LAS CLAVES LÉXICAS                                                                        Mariano Arnal


DESMITIFIQUEMOS LA RAZÓN

Somos animales racionales, aunque no los únicos. La necesidad de racionar lo que producimos en exceso, siempre en exceso, nos ha obligado a instalarnos en la racionalidad, el raciocinio y el razonamiento. Somos los animales que tenemos palabra-razón (logon econteV (lógon éjontes), que dice Aristóteles). Los demás son los sin palabra-razón (alogoi (álogoi)). Simplificando, a un lado estamos los que usamos la palabra, el número, la razón; y al otro lado aquellos cuya vida es totalmente ajena al “logos”. Queda para otro momento hablar de los sujetos pasivos de nuestro “logos”. 

Me detengo por ahora en el nombre inevitable de la razón: el “logos”, al que para simplificar llamaremos PALABRA. Partamos del modesto postulado de que la razón reside en la palabra, que ésta es su contenedor. Y examinemos qué es realmente una palabra, cuál es la porción de razón que contiene. Que la palabra da razón de las cosas o las pone en razón, es algo que probablemente tampoco discutirá nadie. Si lo decimos de otro modo, la palabra vendrá a ser la cosa convertida en razón. ¿Y eso cómo se hace? ¿Cuál es la mecánica? 

Pues muy sencillo: si yo he visto una cosa y quiero hacérsela ver a otro que no la ha visto, tengo dos fórmulas posibles: dibujársela (ese es el origen remoto de la escritura), o transformar la imagen en sonido y transmitirle al otro ese sonido para que él a su vez lo transforme en imagen. El sonido primitivo, la palabra primigenia, fue de carácter imitativo, como lo fueron las primeras letras, que en realidad eran ideogramas (grabación no de ideas, sino de visiones). Para que funcione cualquiera de los dos sistemas (el de transmisión esquematizada de la imagen y el de conversión de la imagen en sonido, y nuevamente de éste en imagen) es preciso simplificar hasta la codificación: no existe una palabra para cada realidad ni una imagen para cada palabra; sino que se debe proceder por aproximación. Por eso tenemos nombres no sólo comunes, sino comunísimos, que nos sirven para infinidad de cosas. De ahí podemos pasar por diversos grados de especialización hasta llegar al nombre propio; un nombre exclusivo para una persona, animal o cosa. 

Pero cuando llegamos al código es cuando se produce la mayor quiebra del sistema: si yo le transmito a alguien mediante sonidos (palabras) algo que no conoce en absoluto, es imposible que funcione la transmisión, es decir que pueda convertir la palabra en imagen, en cosa. No hay palabras suficientes para explicarle a un ciego cómo es el color rojo o el azul. Significa eso que todo el que escucha un mensaje está condicionado por su propio código de transformación de las palabras en cosas; de tal manera que en fin de cuentas uno no puede escuchar más que algo que ya sabe, pues inevitablemente transformará las palabras que escucha en cosas que tiene almacenadas, o en nada. Ese es el LOGOS, esa es la razón, esa es la mecánica de la racionalidad que nos distingue de los irracionales. Yo no puedo meter ninguna cosa en la mente de otro. Lo único que puedo hacer es elegir la palabra capaz de conectar con las imágenes visuales, sonoras o de cualquier otro género, que están ya en la mente del otro. Esa es la herramienta: no es muy fiable, que digamos.