Diario de Ermantis- Esbozo para una novela de Ciencia-ficción. Libro I- Mi infancia en las Montañas Negras. Capítulo I
Mi
nombre es Ermantis. Me lo pusieron mis padres, Eunis y Eraia, copiándolo
de antiguos manuscritos que
la comunidad de granjeros rebeldes de esta zona conserva desde hace
milenios gracias a extrañas pócimas cuyo secreto nunca logré conocer.
Parece un milagro y así lo creí siempre hasta que conocí a “H” (HDM-24),
la prodigiosa inteligencia artificial de Omega; a partir de ese momento mi
idea de los milagros cambió para siempre. En esa lengua que amo como si
fuera mi propia lengua materna y que llegué a dominar gracias a la
especial predilección que “H” sentía hacia mí, el nombre de
Ermantis significa “hijo de la montaña”. Se pierden muchos y valiosos
matices en la traducción, no obstante puede explicar el apego que siento
por él y la atracción por la forma de vida que llevé hasta que a los
catorce años a la muerte de Eunis, mi padre, me viera obligado a viajar a
Vantis, la capital de Omega y adaptarme a aquella vida tecnificada, ociosa
y tan tediosa que solo la perpetua vigilancia de “H” ha impedido que
todos terminen quitándose la vida. Allí,
en las mágicas Montañas Negras, quedaron mi madre Eraia y mi hermanita
Alina nacida cuatro meses después de la trágica muerte de mi padre. Este
planeta en cuyo subsuelo me encuentro ahora, refugiado en un bunker a más
de tres leguas de profundidad, agoniza debido a una catástrofe climática
que “H” solo nos anunció con el tiempo preciso para que la evacuación
de sus habitantes se realizara sin prisa pero también sin pausas. Solo
unos locos y quien les habla, un anciano de casi trescientos años, hemos
permanecido aquí después de la evacuación, ellos buscando una milagrosa
transformación genética que permita a nuestra raza adaptarse al frío
polar que ha borrado el menor vestigio de vida de su superficie, y yo,
Ermantis, último presidente del Consejo Planetario de Omega, esperando
aquí mi muerte, demasiado viejo y cansado para abandonar lo que fue mi
hogar durante tantos años, y el hogar de mis padres y el de mis abuelos,
y así sucesivamente hasta la primera generación que pobló
el planeta más idílico de todo este cuadrante galáctico, hace ya
de ello...Uno pierde fácilmente la cuenta de sus años, cuánto más si
son tantos los milenios que ésta extraña raza lleva arrastrándose por
la corteza de Omega, evolucionando hacia alguna meta
de la que solo “H” quiso hablarme
antes de que también él nos abandonara. Omega
tiene un hermoso significado en esa lengua primigenia que a mí
tanto me gusta emplear cuando hablo conmigo mismo en la intimidad de mi
mente o lejos de los otros. “Madre de todos”, hermoso nombre para un
planeta que fue la meta turística de los habitantes de todos los planetas
habitados de este cuadrante galáctico, el único que sepamos produjo vida
inteligente. La historia de esta madre planetaria es larga, muy larga, no
tendré tiempo para dejarla grabada en este casi mágico aparato de
holograbación que me entregó “H” con el encargo de que antes de mi
muerte dejara como testamento la historia de un planeta que ya solo es un
gran pedazo de hielo. A pesar de ello quiero que los posibles
supervivientes de esta raza, bendecida por el destino durante tantos
milenios y maldecida por la
“Mente Universal” en la que “H” me enseñó a creer, conozcan al
menos las líneas generales de su evolución como raza. Para que aprendan
que el camino que nos ha condenado a recorrer “La Gran Mente” no debe
terminar nunca; de los errores del pasado se edificarán los aciertos del
futuro.
