REFLEXIONES DE
UN ENFERMO EN TORNO AL DOLOR
El dolor es un misterio. Hay que acercarse a él de puntillas y
sabiendo que, después de muchas palabras, el misterio seguirá
estando ahí hasta que el mundo acabe. Tenemos que acercarnos con
delicadeza, como un cirujano ante una herida. Y con realismo, sin
que bellas consideraciones poéticas nos impidan ver su tremenda
realidad.
La primera consideración que yo haría es la de la «cantidad»
de dolor que hay en el mundo. Después de tantos siglos de
ciencia, el hombre apenas ha logrado disminuir en unos pocos centímetros
las montañas del dolor. Y en muchos aspectos la cantidad del
dolor aumenta. Se preguntaba Péguy: ¿Creemos acaso que la
Humanidad esta sufriendo cada vez menos? ¿Creéis que el padre
que ve a su hijo enfermo hoy sufre menos que otro padre del siglo
XVI? ¿Creéis que los hombres se van haciendo menos viejos que
hace cuatro siglos? ¿Que la Humanidad tiene ahora menos capacidad
para ser desgraciada?
LA MONTAÑA DEL
DOLOR
Los medios de comunicación nos hacen comprender mejor el tamaño
de esa montaña del dolor. El hombre del siglo XIV conocía el
dolor de sus doscientos o de sus diez mil convecinos, pero no tenía
ni idea de lo que se sufría en la nación vecina o en otros
continentes. Hoy, afortunada o desgraciadamente, nos han abierto
los ojos y sabemos el número de muertos o asesinados que hubo
ayer. Sabemos que 40 millones de personas mueren de hambre al año.
Y hoy se lucha más que nunca contra el dolor y la enfermedad...
Pero no parece que la gran montaña del dolor disminuya. Cuando
hemos derrotado una enfermedad, aparecen otras nuevas que ni
sospechábamos (cómo olvidar el SIDA?) que toman el puesto de las
derrotadas. En la España de hoy, y a esta misma hora, hay tres
millones de españoles enfermos. Y diez millones pasan cada año
por dolencias más o menos graves. Pero el resto de sus
compatriotas (y de sus familiares) prefiere vivir como si estos
enfermos no existieran. Se dedican a vivir sus vidas y piensan que
ya se plantearán el problema cuando «les toque» a ellos.
Sabemos muy poco del dolor y menos aún de su porqué. ¿Por qué,
si Dios es bueno, acepta que un muchacho se mate la víspera de su
boda, dejando destruidos a los suyos? ¿Por qué sufren los niños
inocentes? Nosotros, cristianos, debemos ser prudentes al
responder a estas preguntas que destrozan el alma de media
Humanidad. ¿Quién ignora que muchas crisis de fe se producen al
encontrarse con el topetazo del dolor o de la muerte? ¿Cuántos
millares de personas se vuelven hoy a Dios para gritarle por qué
ha tolerado el dolor o la muerte de un ser querido?
Dar explicaciones a medias es contraproducente y sería preferible
que, ante estos porqués, los cristianos empezásemos por confesar
lo que decía Juan Pablo II en su encíclica sobre el dolor: El
sentido del sufrimiento es un misterio, pues somos conscientes de
la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones.
Algunas respuestas pueden aclarar algo el problema y debemos
usarlas, pero sabiendo siempre que nunca explicaremos el dolor de
los inocentes.
TEORÍAS, NO
Una de esas respuestas parciales podía ser la que afirma que
dedicarse a combatir el dolor es más importante y urgente que
dedicarse a hacer teorías y responder porqués.
Hemos gastado más tiempo en preguntarnos por qué sufrimos que en
combatir el sufrimiento. Por eso, ¡benditos los médicos, las
enfermeras, cuantos se dedican a curar cuerpos o almas, cuantos
luchan por disminuir el dolor en nuestro mundo!
El dolor es una herencia de todos los humanos, sin excepción. Un
gran peligro del sufrimiento es que empieza convenciéndonos de
que nosotros somos los únicos que sufrimos en el mundo o los que
más sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que
tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a mirar sólo
hacia nosotros. Un dolor de muelas nos hace creemos la víctima número
uno del mundo. Si en un telediario nos muestran miles de muertos,
pensamos en ellos durante dos minutos; si nos duele el dedo meñique
gastamos un día en autocompadecermos. Tendríamos que empezar por
el descubrimiento del dolor de los demás para medir y situar el
nuestro.
