LAS COSAS Y SUS NOMBRES NOMINA RERUM Mariano Arnal |
Los romanos formaron y usaron ya esta palabra. Commúnitas communitatis era para ellos no sólo la comunidad, sino también la virtud por la que se inclinan las personas a vivir juntas: el instinto social, el espíritu de sociedad, la sociabilidad, la bondad, la afabilidad. Nuestra lengua, al heredar la palabra se desprendió de estos otros significados tan abstractos y tan nobles. Pero no es esto sólo lo que nos dejamos por el camino. La imposición de esta palabra desde arriba para crear un nuevo modelo de división territorial, la “comunidad autónoma” (ésa es la madre del cordero), acabó de desvirtuar una palabra que rebosaba virtud. En latín y hasta
hace cuatro días en español fue un nombre colectivo
(designa conjuntamente a todos los miembros de la colectividad y a ésta
como tal); y es además abstracto: lo que hace a una comunidad
no es la simple acumulación de individuos (que eso convertiría el
nombre en concreto), sino las virtudes y las sutiles reglas de asociación
por que se rigen quienes la forman. Por eso no es poco
quebranto haber mudado su categoría gramatical haciendo que de nombre
colectivo haya pasado a individual, y de abstracto a concreto. Y así
hemos conseguido que salga el sol, que llueva o que haga temporal en
tal o cual comunidad; o que
choquen trenes, o lleguen las cigüeñas o se cultiven lechugas en tal
otra comunidad. Lo lamentable es que hayamos transferido al continente
(la tierra) el nombre que corresponde al contenido (los habitantes),
dejando a estos últimos en el anonimato, como si constituyesen una
parte tan insignificante del conjunto, que no necesitase ser
expresamente nombrada. El nombre de la comunidad, que corresponde a sus habitantes y a las reglas de
convivencia por que se rigen, se lo hemos pasado al territorio. Eso es
lo que nos ha pasado con las “Comunidades Autónomas”. Y eso es tanto más
penoso (y grotesco) cuanto que se trata de una palabra hecha a la medida
de los habitantes y
exclusivamente para ellos, de manera que hasta parece imposible que se
pueda violentar de tal modo su uso, que acabe convirtiéndose en el
nombre del hábitat, con
exclusión total de sus habitantes. En efecto, está bien claro que comunidad
es en general una asociación de
personas que tienen intereses comunes. Así las comunidades de
regantes, las de propietarios, las de vecinos, las comunidades
religiosas, la comunidad cristiana, “la comunidad” sin más. Y en
terminología política se entendió por comunidad originalmente “el vecindario
de una villa realenga representado por un ayuntamiento”. A éstas se
refiere la Guerra de las Comunidades. Y no es baladí que se esté llamando comunidad al territorio. Eso es una aguda manifestación de la enfermedad colectiva del territorialismo, al que sin el menor miramiento se están transfiriendo los atributos y derechos de sus habitantes (adelanto ya que viene de habere, que significa tanto como poseer, que por otra parte no es más que sentarse o asentarse en un lugar para convertirse así en su dueño). Digo que la transferencia al territorio de los derechos de sus habitantes, es una enfermedad política que estamos pagando carísima. El territorio y los derechos de mayor antigüedad en su ocupación son el eje de una nueva concepción política opuesta a los derechos de los individuos. |