*
*
* La
relación con mi madre Eraia fue muy especial. Hijo único hasta el
nacimiento de mi hermana, catorce años después, y abandonado por Eunis,
mi padre, siempre de correrías por las cercanías de las ciudades de
“H”, no es de extrañar que el cariño y la ternura de mi madre no me
faltaran nunca durante toda la infancia. Este lazo era tan estrecho que a
veces sentía la necesidad de huir de ella aunque solo fuera por unos
instantes. Entonces solía refugiarme en el gran bosque de Yonmantis que
rodeaba nuestra granja, de hecho ésta fue construida por mis padres en un
claro de ese bosque que se extiende prácticamente por todas las Montañas
Negras, sin interrupción, hasta el “Valle de la Muerte”, lugar
maldito por excelencia, donde ni los propios granjeros rebeldes que
habitaban estas montañas se atrevían a pisar hasta que mi padre les
convenció de lo estúpido de esa creencia. Allí,
a tan solo unos pasos de la granja, pero rodeado de gigantescos árboles
que me impedían ver algo de nuestro hogar, me sentía feliz rodeado de
graciosos animalillos de los que pronto me hice amigo. Escuchaba el rumor
de las grandes hojas perennes en las ramas de los copudos árboles, el
fluir tranquilo del agua en los numerosos arroyos que surcaban estas montañas,
y tumbado sobre la tupida hierba miraba hacia un cielo que no podía ver
al tiempo que lo imaginaba de mil formas distintas. Si sentía ganas de
moverme jugaba a imaginativos juegos que
debí inventar yo porque poco era el contacto que teníamos con el
resto de granjeros y mi madre nunca me habló de nada relacionado con la
infancia como si la hubiera enterado para siempre. A menudo recogía
hongos comestibles, deliciosos para acompañar la carne, hortalizas
salvajes que agradaban sobremanera a mi paladar y cuya putrefacción forma
un humus de olor muy desagradable y curiosamente picante que me hacía
toser con frecuencia y salir corriendo de vuelta a la granja. En
cuanto fui capaz de andar a gatas comencé a recorrer toda la granja
interesado en descubrir sus secretos. Estos recuerdos proceden casi en su
totalidad de mi madre, quien gustaba de hablar constantemente de mis
primeros años, no de los suyos ni los de cualquier otro niño, como si
ellos y solo ellos hubieran sido felices en su vida de mujer abandonada.
Al comenzar a andar pude ampliar los límites de mi investigación y fue
de esa manera como topé con el animal más misterioso de Omega: el
caeros. Los granjeros rebeldes habían aprendido a domesticarlos desde
tiempo inmemorial y eran no solo sus más fieles servidores sino los
proveedores imprescindibles de lana para sus vestidos y carne para su
despensa. Esta tenía un sabor agridulce muy especial y su poder nutritivo
era legendario. Con un trozo de carne seca de caeros muchos granjeros
pudieron salvar sus vidas al ser pillados desprevenidos por las primeras
nieves del invierno en lo más tupido del bosque. Pero
ante todo para mí el caeros fue el primer amigo, el primer ser fuera de
mi madre y del vago recuerdo de mi padre, con quien establecí una relación
tan estrecha que aún ahora, casi trescientos años después, recuerdo con
cariño a Arhma, la hembra dominante de nuestros caeros que se portaba
conmigo como una verdadera madre, ante el asombro de Eraia nstruida desde
niña en la peligrosidad de estos animales, cuya trompa, larga y flexible,
puede arrojar una especie de dardo cartilaginoso empapado en un veneno tan
activo que apenas tienes tiempo de darte cuenta de lo que ha pasado y ya
estás muerto. El
caeros es un mamífero de gran envergadura, patas redondas y gruesas como
el tronco de un árbol, su cabeza es pequeña y tiene forma triangular con
pequeñas orejas puntiagudas pegadas a su cuerpo y una boca grande con
enormes dientes trituradores. Su enorme corpachón está cubierto de una
gruesa piel llena de tupido pelo que le aísla de las gélidas
temperaturas de estas montañas. Su cabeza triangular posee dos durísimos
y afilados cuernos un poco por encima de la flexible y mortal trompa;
ambas armas, los cuernos y la trompa, le convierten en un animal muy
peligroso e inabordable para el resto de especies animales del planeta. A
pesar de ello o precisamente por esta razón es un animal muy pacífico,
vive en grandes manadas en las que las hembras más viejas son
líderes del rebaño. Los machos tienen una misión defensiva,
protegen a las crías, y reproductora. Cuando no están haciendo una de
estas dos cosas se mantienen un poco apartados del rebaño, comiendo
grandes cantidades de hierba mientras otean el horizonte con sus trompas
en busca de olores que les pongan en la pista de depredadores. Estos
atacan únicamente a las crías y sólo cuando están lejos del rebaño.