Es la humilde aceptación de que el hombre, todo hombre, es un ser
incompleto y mutilado. Es el descubrimiento de que se puede ser
feliz a pesar del dolor, pero es imposible vivir toda una vida sin
él. El mayor descubrimiento, el que más me ha tranquilizado como
hombre ha sido precisamente este sano realismo. Tratar de no
mitificar mi enfermedad, no volverme contra Dios y contra la vida,
como si yo fuera una víctima excepcional. Desde el primer momento
me planteé la obligación de pensar que «yo no era un enfermo»,
sino «un señor que tiene un problema» como «todos» tienen sus
problemas.
Cuando vas conociendo a los hombres, descubres que «todos» son
mutilados de algo. Así pensé que a mí me faltaban los riñones
o me sobraba un cáncer, pero que a los demás o les faltaba un
brazo, o no tenían trabajo, o tenían un amor no correspondido, o
un hijo muerto. Todos. ¿Qué derecho tenía yo, entonces, a
quejarme de mis carencias, como si fueran las únicas del mundo?
Sentirme especialmente desgraciado me parecía ingenuo y, sobre
todo, indigno.
DEMASIADA RETÓRICA
La tercera gran respuesta es ver los aspectos positivos de la
enfermedad. Quiero prevenir contra un gran error muy difundido
entre personas de buena voluntad: la tendencia a ver en la
enfermedad y el dolor algo objetivamente bueno. Creo que se ha
hecho, especialmente entre los cristianos, mucha retórica sobre
la bondad del dolor, con la que se confunden tres cosas: lo que es
el dolor en sí; lo que se puede sacar del dolor; y aquello en lo
que el dolor puede acabar convirtiéndose, con la gracia de Dios.
Lo primero es y seguirá siendo horrible. Lo segundo y lo tercero
pueden llegar a ser maravillosos.
Cristo mismo lo dejó bien claro en su vida: jamás ofreció
florilegios sobre la angustia, no fue hacia el dolor como hacia un
paraíso. Al contrario: se dedicó a combatir el dolor en los demás,
y, en sí mismo, lo asumió con miedo, entró en él temblando,
pidió, mendigó al Padre que le alejara de él y lo asumió
porque era la voluntad de su Padre. Y entonces acabó convirtiendo
el dolor en redención. Es mejor no echarle almíbar piadoso al
dolor. Pero hay que decir sin ningún rodeo que en la mano del
hombre está conseguir que ese dolor sea ruina o parto. El hombre
no puede impedir su dolor, pero puede conseguir que no lo
aniquile, e incluso lograr que ese dolor lo levante en vilo.
En lo humano y mucho más en lo sobrenatural, el dolor puede
llegar a ser uno de los grandes motores del hombre. Luis Rosales
afirmaba que «los hombres que no conocen el dolor son como
iglesias sin bendecir».
El dolor es parte de nuestra condición humana; deuda de nuestra
raza de seres atados al tiempo y a la fugitividad. No hay hombre
sin dolor. Y no es que Dios «tolere» los dolores, es,
simplemente, que Dios respeta la condición temporal del hombre,
lo mismo que respeta que un círculo no pueda ser cuadrado. Lo que
Dios sí nos da es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero.
Empezó haciéndolo fructífero él mismo en la Cruz y así creó
esa misteriosa fraternidad de dolor de la que nosotros podemos
participar.
VINAGRE, O VINO
GENEROSO
El hombre tiene en sus manos esa opción de conseguir que su
propio dolor y el de sus prójimos se convierta en vinagre o en
vino generoso. Yo he comprobado aquella frase de León Bloy que
aseguraba que en el corazón del hombre hay muchas cavidades que
desconocemos hasta que viene el dolor a descubrírnoslas. Así
puedo afirmar que el dolor es, probablemente, lo mejor que me ha
dado la vida y que, siendo en sí una experiencia peligrosa, se ha
convertido más en un acicate que en un freno.
