozo de los campos por mucho tiempo. Recordemos lo que se decía del caballo de Atila, que por donde pasaba no volvía a crecer la hierba. No era sólo el caballo, era toda la hueste. Recordemos la táctica militar que se llama de tierra quemada, expresiva a más no poder. Recordemos la práctica de sembrar de sal los campos para que no se pudieran volver a cultivar. Recordemos los campos de minas, otra de las lindezas de la guerra. Recordemos la exfoliación de los bosques de Vietnam para que no pudieran esconderse en ellos los vietnamitas; recordemos Hiroshima y Nagasaki y la infinidad de pruebas nucleares. Recordemos las armas químicas, que lo mismo te envenenan el aire que el agua que los alimentos. Y por mucho que recordemos, nos dejaremos montones de horrores ecológicos de la guerra.

Pero no es sólo recordar. Ahora nos toca contemplar con sosiego, sin mudar el semblante mientras comemos o cenamos (estamos tan hechos a todo, que ni nos quitará el apetito ni nos cortará la digestión), además de los indecibles horrores humanos de la guerra, el constante y profundo desastre ecológico. ¡Fuego! Es la orden suprema de la guerra tanto para los buenos como para los malos. En la guerra es cuestión de pegarle fuego a todo lo que pueda incendiarse. Cuanto más, mejor. Y si son grandes depósitos de petróleo hoy y grandes petroleros mañana, no importa; la atmósfera puede tragar lo que le echen, y el mar también. Son insignificantes daños colaterales, con los que no debemos inquietar a los heroicos combatientes. Vendrán más, pero también lo asumiremos. La guerra es la guerra.

Mariano Arnal

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