Su carne es muy apreciada por lo que nunca falta algún depredador
dispuesto a arriesgar su vida a cambio de tan exquisito bocado. En
la granja poseíamos un par de docenas de caeros que aumentaban o disminuían
según iban naciendo las crías o morían los ejemplares más viejos. Al
frente de todos ellos estaba la vieja Ahrma que ya no podía reproducirse
pero cuya envergadura y fortaleza la hacían temible. A Ahrma le gustaba
especialmente cuidar de las crías del rebaño por eso cuando no tenía
ninguna a la que prodigar sus cuidados andaba solitaria por el bosque o se
recluía en el redil, posando su enorme corpachón sobre el heno seco,
mientras rumiaba y parecía meditar en lo triste de su condición. Tal vez
por eso en cuanto me acerqué la primera vez hasta el redil ella se levantó
y caminó lentamente hacia aquel bebé que la miraba con los ojos muy
abiertos. Mi madre se había descuidado ocupada en terminar una nueva túnica
de piel de caeros para Eunis y no se apercibió de mi travesura. Los
granjeros tienen la costumbre, casi una iniciación, de presentar a las
nuevas crías humanas al rebaño con
un curioso ceremonial ancestral que permite a estos peligrosos animales
oler al bebé, empaparse de su olor hasta asimilarlo como perteneciente a
la manada. Esta ceremonia tiene su indudable riesgo, no es fácil que así
ocurra pero algunos bebés han perecido por falta de maestría en los
padrinos o porque la jefa de la manada estuviera muy nerviosa o en época
de celo sin que los encargados del ritual se dieran cuenta. A mí
me había llegado la hora de la iniciación pero mi madre la
retrasaba a la espera de que Eunis apareciera por casa, éste llevaba ya
meses enfrascado en sus misteriosas tareas lejos del hogar. Por
eso el susto que se llevó mi madre no es para ser descrito. Allí estaba
yo, apenas capaz de mantenerme en pie, una mano en la cerca de madera y
otra acariciando la trompa peluda de Ahmra. Nadie se explicó nunca cómo
no sufrí el disparo del dardo mortífero. Ciertamente era un caso
excepcional, ni siquiera algo así podía esperarse de la fiel y pacífica
Ahmra. Mi madre me arrebató de la presencia de la caeros que se quedó
mirándonos con ojos húmedos. Sufrí unos cuantos azotes en el culito y
luego tuve que soportar uno de los pocos desmoronamientos que mi madre se
permitió a lo largo de mi infancia. En
cuanto me mantuve en pie empecé a corretear por toda la granja y pronto
sus límites me parecieron estrechos. El bosque me atraía con una
intensidad irresistible, a veces me escondía detrás de la primera
lindera de árboles esperando que fueran a buscarme. Mi madre se
preocupaba y me llamaba a
voces, buscándome con desesperación ayudada por un par de armiti domésticos,
una especie omnívora, cuyos diminutos y voraces ejemplares nos servían
de triturador de basuras por las que sentían una extraña predilección,
adoraban la basura humana y esto les hacía fáciles de domesticar y muy
fieles, tan solo era preciso arrojarles restos de comida y basura para que
te siguieran a todas partes, convirtiéndose en tus más fieles amigos.
Ellos me encontraban enseguida y mi madre me cogía en brazos y corría
hacia la granja donde nos encerrábamos hasta que el peligro desaparecía,
no más de un día porque los caeros sueltos acababan antes alejando al
felino o terminaban con él. Estas
explicaciones me las daría HDM-24 años más tarde, entonces solo sabía
lo poco que me había contado de ellos mi madre. Uno podía acercarse sin
peligro a un caeros doméstico porque eran amistosos y fieles hasta la
muerte pero uno salvaje te podía matar instantaneamente en cuanto temiera
el menor daño a sus crías. Después de la iniciación que me hizo sufrir
mi padre con los caeros no volvería a sentir el menor reparo en acercarme
a ellos, ni siquiera en estado salvaje. Mi
padre, este es un tema delicado, no se había preocupado mucho de mí.
Estaba demasiado atareado en extraños trabajos que nunca pude averiguar
en qué consistían, mi madre decía que tenía que visitar la ciudad para
realizar tareas que nunca concretó; éstas permanecieron para mí
envueltas en el misterio más absoluto por lo que desde muy niño me
dediqué a espiar las conversaciones que mi padre mantenía con mi madre
las raras veces que venía por la granja. Solía permanecer unos días,
realizaba algunas faenas según la época, las más duras y exigentes de
esfuerzo físico, y luego se marchaba otra vez. Unas veces araba los
campos con una pareja de caeros y un arado de dura madera de yonamite,
otras ayudaba a recoger la cosecha de cereales o reparaba las vallas de
los corrales y el tejado de la granja, pero siempre lo hacía en silencio,
era un hombre ensimismado en recónditos pensamientos que solo con los años
y conforme fui creciendo pude llegar a conocer en su origen y finalidad. Al
contrario de mi madre, hija de una familia de granjeros rebeldes,
afincados en las montañas que rodean el Valle de la Muerte desde
generaciones que se pierden en nebulosas leyendas y tradiciones orales, mi
padre era hijo único de un matrimonio perfectamente adaptado al tipo de
sociedad que HDM-24, el increíble ordenador que gobernaba la vida de
Omega desde hacía milenios, había establecido para más del noventa por
ciento de la población del planeta. Mi madre me fue contando su historia
en las duras noches del crudo invierno que azotaba esa zona montañosa. En
cuanto tuve edad para preocuparme de la extraña vida que llevaba mi padre
empecé a requerir de mi madre más y más datos de aquel omeguiano que
destacaba entre todos los granjeros de la zona, no sólo por su físico,
era un hombre alto, musculoso, de rostro diseñado artificialmente, sino
también por su retraimiento y sus repentinas desapariciones. Hasta
que llegué a Vantis después de la muerte de mi padre, siendo ya un
fornido mozo de pelo en pecho –característica exclusiva de los
granjeros rebeldes como supe en su momento- no descubrí realmente cómo
era aquel mágico ordenador, verdadero monstruo de cien cabezas de mi niñez.