Pase lo que pase, a lo que tú no tienes derecho es a desperdiciar
tu vida, a rebajarla, a creer que, porque estás enfermo, tienes
ya una disculpa para no cumplir tu deber o para amargar a los que
te rodean. Debes considerar la enfermedad como un handicap, como
un «reto», como una nueva forma para testimoniar tu fe y
realizar tu vida. Has de buscar todos los modos para sacar todo lo
positivo que haya en la enfermedad y así rentabilizar más tu
vida.
Lo verdaderamente grave de la enfermedad es cuando ésta se alarga
y se alarga. Un dolor corto, por intenso que sea, no es difícil
de sobrellevar. Lo verdaderamente difícil es cuando ese camino de
la cruz dura años, y peor aún si se vive con poca o ninguna
esperanza de curación en lo humano.
Sólo la gracia de Dios ha podido mantenerme alegre en estos años.
Y confieso haberla experimentado casi como una mano que me
acariciase. Dios no me ha fallado en momento alguno. Yo llamaría
milagro al hecho de que en casi todas las horas oscuras siempre
llegaba una carta, una llamada telefónica, un encuentro casual en
una calle, que me ayudaba a recuperar la calma. Confieso con gozo
que nunca me sentí tan querido como en estos años. Y subrayo
esto porque sé muy bien que muchos otros enfermos no han tenido
ni tienen en esto la suerte que yo tengo.
La verdadera enfermedad del mundo es la falta de amor, el egoísmo.
¡Tantos enfermos amargados porque no encontraron una mano
comprensiva y amiga!
Es terrible que tenga que ser la muerte de los seres queridos la
que nos descubra que hay que quererse deprisa, precisamente porque
tenemos poco tiempo, porque la vida es corta ¡Ojalá no tengáis
nunca que arrepentiros del amor que no habéis dado y que
perdisteis!
La enfermedad es una gran bendición: cuando te sacude ya no
puedes seguirte engañando a ti mismo, ves con claridad quién
eras, quién eres.
Descubrí a su luz que en mi escala de valores real había un gran
barullo y que no siempre coincidía con la escala que yo tenía en
mis propósitos y deseos. ¡Cuántas veces el trabajo se montó
por encima de la amistad! ¡Cuántos más espacios de mi tiempo
dediqué al éxito profesional que a ver y charlar pausadamente
con los míos! Aprendí también a aceptarme a mí mismo, a saber
que en no pocas cosas fracasaría y no pasaría absolutamente
nada, entendí incluso que uno no tiene corazón suficiente para
responder a tanto amor como nos dan. Todo hombre es un mendigo y
yo no lo sabía.
Entre estos descubrimientos estuvo el de los médicos, las
enfermeras y los otros enfermos. Hasta hace algunos años apenas
había tenido contactos con el mundo de los hospitales y tenía de
sus habitantes ese barato concepto por el que, con tanta
frecuencia acostumbramos a medir a los seres más por sus defectos
que por sus virtudes. La enfermedad, al vivir horas y horas en los
hospitales, me descubrió qué engañado estaba.
UN
ABUSO DE CONFIANZA
La
idea de que la enfermedad es «redentora» no es un tópico teológico,
sino algo radicalmente verdadero. Dios espera de nosotros, no
nuestro dolor, sino nuestro amor; pero es bien cierto que uno de
los principales modos en que podemos demostrarle nuestro amor es
uniéndonos apasionadamente a su Cruz y a su labor redentora.
¿Qué
otras cosas tenemos, en definitiva, los hombres para aportar a su
tarea? Os confieso que jamás pido a Dios que me cure mi
enfermedad. Me parecería un abuso de confianza; temo que, si me
quitase Dios mi enfermedad, me estaría privando de una de las
pocas cosas buenas que tengo: mi posibilidad de colaborar con él
más íntimamente, más realmente.
Le
pido, sí, que me ayude a llevar la enfermedad con alegría; que
la haga fructificar, que no la estropee yo por mi egoísmo.
José
Luis martìn Descalzo artículo, publicado el 11-5-1996
Cordialmente... Cortesía de Marco Antonio Guízar Ponce