Mi madre no supo darme muchos detalles sobre él y los pocos que me dio
estaban falseados y llenos de reverencioso temor. Lo más sorprendente
para aquel niño enfundado en pieles de caeros que la escuchaba con la
boca abierta al lado del fuego en el salón de la amplia casa de madera
que era nuestra granja había sido la actitud de mi padre, un adolescente
que disfrutaba de todas las comodidades imaginables en su casa, un palacio
construido con el extraño material que fabricaba “H” –así llamado
por todos para abreviar- un
material flexible, duro y transparente con el que una gran flota de robots
edificaba las gigantescas casas en las ciudades o en cualquier punto del
planeta donde un ciudadano que cumpliera los requisitos exigidos por
“H” estaba autorizado a solicitar. Mi
padre había abandonado todo aquello apenas recién salido de la
adolescencia, al parecer la mayoría de adolescentes sufrían una dura
prueba: descubrir el engaño tramado
por aquellos a quienes más querían. Los padres podían elegir tener sus
hijos de forma natural o aportar sus células generativas a “H” y éste
se encargaba del resto. Buena parte de la población se había
acostumbrado de tal manera a no hacer nada que no fuera divertido que
“H” se vio obligado a inventar una nueva tecnología para acudir en
ayuda de los padres que no querían cuidar de los hijos. Las directrices
de su programa de ayuda a la
población así se lo exigían. Este había sido puesto en sus circuitos
por los fundadores o padres del proyecto HDM-24, así llamado en honor a
su inventor del que se cogieron las iniciales de su nombre y apellidos,
esta era una forma de llamar a los individuos que pasó a la historia hace
milenios. Nadie
quería tener hijos por lo que “H” tenía que incentivar la reproducción
mediante pequeños trucos, como dar bonos para acceder a sus nuevos
inventos, o permisos de salida del planeta –algo sumamente restringido-
o incluso permitir más horas de disfrute del sexo virtual, lo que era
mucho más efectivo para obligar a las parejas a tener hijos que cualquier
otro truco que uno se pudiera imaginar. Las parejas con un hijo tenían
posibilidad de acceder a sus circuitos y disfrutar del sexo virtual
durante dos horas diarias, los que tenían más de un hijo podían hacerlo
doblando o triplicando el tiempo sin más cortapisas que su salud física
o mental de la que “H” era el eterno guardian a través del casco
virtual que todos estaban obligados a utilizar para dormir sino querían
ser expulsados de la sociedad tecnificada. Un tipo de vida que “H” había
ido mejorando a lo largo de los milenios que venía funcionando, con tal
efectividad que nadie imaginaba peor castigo que ser expulsado de ella. De
esta forma “H” lograba que la población de Omega se estabilizara en
cifras aceptables para la salvaguardia de la especie salvo catástrofe
impensable. Todos
estos datos los conocí con minuciosidad al visitar Vantis por primera
vez. De niño espiaba las conversaciones de mis padres las pocas veces que
hablaban de él a mis espaldas - mi padre me alejaba con malos modos- lo
que hizo que la idea que me iba formando de él se aproximara más a la de un odioso monstruo mecánico que controlaba a un rebaño
gigantesco de omeguianos, gracias a facilitarles todos los placeres que
pudieran desear, que a la realidad de un prodigioso invento de nuestra
raza de la que él no tenía más culpa que la criatura
tiene de poseer las características que le da el creador. La
deserción de Eunis de aquel mundo no me podía parecer más lógica y
natural dado que aquella sociedad de ociosos aburridos no podía
satisfacer a nadie que deseara una vida digna. Lo único que me parecía
aceptable de aquel mundo era no
verse obligado a trabajar con dureza para conseguir un techo bajo el que
guarecerse y un poco de comida. Eunis
había huido hacia las montañas en busca de los granjeros rebeldes después
de sufrir el obligatorio ritual que padecía todo adolescente que deseara
independizarse y convertirse en ciudadano y hombre libre. Por lo visto
consistía en pasar por el trauma de descubrir que aquellos padres a los
que todo niño adoraba no eran mas que reproducciones virtuales de los auténticos,
quienes en lugar de cuidarles se dedicaban a disfrutar de la vida sin
freno, dejando la tarea de la paternidad tradicional a aquellas nodrizas
virtuales que con la ayuda de robots convertían la etapa de la infancia
en la época más feliz de todo omeguiano que siempre la recordaría con
nostalgia. Cuando el adolescente descubría la auténtica catadura humana
y moral de sus padres biológicos, por llamarles de alguna manera, sufría
un terrible trauma que “H” se veía obligado a curar o al menos a
atenuar con terapias que en un alto porcentaje
les permitían reintegrarse a la sociedad aunque algunos, como en
el caso de Eunis, no eran capaces de superarlo y abandonaban aquel mundo
para siempre. De esta manera fue aumentando la población de granjeros
rebeldes que antes de inventar “H” la paternidad virtual eran tan solo
unas pocas familias, cuyos antepasados decidieron ya desde el principio de
la existencia de la mente artificial seguir otro camino, en contacto con
la naturaleza y olvidarse para siempre de una sociedad tecnificada que
convertía a sus miembros en peleles en busca de placeres. Durante
milenios los granjeros rebeldes se multiplicaron y crecieron en regiones
inhospitas principalmente en zonas montañosas que ningún omeguiano elegía
nunca por la incomodidad y el aislamiento de sus congéneres que esto
hubiera supuesto. A veces fueron diezmados por enfermedades, epidemias o
hambrunas debidas a catástrofes climatológicas, pero pudieron sobrevivir
gracias a la ayuda desinteresada de “H” que al parecer seguía vigilándoles
con mimo. Algunos decían que se trataba de una leyenda pero al parecer
era perfectamente factible que pequeñas naves tripuladas por robots
arrojaran contenedores con medicamentos y alimentos u otros utensilios
indispensables para que fueran utilizados por cualquier granjero que lo
deseara siguiendo unas sencillas instrucciones. Resulta difícil de creer
que las familias de granjeros, aisladas en zonas montañosas, no
utilizaran estos medios de supervivencia en épocas duras a pesar de su
resistencia a contactar con cualquier cosa o persona que procediera de la
sociedad de la que habían huido
para siempre. No se tenían noticias de granjeros que hubieran vuelto a la
tutela de “H” pero servirse de la ayuda que éste les prestara
desinteresadamente parecía muy
natural, sobre todo en épocas terribles en las que la muerte acechaba a
familias enteras. Posiblemente este tema se convirtiera en un tabú del
que nadie hablaba en las reuniones festivas anuales. Según
me contó mi madre un día apareció un joven alto, atractivo y musculoso,
vestido con la túnica tecnificada propia de los seguidores de “H” por
una zona cercana a la granja de sus padres. Había sido visto por otros
granjeros en diferentes lugares cercanos al Valle de la Muerte y lo
describían como una especie de dios andrajoso, con la túnica destrozada
y un cuerpo tan magullado que daba pena. Estaba tan hambriento que se vio
obligado a merodear cerca de alguna granja, arrebatando toda sobra de
comida que encontrara. Su carácter huraño le impedía el contacto con
los granjeros que hubieran podido ayudarle e instruirle sobre la forma de
sobrevivir en aquel territorio agreste. Cualquiera lo hubiera hecho con
gran cariño y simpatía como se hacía con los pocos desertores del mundo
de “H” que aparecían de vez en cuando por aquella zona. Le
habían encontrado cerca de la granja de mis abuelos, tumbado en el suelo,
desmayado de hambre y de frío; seguramente intentó acercarse en busca de
un poco de comida pero su debilidad le jugó una mala pasada. Me contaba
mi madre, casi con arrobamiento, que ella le había ayudado a despojarse
de sus andrajos, a lavarle y vestirle con una túnica de piel de caeros de
su padre y unos pantalones del mismo material forrados con sus pelos que
eran tratados de manera que no produjeran picores. A pesar de su extrema
delgadez, de sus magulladuras que deformaban su cara y de su olor
repugnante ella se sintió muy atraída por aquel gigante de cuerpo sin
pelo. Estaba
empezando el invierno y según contaría más tarde Eunis fue el frío el
que le hizo acercarse tanto a la granja de mis abuelos donde pensaba pedir
ayuda incapaz de soportar las bajas temperaturas nocturnas con los
andrajos que llevaba. Fue pura casualidad que aquella fuera la granja de
mi madre ya que pensaba acercarse a la primera que se encontrara en su
camino. Tardó un tiempo en recuperarse, recibió mucho calor físico y
humano; mi madre se encargó especialmente del segundo y fue alimentado
con sabrosas viandas que devoró atragantándose sin el menor sentimiento
de vergüenza, lo que despertó la hilaridad de todos. Fue
en aquel momento, contaba mi madre, cuando empezó a enamorarse de Eunis
viéndole tan desvalido, un mocetón que sacaba la cabeza a los mejores
mozos de las granjas de la zona. Tan pronto se recuperó rehusó quedarse
y tan solo aceptó la ropa que llevaba y algunas viandas para varios días.
Se despidió de todos con cortedad y desapareció en el bosque. Durante un
tiempo nadie volvió a ocuparse de él, pensaban que había vuelto con
“H” ya que se vieron varias naves pilotadas por robots recorriendo la
zona como era costumbre cuando un adolescente decía unirse a los
granjeros rebeldes. La maternal mente se consideraba obligada a cuidar de
ellos, rescatarles en caso de emergencia y convencerles de que volvieran,
pero raro era el caso en que un adolescente se rendía por lo que al cabo
de algún tiempo, cuando los robots informaban de que se había integrado
en la comunidad de la zona, abandonaban su cuidado. Los granjeros habían
ideado un código para no ser molestados por aquellas naves que en otros
tiempos hasta llegaban a aterrizar y los granjeros debían
aceptar la visita de aquellos monstruos metálicos a los que
odiaban profundamente; la señal consistía en una especie de bandera de
un color lo más aproximado al blanco que encontraban colocada en un mástil
durante varios días seguidos les indicaba que el desertor estaba por allí
y se encontraba perfectamente. Mis abuelos colocaron esta señal y al cabo
de unos días las naves abandonaron la búsqueda y desaparecieron. Eunis
pudo así empezar su precaria vida de granjero novato.
*
*
* Era
un joven cerrado, atormentado, incapaz del menor intento de relación
social con las personas de su entorno; para él cualquier omeguiano era un
peligro del que debía alejarse cuanto antes; no se fiaba de nadie porque
había sido engañado de la manera más vil y terrible que se pudiera
imaginar por quienes más amaba.. ¡Qué no harían los que no le querían
o incluso le odiaban!. Su gran ilusión era vivir como un animal salvaje,
para él incluso la sociedad más avanzada no valía nada si era capaz de
llegar a semejante degradación moral. Ni
siquiera la cariñosa hospitalidad recibida en la granja de mis abuelos
había modificado lo más mínimo aquel cerrado criterio; así que a pesar
de los sabios consejos recibidos sobre el duro invierno montañés y la
necesidad de aprender lo más elemental sobre supervivencia le hicieron la
menor mella. A los pocos días, una vez recuperado, se despidió de sus
anfitriones llevándose por todo equipaje la ropa con que había sido
vestido en la granja que aceptó a regañadientes aún consciente de que
seguir vestido con los harapos de su túnica le condenaba a morir
irremediablemente de frío. Mi madre, entonces una agraciada jovencita,
según su propia opinión, le
obligó a llevar comida al menos para una semana; antes de quemar la túnica
en el fuego le vio sacar algo de la túnica que escondió con gran
cuidado. Más tarde sabría que se trataba de un extraño invento, un
aparato que despedía rayos omega y que servía como linterna, espada para
la defensa o hacha o sierra para cortar cualquier cosa, desde madera o
piedra. Eraia,
la agraciada, curiosa y enamorada jovencita, le siguió algún tiempo por
el bosque con el sigilo propio de los granjeros de las montañas y así se
enteró de dónde había establecido el campamento y de sus dificultades
para sobrevivir. El establecerlo cerca
de la “Cascada de la Roca” no era el peor de sus errores; aquel lugar
era elegido por los caeros salvajes, en su época de celo durante el
verano, para dirimir sus diferencias respectos a las hembras que les
aguardaban en los rebaños cercanos. Estableció el campamento próximo a
la falda de una prominencia rocosa y escarpada, sirviéndose temporalmente
de una cueva hasta construir su cabaña de troncos que empezó a hacer con
tal desmaña que Eraia tuvo que contener sus carcajadas para no ser
notada. Allí dejó a Eunis aprendiendo a desenvolverse solo y regresó a
la granja, donde sus padres comenzaban a preocuparse a pesar de ser
habitual en ella como en casi todos los jóvenes granjeros de la zona éstas
correrías por bosques y montañas. El
invierno pronto empezó a mostrar sus dientes con lluvias torrenciales,
nieblas y un frío intenso, que una vez templada la temperatura, trajo la
gran primera nevada. Eraia no pudo resistirse a comprobar cómo seguía el
joven Eunis, asi que cogió sus esquies y llenando su zamarra de alimentos
y utensilios para cocer hierbas así como una vasija de una bebida alcohólica
muy fuerte, hecha de cereales, que se empleaba con frecuencia en invierno
para intentar revivir a quienes quedaban atrapados entre la nieve, se alejó
de la granja deslizándose por la nieve ya asentada en busca de Eunis. Lo
encontró refugiado en su cueva, la cabaña estaba tan mal construida
porque a pesar de utilizar los mejores troncos del bosque –algo
sorprendente para sus aparentes medios- dejaba tantos huecos que el viento
y la nieve azotaban todo el recinto. En el fondo, al lado de un fuego
moribundo que había estado alimentado hasta quedarse sin fuerzas, se
encontraba un bulto en postura fetal, tapado con ramas y hojas. No se movía
por lo que en un primer momento le creyó muerto. Al lado del fuego podía
ver un esqueleto de un rumiante poco habitual por aquella zona por lo que
supuso lo había cazado en un día de suerte y del que se había
alimentado todo aquel tiempo. Lo sacudió con brusquedad pero no percibió
el menor signo de vida, puso su rostro sobre su boca y no tardó en
advertir un liviano aliento que sacudió su angustiado corazón. Aún seguía
vivo. Avivó
el fuego con las pequeñas ramas que aún quedaban del gran montón que
debió ir acumulando antes de la nevada y salió afuera donde recogió más
leña fina y troncos secos que encontró por los alrededores. Cuando el
fuego se convirtió en una gran hoguera sacó a Eunis de debajo del montón
de ramas, lo desvistió de sus húmedos vestidos y acercándole al fuego
todo lo que posible sin producirle quemaduras empezó a darle fuertes
friegas con sus manos. Al fin Eunis entornó los párpados y la reconoció
aunque fue incapaz de decir una sola palabra. Le tapó como pudo con una
manta de piel de caeros y le dio de beber un sorbo de la fortísima bebida
alcohólica que había llevado consigo hasta que ésta le hizo toser y
estremecerse. Con
algunas plantas que había llevado preparó una infusión medicinal que le
hizo beber muy caliente. Eunis fue reaccionando poco a poco e incapaz de
pronunciar una palabra, agradeció con la mirada los desvelos de Eraia
quien permaneció largas horas a su lado avivando el fuego, dándole
friegas con grasa de caeros y procurando tapar las corrientes de viento
que entraban por la tosca de madera con que Eunis había tapado la
entrada, de cualquier manera. Ya bastante reanimado le hizo un caldo de
carne y procuró fuera comiendo algo. Le puso sus ropas secas y esa noche
durmieron muy juntos bajo la manta de caeros. Mi madre consideraba ese
momento como el comienzo de una estrecha relación que a pesar de todos
los obstáculos terminaría por unirles para siempre. Durante toda su vida
en común mantuvo dudas acerca de Eunis, a menudo pensaba que en su corazón
solo había lugar para el agradecimiento, no para el amor. Esa duda roería
su corazón hasta la muerte. Al
día siguiente trató de convencerle de que regresara con ella a la
granja, él se negó agradecimiento su ofrecimiento y todos sus desvelos
pero quería demostrarse a sí mismo que podía sobrevivir en un ambiente
tan hostil como el de la montaña en invierno. Entonces ella decidió
quedarse y ayudarle, de otra forma su muerte sería segura. Visitaron la
cabaña en construcción y Eraia le mostró todos sus errores enseñándole
a engarzar los troncos uniéndolos con una mezcla de cierto barro en el
que se echaban hojas y ramas que tuvieron que conseguir quitando la nieve
en ciertos sitios. Con una pequeña hachuela de piedra afilada le enseñó
a unir dos filas de troncos formando una compacta esquina. El tejado era
un complejo entramado de juncos flexibles y un musgo que fue imposible
recoger debido a la nevada. Fue
una lección elemental de construcción que duró unas horas y que Eunis
asimiló en silencio. Eraia quiso quedarse aquella noche pero Eunis
reaccionó con tal hosquedad que la joven se sintió muy dolida, despidiéndose
rápidamente alegando que la noche se echaba encima y regresando a
la granja. Mi
madre me contó esta historia en varias ocasiones durante las noches de
invierno, especialmente en una, en la que, muy dolida por la larga
ausencia de Eunis, se preguntó retóricamente si no hubiera sido mejor
dejar que éste hubiera muerto aquel invierno. Los largos años de
convivencia y el cariño de enamorada que Eraia le seguía demostrando con
paciencia y solicitud infinita apenas habían conseguido modificar algo su
carácter huraño quien no obstante en algunas ocasiones era capaz de
mostrarme cariñoso y hasta apasionado con ella como pude contemplar a
hurtadillas –el espionaje de su vida íntima fue una obsesión durante
algún tiempo, deseoso de conocer cualquier dato nuevo que me ayudara a
comprender a Eunis-. Mi
madre no pudo resistir más allá de unos días sin ver a Eunis, su
resquemor fue muriendo conforme una nueva nevada con fuertes vientos azotó
la montaña. En un claro de la tormenta decidió volver, ésta vez con el
trineo familiar cargado de provisiones y utensilios tirado por su caeros más
querido, una hembra especialmente mansa y cariñosa con ella. Encontró a
Eunis en la cueva al lado de un gran fuego que mantenía vivo gracias a un
enorme montón de leña seca acumulada, había construido una sólida
puerta para la entrada pero seguía siendo incapaz de cortar las fuertes
corrientes de aire que hacían de la cueva un lugar muy frío a pesar del
fuego. Eunis tenía signos de desnutrición, las escasas provisiones
dejadas por Eraia fueron rápidamente consumidas y la imposibilidad de
cazar o recolectar algún fruto seco de los árboles le habían obligado a
comer hojas e hierbas. Tenía signos de congelación en manos y pies que
hubieran acabado con algún dedo de no llegar Eraia bien surtida de
hierbas y diferentes grasas que se utilizaban habitualmente en las granjas
para combatir los síntomas de congelación. Esta
vez su fuerte carácter se impuso y contra los gruñidos de Eunis su terca
voluntad de quedarse prevaleció. En aquel momento tomó la decisión de
que sus destinos nunca se separarían y lo cumplió implacablemente.
Durante varios días intentó hacer de la cueva un lugar habitable
utilizando toda la sabiduría constructora de los granjeros para combatir
la tormenta que con cortos intervalos seguía azotando el bosque
derribando árboles y ululando por las noches con sonidos pavorosos,
incluso introdujo a la caeros en la cueva para que les diera más calor,
pero todo fue inútil, ambos empezaron a sufrir graves signos de congelación
que las mutuas friegas y el acercamiento al fuego no podían atenuar. Fue
entonces cuando tomó la decisión de llevar a Eunis a la granja aún a
costa de engañarle y soportar las consecuencias del engaño. Le dio a
beber una fuerte infusión adormecedora y en un claro en la tormenta
preparó el trineo y con la ayuda del fiel caeros emprendió la más
peligrosa aventura de su vida. Consciente de estar arriesgando su vida
atravesando el bosque nevado azotado por fuertes vientos lo fió todo al
infalible instinto del caeros a quien acarició y habló con tiernas
palabras antes de acomodarse en el trineo con Eunis y taparse con todas
las mantas disponibles. Debió
de ser un largo y durísimo camino que dejó en ambos una huella duradera
ya que por más que intenté que Eraia me contara aquella aventura apenas
conseguí que dijera unas palabras balbuceantes por lo que me veo obligado
a imaginarlo. Este es uno de los pocos episodios de su vida que mi madre
mantuvo como un secreto,
alguna vez, ante mi insistencia vi correr amargas lágrimas por su rostro.
Tal vez fuera ésta la muestra más tierna de amor que Eunis recibió en
toda su vida, si aquello no pudo cambiarle nada lo hubiera hecho por más
años que hubiera vivido. Mi
abuelo me contó que ambos llegaron medio muertos como dos bultos informes
abrazados en el fondo del trineo. La caeros se desplomó nada más llegar
no sin antes mugir con tal congoja que toda la familia salió estremecida
de la casa esperando contemplar alguna terrible desgracia. Durante varias
semanas ambos estuvieron debatiéndose entre la vida y la muerte, no así
la caeros que cuidada en el establo a cubierto de la fortísima tormenta
fue cuidada por todo el rebaño y se recuperó totalmente al cabo de unos
días. Todos
en la granja se turnaron día y noche frente a la lecho donde ambos fueron
introducidos, incapaces de separar los brazos de Eraia del cuerpo de Eunis.
Se probaron toda clase de infusiones medicinales e incluso el abuelo
recurrió a viejos ritos ya casi olvidados entre los granjeros. Finalmente
Eraia volvió a la consciencia y apenas pudo ingerir algo de alimento
intentó levantarse para cuidar de Eunis que permanecía inconsciente
temblando de fiebre y delirando casi constantemente; la naturaleza de
Eraia, acostumbrada a la dureza del clima montañoso, pudo con todo, con
su enfermedad y con la de Eunis al que cuidó más que como una amante
como una madre que lucha más allá de toda esperanza por la vida de su
hijo. Permanecía a su lado haciéndole tomar infusiones medicinales a la
fuerza, limpiándole el sudor y hablando con él incansablemente para
obligarle a salir de su morboso delirio. Eunis
salvó su vida pero tuvo que permanecer en el lecho todo el invierno,
incapaz de ponerse de pie. Al llegar la primavera por fin empezó a
levantarse y a dar cortos paseos por la granja ayudado por Eraia que se
había convertido tácitamente en su pareja sin que Eunis la rechazara,
supongo que hasta un corazón tan duro como el suyo fue incapaz de
enfrentarse a tal abnegación. Una noche frente al fuego Eraia y su
familia vieron con gran sorpresa que no volvería a repetirse nunca cómo
Eunis lloraba como un chiquillo, sollozando con movimientos espasmódicos
con tal intensidad que parecía que una terrible tragedia hubiera caído
sobre él. Finalmente cuando se calmó dio las gracias a todos y arrodillándose
frente a mi madre confesó que nunca la abandonaría a no ser que ella así
lo desease. Expresó su deseo de volver a la cabaña en cuanto sus fuerzas
se lo permitiesen para terminar de construirla y establecerse allí como
granjero. De esta manera empezó el noviazgo de mis padres y la vida de
Eunis como nuevo granjero rebelde en una zona deshabitada cercana al Valle
de la Muerte del que todos los lugareños huían temerosos de su leyenda
negra que en otro momento de este relato esbozaré. Continuará... Slictik Cesar Garcia [email protected] |